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Solitario, SIMCE y final

Jorge Alarcón
Por : Jorge Alarcón Instituto de Investigación y Desarrollo Educacional (IIDE). Universidad de Talca.
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La inmolación del ministro y su temporal privación de cargos, resulta menos violenta que la periódica, masiva, anónima y seguramente permanente inmolación, distribución normal mediante, del SIMCE. Y en este último caso, sin embargo, los damnificados se cuentan por miles.


Un ministro de educación defenestrado. Un ex ministro ya. Otro ex ministro, esta vez de la dictadura, otrora candidato a Presidente de la República y que padeció por aquél tiempo una pasajera contradicción vital. Un experto en lobby, que se pone al costado del camino, imponiéndose el autoexilio corporativo, aconsejando poner lo humano a escala económica.

El ex ministro y candidato de la vital contradicción —Büchi— sostenía en el Diario de Agustín el domingo 7 de abril, una diatriba escrita en tono concluyente acerca de los errores en educación: allí espetaba que equivocarse en educación ataca al corazón del progreso y que los deseos y la realidad suelen no ir de la mano. Errar, juzga él, es atacar. ¿Y entonces cómo interpretar, no ya sus propios errores, sino la forma sistemática en que incurrió en ellos? Los suyos han sido errores tan considerables que puede aplicárseles aquello de que para ser errores fueron demasiado grandes. Tan grandes que parecen menos un error que enajenación mental provocada por la misma prisión ideológica en la que acusa que están los que se le oponen.

[cita]La inmolación del ministro y su temporal privación de cargos, resulta menos violenta que la periódica, masiva, anónima y seguramente permanente inmolación, distribución normal mediante, del SIMCE. Y en este último caso, sin embargo, los damnificados se cuentan por miles.[/cita]

El del lobby corporativo, Eugenio Tironi, escribió en el mismo diario el martes 09 de abril que creía necesario que entendiéramos de una buena vez que toda economía, desde Silicon Valley a Calama, es equivalente. Dado que toda actividad productiva, incluyendo desde luego a la explotación de recursos naturales, es humana, porque, dijo, en rigor no hay naturaleza viva independiente: toda naturaleza es naturaleza muerta y está bien que así sea porque la acción humana en todas sus dimensiones es acción económica. Humana, pero económica. Quizás también quiso decir demasiado humana, justo antes de su autocrítica generacional en que conmina a todos a abandonar la jornada —como si los cuarteles de invierno fueran una opción para todos.

Al ministro defenestrado, por último, lo vi tristemente convencido. Así fungía mordiendo sus dedos con la comisura de los labios en una fotografía publicada por el Diario de Agustín, simultánea a la discusión en el Senado. Luego, tras su destitución, escuché sus palabras de puchero, como el niño mal criado que insiste en tener la razón al mismo tiempo que comienza a aplicársele el castigo. Sus tristes convicciones le llevaron a decir, con lágrimas y todo, que las reformas efectuadas permanecerían por mucho tiempo (sic) —cual Galileo Galilei guiado a la horca repiqueteando “igual se mueve”. Ha de seguir creyendo que el parlamento lo sometió a un escrutinio inmerecido; inmerecido sobre todo porque no por nada hubo quienes, gente como él, preclara y experta —desde Vargas Llosa hasta Carla Cordua—, escribieron cartas en el mismo Diario de Agustín, exaltando su figura martirizada por políticos sin sesos, y empujados y/o secuestrados por votantes vociferantes, como llamó Büchi a la ciudadanía que se manifiesta en las calles, y señalando que él sobre todo no podía sino estar haciéndolo bien. O al menos, menos mal: mejor en todo caso que sus (ineptos) predecesores. Faltó que musitara que todos habían sido una preparación para su abajamiento: el mejor ministro de los últimos 20 años.

Mientras tanto nos enterábamos de los resultados de SIMCE que cual termómetro y material de estudio obligatorio para especialistas, columnistas, padres, profesores y autoridades —esta vez con portada de LUN incluida—, nos introducía en los galimatías de los puntajes, las dependencias escolares, los promedios, los puntajes altos, el ruido metodológico y la necesidad de comparar solo lo comparable.

El SIMCE semeja ser el verdadero corazón del progreso de que habló Büchi y convoca a la documentada especulación, a la intuición creativa y, ciertamente, a las buenas intenciones, permitiendo que la discusión bizantina siga su curso. El permiso para discutir sin límites proviene del hecho de que a fin de cuentas los fines de la medición de resultados nunca han estado del todo claros.

De hecho, se podría decir que se evalúa para: (a) mejorar la eficiencia de la inversión pública en educación, (b) compensar las diferencias sociales, (c) comprobar la segmentación en el sistema, (d) dar información a los padres en la elección de colegio, (e) orientar las prácticas pedagógicas, (f) todas las anteriores.

Mientras tanto, los expertos seguirán diciendo que al sistema le falta información y que los padres son tan poco racionales que ni siquiera saben lo que escogen. Ni qué decir acerca de por qué escogen. Los medios de comunicación señalarán su resultado general —leve alza, baja, comparativamente, quien sabe—, la segmentación del sistema y alguna historia evocadora de la escuela —idealmente pobre y rural— que tiene buenos puntajes contra viento y marea, sugiriendo que sí se puede, que querer es poder y que escuelas pobres sí que pueden obtener un 7 aunque no sean más que 7 (el consabido 7 para 7).

Los directivos de los colegios alentarán a sus huestes para mejorar los resultados, corregir el rumbo y, todo sea dicho, castigar a los rebeldes o ignorantes o cándidos. Las autoridades hablarán de accountability y, quizá, recordarán aquello de los semáforos educativos y los profesores sentirán la presión de adiestrar a sus alumnos.

Entretanto los padres, con una mano en el corazón y si les alcanza con la otra en el bolsillo, seguirán escogiendo, más o menos como se ha hecho: la élite pensando en la promesa de más y más redes, la nunca bien ponderada clase media en virtud del uniforme y del nombre en inglés, si ambos juntos tanto mejor, y los pobres por defecto —nunca mejor dicho. Por último, y quizá menos importante, están los niños y niñas de la dulce patria bajo la presión de rendir o fracasar, y no ser peor que el compañero de al lado y del colegio del lado.

Finalmente, la inmolación del ministro y su temporal privación de cargos, resulta menos violenta que la periódica, masiva, anónima y seguramente permanente inmolación, distribución normal mediante, del SIMCE. Y en este último caso, sin embargo, los damnificados se cuentan por miles. Pero ha sido el lobbista quien nos ha provisto de la lección final: a fin de cuentas no hay hechos naturales sino tan solo creaciones culturales. La vida humana no es más que una escala de la gran economía cuyo suelo es también el de la sala de clases.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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