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Silencio, violaciones a los DD.HH. y Museo de la Memoria

Pablo Ortúzar
Por : Pablo Ortúzar Instituto de Estudios de la Sociedad
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Cuando una comunidad se representa a sí misma como quebrada y amenazada por el “otro”, al cual se le atribuyen cualidades morales infames y peligrosas, es decir, cuando una situación política es mitificada y convertida en una lucha de buenos y malos y la desconfianza es el eje de las relaciones sociales, ese otro representado como maligno desaparece de la comunicación. Toda comunicación pone en juego la confianza mutua.


“La sensación de seguridad al tener un poder capaz de gran violencia protectora hacía que se pasara por alto los excesos de ese mismo poder (…) para conservar la sensación de seguridad, había que confiar ciegamente en los que tenían el poder”

José Andrés Murillo, Confianza Lúcida.

La última conversación larga que tuve con mi abuelo, Ramón Ortúzar Escobar, antes de que falleciera hace un par de años, tocó por un momento sus recuerdos de mi tío, Carlos Ortúzar Aldunate, dirigente del MAPU que murió en la clandestinidad en un accidente ocurrido en 1978. No sé si hay hijos “favoritos”, pero Carlos era el hijo en que más se reflejaba mi abuelo. Su foto sonriendo en medio de una excursión a la montaña estuvo desde que tengo memoria en su escritorio. En esa oportunidad, mi abuelo me contó que ellos estaban seguros, cuando murió Carlos, que él había pasado una clandestinidad muy dura debido a persecuciones desatadas entre facciones de grupos de extrema izquierda. Supuestamente, estos otros grupos, también clandestinos, habrían seguido de cerca los pasos de mi tío y, por lo mismo, sospecharon de ellos al momento de su muerte. Esta era la versión que tenían en esa época. Para mi sorpresa, mi padre, admirador total de su hermano siete años mayor, tenía la misma idea.

Mientras caminábamos por un parque, mi padre, una tía que militó en la izquierda durante la última parte del régimen militar y yo conversamos sobre el asunto. Para ella y para mí, también imbuido de una cultura de izquierda, era evidente lo falso de esa versión del “conflicto entre facciones de izquierda” y teníamos claro que esa idea había circulado profusamente en la época, y que la DINA, aparato de inteligencia del Estado, la había usado muchas veces para cubrir sus operaciones y justificar sus resultados. Una vez explicado esto la otra versión se hacía evidentemente falsa y hasta inverosímil. Mi padre, en tanto, escuchaba en silencio, sumergido en sus recuerdos.

[cita]Cuando una comunidad se representa a sí misma como quebrada y amenazada por el “otro”, al cual se le atribuyen cualidades morales infames y peligrosas, es decir, cuando una situación política es mitificada y convertida en una lucha de buenos y malos y la desconfianza es el eje de las relaciones sociales, ese otro representado como maligno desaparece de la comunicación. Toda comunicación pone en juego la confianza mutua.[/cita]

La pregunta que quedaba era cómo llegaron a creer eso. La respuesta, evidentemente, no podía ser la mala fe. ¿Mala información, entonces? Pero si ya en esa época se denunció lo que estaba ocurriendo, ¿no entendían lo que leían? ¿No leían los medios donde se ventilaba la “verdad no oficial”? ¿Faltaba información? ¿No sabían cómo funcionaba la DINA?

Estas preguntas y la evidente buena fe de mi abuelo y mi padre me llevaron a pensar en otro asunto, tantas veces debatido con ánimo acusatorio: ¿Cómo pueden ser tantos los que afirman no haber sabido nada acerca de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos durante la dictadura? En general, ese “cómo” va en forma de reproche y señala que eso no es posible y, por tanto, que quienes afirman esa ignorancia son sospechosos, y lo dicen probablemente de mala fe. Sin embargo, al menos en el caso de mi abuelo y mi tío, o de mi padre y su hermano, la mala fe no es una opción posible. Luego, había que buscar una nueva explicación.

Todavía guardo en un cajón muchos números de las revistas “APSI”, “Cauce”, “Fortín Mapocho”, “Hoy” y “Mensaje” que compré hace años en el persa Bío-Bío. Al hojearlas, se hace evidente que si alguien las hubiera comprado y leído en su momento, no podría decir que no sabía de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Pero, al poco rato, caigo en cuenta de que no era probable que alguien que no fuera más o menos de izquierda comprara esas revistas y que, aun habiéndolas leído, ante la existencia de una información alternativa que no le despertara sospechas ideológicas, no hubiera preferido esa versión alternativa.

En otras palabras, en contextos de polarización y miedo, cualquier versión que confirme la propia posición será la preferida. La perspectiva contraria sonará siempre algo sospechosa, poco veraz y manipuladora.

El testimonio sobre Alemania Oriental de Ángela Jeria de Bachelet, a quien también tuve el gusto de conocer, volvió a recordarme esa idea. En sus declaraciones, ella decía con mucha sinceridad  que “nunca vio nada” de lo que ocurría en uno de los regímenes más represivos del siglo XX, del cual nosotros en Chile sabemos muy poco, apenas ilustrados por películas tan buenas como “Good Bye Lenin” o “La vida de los otros”. La señora Ángela se había quedado con las versiones oficiales entregadas por la Stasi y difundidas por los medios, igual como mi abuelo y mi padre habían creído la versión oficial entregada por la DINA o la CNI y difundida por los medios.

¿Qué hace posible que una persona, de buena fe, tienda a no cuestionar su perspectiva a partir de la de otros y prefiera, en vez, cualquier información que la constate? Ahondemos un poco más en esto. Buscar la respuesta nos lleva directamente a la polarización política de los 60 y 70, que terminó por hacer irrelevante la comunicación y consagrar la imposibilidad de llegar a acuerdos mediante el diálogo.

Cuando una comunidad se representa a sí misma como quebrada y amenazada por el “otro”, al cual se le atribuyen cualidades morales infames y peligrosas, es decir, cuando una situación política es mitificada y convertida en una lucha de buenos y malos y la desconfianza es el eje de las relaciones sociales, ese otro representado como maligno desaparece de la comunicación. Toda comunicación pone en juego la confianza mutua. Cuando no hay confianza, el receptor se hará inmune a toda comunicación que venga del emisor calificado como indigno de confianza, prefiriéndose cualquier versión alternativa que se identifique con el orden, la protección, la seguridad.

Es por eso que creo que es cierto que muchas personas, durante el régimen militar, no supieron, prestaron atención o creyeron que ocurrían violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Y esto es porque, en un contexto posterior a una radical, odiosa y violenta polarización en la que el propio reconocimiento de la existencia de una verdad común había sucumbido, las personas tendieron a creer aquello que decían los medios en que confiaban y, a su vez, a desconfiar de los que daban versiones distintas. Así, creo que también puede ser totalmente cierto que muchas personas como la señora Ángela no haya sabido, tomado en cuenta o creído lo que se filtraba respecto al horror del régimen de Alemania Oriental. Basta con acostumbrarse a desconfiar de ciertos datos de la realidad para dejar de percibirlos.

Las lecciones que estos hechos dejan al presente traen a mi memoria las palabras de Patricio Dooner en las observaciones finales de su notable libro “Periodismo y política. La prensa de derecha e izquierda 1970-1973” (Editorial Andante-Ediciones Hoy, 1989): “Cuando en un país, la política se plantea en términos de ‘todo o nada’ —y, por ende, deja de ser política porque su esencia es la transacción—, cuando los conciudadanos se visualizan en términos de ‘amigos y enemigos’ y la agresión verbal y física —que busca, incluso, la destrucción del ‘enemigo’— se hacen una constante, ese país se hace inviable”.

Y es el horror ante el retorno por negligencia de esa inviabilidad, la frustración de aparentemente haber aprendido muy poco del pasado, lo que me pone en guardia cuando leo que el Museo de la Memoria está consagrado a declarar inexplicable lo injustificable, es decir, a ignorar por decreto el que podamos aprender de lo que sucedió para tratar de prevenir que suceda de nuevo. Yo, por el contrario, creo que debemos volver con meticulosidad y delicadeza sobre cada hecho del pasado, y levantar desde él preguntas grandes y dolorosas, como la que quise desarrollar aquí, pues son ellas las que nos permitirán decirle “nunca más” al infierno completo y no sólo a sus más impresionantes retoños.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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