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Valparaíso: las flores del mall

Abel Gallardo
Por : Abel Gallardo Abogado. Magíster en Estudios Internacionales (U. de Chile). Profesor de la Universidad de Valparaíso. Concejal de Valparaíso.
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Aun cuando la Empresa Portuaria de Valparaíso (EPV), no pone a su disposición la totalidad del terreno en el que se emplazará el proyecto, la Empresa Mall Plaza ya se encuentra haciendo sondajes para dar pronto inicio a la construcción de un gigantesco mall que se emplazará a orillas del mar, en el emblemático sector Barón de Valparaíso.

Ha sido el modus operandi a lo largo de su tramitación: aprovechando la ventaja que les da conocer los pormenores de un proyecto prácticamente desconocido por los porteños, sus dueños y las autoridades locales adelantan una ficha más en el ajedrez que vienen jugando hace años.

Como se sabe, el plan de Valparaíso es extraordinariamente pequeño. Tanto, que para construir el edificio del Congreso, —un verdadero adefesio— Pinochet tuvo que ordenar la demolición de un hospital emblemático y que la ciudad jamás recuperó, el Hospital Enrique Deformes. La invasión que representa ese edificio que carece de toda conexión con la arquitectura local, es útil para graficar la magnitud de la intervención que se proyecta en Barón: 12 hectáreas de terreno que serán transformadas en más de 160 locales comerciales, megatiendas, supermercados, patios de comidas; y “paseos públicos” dicen la empresa, el municipio y EPV.

[cita]A muchos seduce la creencia, machacada hasta el hartazgo, que atraerá más empleos. Lo que no es poca ilusión para una ciudad que durante lustros padeció la desgracia de encabezar el ranking nacional de cesantía y que, hoy, aun cuando luce más empleos, muchos de estos en realidad ni siquiera merecen llamarse tales, por lo precarios que son.[/cita]

Es sencillamente imposible encontrar en el plan porteño un terreno de mayor valor comercial, atractivo turístico y proyección. Se trata de un espacio privilegiado que, con una mirada de largo plazo y compromiso estatal, podría tener múltiples destinos que refuercen la identidad local. Entonces cabe preguntarse ¿Por qué se ha llegado a esta suerte de privatización encubierta? ¿Cómo es que se ha arribado por las autoridades y no pocos porteños a la convicción que tiene sentido enquistar una mole de cemento en la puerta de entrada más emblemática, reconocible y pintoresca de la ciudad? ¿Será simple miopía edilicia? ¿Será el mero interés económico privado protegido por poderes públicos?

Probablemente haya un poco de todo eso. Pero el problema es más profundo, porque se basa en una falsa creencia, expresión de una falsedad más amplia, más nacional, más dominantemente chilena: la relación virtuosa e infalible que se proclama entre libre mercado y desarrollo. La fe en el negocio de corto plazo, en la compra-venta, en el retorno rápido. ¿La rentabilidad social? ¿El alma de las ciudades? ¿La calidad de vida colectiva? Como dice la Biblia, debería venir por añadidura.

Los defensores actuales del proyecto se escudan en responsabilidades políticas pasadas. Y tienen razón cuando recuerdan que EPV es una empresa pública, o sea del Estado, y que este proyecto tuvo su inicio al amparo de gobiernos denominados progresistas. Aunque eso no explica el problema; únicamente lo agrava.

Pero este proyecto revela también un asunto más profundo, enteramente porteño, y que ayuda a esclarecer aunque sea parcialmente el letargo de la ciudad: la inexistencia de consenso social respecto de aspectos esenciales de su futuro; respecto de cuales deberían ser las vigas maestras sobre las que asentar su desarrollo. Aquí decimos que Valparaíso es una ciudad universitaria, portuaria, cultural, patrimonial y un largo etcétera. Todo eso es cierto, pero cuando no hay capacidad pública ni liderazgos para articular tales potencialidades lo que hace la descripción es reflejar una suerte de empate permanente.

Valparaíso es la única ciudad chilena y una de las pocas en el mundo que a juicio de la Unesco posee valor patrimonial universal. Pero hay que recordarlo: esa denominación no fue producto del esfuerzo denodado de las autoridades locales sino más bien el resultado de la convicción de un puñado de líderes nacionales que empeñaron sus buenos oficios en dicha tarea.

Esta falta de convicción explica por qué durante mucho tiempo lo que no alcanzaba a ser derribado por los terremotos se encargaban de derribarlo los alcaldes de turno. Por ejemplo, hoy la ciudad luce orgullosa el señorial edificio conocido como la “Ratonera” emplazado en el corazón del casco histórico; pero no está demás recordar que al mismo tiempo en que se pedía el reconocimiento de la UNESCO, el municipio porteño había autorizado su demolición. Solo un puñado de ciudadanos, esta vez porteños, logró que la Corte de Apelaciones hiciese el trabajo que correspondía a las autoridades políticas, impidiendo semejante crimen urbano. Algo similar ha sucedido después con los emblemáticos ascensores: la presión de otro puñado de ciudadanos ha obligado a preocuparse de ellos y no dejar que mueran del todo.

Pero sería injusto decir que todo es responsabilidad de las autoridades, porque, también hay que reconocerlo, la instalación del mall en Barón es apoyado por no pocos porteños. A muchos seduce la creencia, machacada hasta el hartazgo, que atraerá más empleos. Lo que no es poca ilusión para una ciudad que durante lustros padeció la desgracia de encabezar el ranking nacional de cesantía y que, hoy, aún cuando luce más empleos, muchos de estos en realidad ni siquiera merecen llamarse tales, por lo precarios que son.

Por último hay que agregar un detalle no menor: los más visibles opositores al proyecto forman un grupo abigarrado, en el sentido exacto de la definición: heterogéneo y sin mucho concierto. Hay genuinos ciudadanos y defensores del bien común y otros que no lo son tanto. Hay quienes lo han transformado en una suerte de amuleto para los periodos de vacas flacas en lo mediático; hay algún honorable que pretende justificarse ocasionalmente con sus electores. Pero también están los que, intentando se note poco, defienden otros intereses económicos: los de quienes quieren extender el negocio portuario hasta el eje Barón-Yolanda; o los de aquellos a quienes el fracaso del Mall Barón prefigura el éxito de proyectos similares pero alternativos.

Así están las cosas. Quedan muy pocos argumentos para oponerse a un cambio que será radical para el paisaje porteño, aunque en Valparaíso es difícil saber cuando está dicha la última palabra.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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