Publicidad

La guerra limpia


El coronel James Ketchum, psiquiatra en el ejército norteamericano durante los años cincuenta, quería ayudar a que su país ganara la guerra fría. Su utopía empecinada era la de triunfar con la menor cantidad posible de muertes. No sólo quería proteger a los suyos sino también a los enemigos. Una guerra, digamos, «limpia». Con tal motivo, se alistó en un proyecto secreto del ejército (Proyecto 112), que consistía en el desarrollo de armas lisérgicas de combate. Durante los años sesenta, mientras la juventud norteamericana experimentaba con diversas sustancias psicotrópicas, el ejército hacía lo mismo en el arsenal Edgewood en la bahía de Chesapeake. Como dice Raffi Khatchadourian, el equipo de Ketchum pensaba que las «sustancias químicas eran instrumentos más humanos de guerra que las balas y la esquirla de las granadas» (New Yorker, 17 de diciembre 2012). No se trataba del malhadado gas mostaza, ni siquiera del «agente naranja»; estos químicos producían alucinaciones y debían ser empleados para que la mente de los enemigos no funcionara por un tiempo, el suficiente para ganar un combate.

Las intenciones de Ketchum no eran ajenas a las de un sector influyente del ejército. Después de todo, ¿quién no quiere ganar una guerra sin disparar muchas balas? Fue el mismo presidente Eisenhower quien, cansado de las «miserias del combate frontal» -las palabras son de Steve Coll (New Yorker, 6 de mayo 2013)–, autorizó a la CIA a emprender asesinatos de líderes enemigos. Así cayeron muchos líderes en las siguientes décadas, entre ellos Jacobo Arbenz y Salvador Allende. Así la CIA, a principios de los sesenta, encontró la forma de deshacerse de Patrice Lumumba, presidente del Congo. Matar a Lumumba podía ser visto como un gesto capaz de salvar vidas; para el gobierno norteamericano, Lumumba no había sido capaz de enfrentarse con fuerza al comunismo, de modo que su asesinato podría evitar muchas otras muertes de gente inocente ante el avance comunista.

Ketchum experimentó con soldados del ejército norteamericano, obligados por las circunstancias a servir de «conejillos de indias». A ellos se les administró, entre otras cosas, LSD, gas lacrimógeno y el agente letal VX. La gran mayoría terminó sufriendo problemas cognitivos serios, pesadillas, ansiedad y depresión. Hoy el ejército se enfrenta a un juicio por parte de los sobrevivientes, y Ketchum, a los 81 años, se sentará en el banquillo de los acusados. Ni siquiera las pruebas contundentes del sufrimiento de los soldados ha hecho cambiar de opinión a este anciano locuaz; salvar vidas justificaba todo, dice.

Al final, después de más de una década de experimentos, el ejército decidió que las armas químicas eran impredecibles y canceló el Proyecto 112. Sin embargo, todavía queda en el gobierno el deseo de ganar una guerra sin exponer a sus soldados. Después del ataque a las torres gemelas, Bush autorizó a que la CIA se encargara del «asesinato selectivo» de terroristas de Al Qaeda en Irak y Afganistán; años después, esa orden la expandió Obama a Pakistán. Gracias a los drones, esos eficientes aviones militares no tripulados, se calcula que alrededor de 5000 supuestos terroristas han sido eliminados. Esos hombres estaban en una fiesta o en un bazar cuando les llegó la muerte desde el cielo; nunca vieron a su enemigo, no hubo juicio que dictaminara su culpa o inocencia, ni su gobierno hizo nada por defenderlos.

Al coronel Ketchum le llegará la hora de enfrentarse a un tribunal; Eisenhower, Bush, Obama y tantos otros presidentes norteamericanos, empeñados en minimizar las heridas que provoca un combate, han sido muy efectivos a la hora de hipotecar la moral del imperio. No hay guerra limpia posible, ni siquiera la teledirigida o la de los laboratorios.

Publicidad

Tendencias