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La doctrina sexual de la Iglesia y la humanidad extraviada

Juan Guillermo Tejeda
Por : Juan Guillermo Tejeda Escritor, artista visual y Premio Nacional "Sello de excelencia en Diseño" (2013).
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Curas y obispos chilenos han trabajado mucho para que haya discriminación. Han separado a los que se van a ir al cielo de los que se van a ir al infierno, a las damas decentes de las putas, a los justos de los fornicadores, a los normales de los desviados, a las familias sacramentadas de aquellas otras quizá más reales, pero sin bendición, incluso a los hijos reconocidos de los bastardos. Han humillado y culpabilizado injustamente a medio mundo. Sin formar familia, han dictado cátedra acerca de la familia. Sin conocer correctamente el placer, han pontificado sobre el deseo, el apetito y la sensualidad.


Quienes hemos sido educados en un ambiente cultural católico, creamos o no espontáneamente lo que nos han dicho desde siempre acerca del paraíso, el cielo, el infierno, la creación del mundo, las tres personas distintas, el demonio, la crucifixión, los apóstoles y santos, el pecado, la penitencia o la vida eterna, tenemos sin duda la convicción de que para los curas y obispos la sexualidad es siempre algo malo y los deseos eróticos de cualquier naturaleza, un peligro. Es más, de esa actitud de negación de la realidad y de rechazo a la vida han hecho una doctrina. Doctrina que, hemos visto, predican mucho, pero practican poco. Ello no les impide continuar, sin ponerse colorados, en su cruzada en contra de todo aquello que se relacione con el amor, la atracción, el deseo, los cuerpos y la procreación de la especie.

Muchos de nosotros hemos creído en un poder sobrenatural. Tratábamos a veces de ser caritativos. Nos impresionaba a algunos, quizá, el poder eclesiástico, su influencia en el curso de la historia. Pero al llegar la edad del amor nos enfrentamos a esa tenaz barrera católica en contra de lo que naturalmente sentíamos. Desde entonces hemos tenido la certeza, creyentes o no, de que se nos ha presionado, no sólo religiosamente sino también legal y sistémicamente, para que vivamos de acuerdo no a lo que somos sino a la absurda doctrina sexual de la Iglesia. El recuento de las últimas décadas es deprimente.

Cuando aún predicaban los curas con estola desde un púlpito, de aquellos intensamente decorados que quedaban como a tres metros de alto junto a una columna de la iglesia, y se subía por una escalera como de caracol, escuchábamos sin entender bien aquella voz desde lo alto diciéndonos algo amenazante acerca de la concupiscencia de la carne, y a nuestros cortos años nos imaginábamos quizá un filete o un asado chamuscados con olor a infierno, y todo eso era pecado y estaba muy mal.

[cita] Luego, durante el anterior Papa, mientras muchos curas y obispos se dejaban arrastrar por la pedofilia, el pontífice bramaba en contra del aborto. Mujeres violadas, fetos malformados, para la jerarquía ha sido siempre un poco igual, porque ese drama es además un asunto de mujeres. Los obispos saben mucho de aquello que no saben nada, e insisten en que las leyes se adapten a sus fantasías castradoras en lugar de adaptarse ellos a las leyes. Tanto los obispos y curas gay como los no gay se han manifestado siempre en contra de la homosexualidad.[/cita]

En los años 60’ Monseñor Emilio Tagle Covarrubias, un obispo de rostro ascético, prohibió a las muchachas católicas entrar a la iglesia enseñando los hombros, o ir a la playa en bikini. En Reñaca igual no le hicieron mucho caso.

El sexo prematrimonial era algo que, de practicarse —estamos hablando de los años 60 o 70, hoy el tema es ridículo— condenaba socialmente a los jóvenes de clase media o alta, que del resto no se preocupaban mucho. Pero se practicaba, aunque con mucha culpa y mucho sufrimiento posterior. La masturbación, esa natural burocracia de los cuerpos, daba paso a confesiones penosas, en las que los curas agazapados en la penumbra del confesionario en las iglesias y en los colegios religiosos querían saber detalles, cuántas veces, haciendo qué, solos o acompañados. Quien no se confesaba a tiempo, nos advertían, podía morir súbitamente en un accidente o enfermedad y condenarse por los siglos de los siglos a las llamas devoradoras del infierno. Todo por ir a tocarse lo que es de uno.

El divorcio o siquiera la separación de los padres convertía a los hijos en culpables y en apóstoles de la reunificación familiar. En mi caso opté por pasar a la clandestinidad el fracaso matrimonial de mis padres, nadie sabía nada al respecto, y dejé de invitar compañeros de curso a la casa para que en el colegio, de curas por supuesto, no se dieran cuenta. Vi como una de mis tías, encantadora ella, que se había casado en segundas nupcias, quedó excomulgada, y la dejaban entrar a la iglesia, pero no comulgar.

Para qué decir el amor libre que vino de la mano de mayo del 68′ con sus melenas y sus muchachas sin sostén, o el sexo grupal, o la homosexualidad, o las revistas picaronas, o el Playboy, o directamente la pornografía. Hacer el amor, variar el amor, experimentar el amor, pensar en el amor, representar el amor, cualquier cosa llevaba al infierno. Todo esto se dice fácil, pero se trata de una represión genital y corporal estratégicamente planificada, detallista, cotidiana, ejercida mediante culpas y amenazas a lo largo de décadas sobre millones de seres humanos de distintas edades, es decir una auténtica invasión en la privacidad y en la identidad personal, una alteración a escala macro de los espontáneos usos sociales y familiares, un campo de concentración abierto donde se han estropeado y torcido tantas cosas.

Luego, durante el anterior Papa, mientras muchos curas y obispos se dejaban arrastrar por la pedofilia, el pontífice bramaba en contra del aborto. Mujeres violadas, fetos malformados, para la jerarquía ha sido siempre un poco igual, porque ese drama es además un asunto de mujeres. Los obispos saben mucho de aquello que no saben nada, e insisten en que las leyes se adapten a sus fantasías castradoras en lugar de adaptarse ellos a las leyes. Tanto los obispos y curas gay como los no gay se han manifestado siempre en contra de la homosexualidad. Si dos seres del mismo sexo se gustan, se quieren se acarician, desean estar juntos… ¿cuál es el atado? Pero no, hay que hacer lo posible para disuadirlos, para perseguirlos, para arruinarles la vida.

Durante el apogeo del sida, en los ochenta, estuvieron cerradamente en una cruzada en contra del condón, contribuyendo activamente a propagar la atroz enfermedad entre la gente. Un trozo de plástico tenía para ellos implicaciones teológicas, y recuerdo a más de un obispo dando largas explicaciones sobre el sexo anal con y sin preservativo. Iban a los canales de televisión a impedir que se pasaran los anuncios en los que se alertaba e informaba a la población. Y yo pensaba: ¿qué tienen que ver estas cosas con la vida sobrenatural, o con los asuntos de la perfección espiritual? ¿Qué sentido tiene tanta crueldad y desconsideración? ¿Para qué condenar a miles o millones de personas al contagio por cumplir con una idea abstracta?

Los curas y monjas han hecho de la castidad una virtud, entendiendo que las renuncias son de por sí buenas. Yo más bien creo en que asumir cada cual sus desafíos y vivir la vida en plenitud es siempre más virtuoso que restarse, pero bueno, cada cual con lo suyo. Como ocurre con las dietas o los ayunos, lo virtuoso de las renuncias sexuales dependerá en cada caso de la persona en cuestión, de sus hábitos, propósitos y estilo de vida. Las dietas están ahora de moda, y hay veganos por convicción, otros que tratan de adelgazar, o que prefieren las ingestas de estilo oriental. Que cada cual de alimente como le parezca, y que cada quien desarrolle su genitalidad como sensatamente le sea posible, como lo dejen los demás, que es el erotismo una actividad, como se ha dicho jocosamente a veces, donde se conoce gente. Imponer la castidad a los jóvenes que quieren amar, conocerse, intercambiar fluidos y experiencias, es sencillamente un despropósito.

Le cobran ahora al Papa, con razón, el haber ocultado o silenciado los abusos de los curas católicos durante tanto tiempo. Hay que cobrarle adicional y contradictoriamente la sorda e infinita represión sexual, el silencio erótico, las privaciones, culpabilizaciones y censuras a que han sometido el libre arbitrio de los cuerpos de hombres y mujeres, de jóvenes y viejos, ese infinito abuso castrador. Y su insistencia en seguir, hasta el día de hoy, por esa vía ciega.

Curas y obispos chilenos han trabajado mucho para que haya discriminación. Promotores de la desigualdad, han separado a los que se van a ir al cielo de los que se van a ir al infierno, a las damas decentes de las putas, a los justos de los fornicadores, a los normales de los desviados, a las familias sacramentadas de aquellas otras quizá más reales, pero sin bendición, incluso a los hijos reconocidos de los bastardos. ¡Qué vergüenza! Han humillado y culpabilizado injustamente a medio mundo. Sin formar familia, han dictado cátedra acerca de la familia. Sin conocer correctamente el placer, han pontificado sobre el deseo, el apetito y la sensualidad, no con la finalidad de darles curso y dejar a la gente que conviva en libertad, sino, por el contrario, para sofocar, prohibir, avergonzar, culpar, humillar, discriminar, amenazar.

Para los clásicos griegos y latinos en el origen del mundo están el Caos, la Tierra y Eros, y cada creación de algo es resultado de un acoplamiento amoroso. En los textos bíblicos, en cambio, la vida terrenal es una especie de castigo, y si así no lo sintiéramos entonces se ocupan los curas de organizar en la tierra el infierno, y si no es posible, al menos un purgatorio. En una época ayunaban y se laceraban el cuerpo, o quemaban vivas a las personas, o encarcelaban o expulsaban a los no creyentes, a los pecadores, a los herejes. Durante la colonización de América evangelizaron forzadamente a los pueblos originarios, sometiéndolos a los tratos más atroces si persistían en ser fieles a sus propios dioses. Luego se dedicaron mucho a prohibir y quemar libros, o a combatir y excomulgar a los científicos. En Chile han estado a la cabeza de los colegios y universidades más discriminatorios. Educacionalmente —se ha dicho poco y sería muy provechoso sacar cuentas— son uno de los factores relevantes de las inequidades del sistema, e históricamente han militado en contra de la educación pública. Y se amparan en alianzas políticas, en concertaciones, en movimientos estudiantiles, en cosas. Uf.

¿Por qué son así? ¿Por qué la legítima esperanza de que haya un orden en el universo, un software cósmico, o de que la vida después de la vida se transforme en otra cosa debe ir de la mano de estas actitudes represivas respecto de lo mejor de la naturaleza humana, su capacidad de amar, de disfrutar, de engendrar? Algunos le echan la culpa a las jerarquías que se habrían tentado con los goces del poder, otros creen que es algo consustancial.

Señala Michel Onfray con su estilo un poco panfletario que el cristianismo pertenece a este tipo de religiones que odian la razón y la inteligencia, odian la libertad, odian a todos los libros en nombre de uno solo, odian la vida, odian la sexualidad, las mujeres y el placer, odian lo femenino, odian al cuerpo, los deseos y pulsiones. Un ramillete de odios envueltos en una sosegada retórica de amor. En el breve recuento que hemos hecho del comportamiento de los curas en estas cosas se ve que nos han entregado, en verdad, muy poco amor.

No se trata de ser o no ser religiosos, o de creer o no creer. Que cada cual crea en lo que le sea natural creer, faltaría más. Si hay vida después de esta vida no lo sabemos. En qué consiste el software profundo del universo, es algo a meditar. El espíritu tiene sus caminos, sus sensibilidades. Lo que cuesta entender es por qué es preciso para nuestros religiosos ligar estrechamente estos asuntos misteriosos a la represión activa y obligatoria de los afectos, de la risa, del placer, del goce, del erotismo, de la diversidad humana, de la espontaneidad, de la libertad, de lo que auténticamente sentimos. No es que uno critique a los creyentes, sino a un modo intolerante y destructivo de creer, a una doctrina que habla de la vida pero la desconoce, que predica la virtud pero no la practica, y que a menudo olvida a las personas de carne y hueso, a lo que humanamente somos y queremos ser.

Da un poco de nerviosismo escribir así, pero al mismo tiempo es absurdo tragarse en silencio tanta amargura religiosa, tanto desvarío. No parece una buena idea pasar de la glorificación de la Iglesia a su radical condena y desprestigio. Nada es tan simple, las cosas jamás son en blanco y negro. Pero sí es verdad que en los asuntos del cuerpo y su dignidad la tribu católica tiene una larga deuda con todos nosotros,

Uno no es nadie para dar consejos, pero quizá harían bien los curas y obispos, antes de seguir pontificando sobre sexualidad, en analizar su propia confusa situación. No sería raro que si los dejaran enamorarse un poco, seducir, retozar, casarse y tener hijos —que tampoco está ahí toda la felicidad, nada en la vida es tan sencillo— recuperarían quizá parte de su humanidad extraviada.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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