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RN, Velasco y los “Liberalotes”

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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Es probable que si nuestro presidente hubiera comprendido mejor tales postulados y los hubiéramos difundido mejor, el comportamiento de las mayorías sociales en las elecciones del pasado domingo hubiera sido otro.


El distinguido presidente de mi partido, don Carlos Larraín, ha señalado en recientes declaraciones a la prensa que los liberales quieren “chipe libre universal”, reconociendo que en Renovación Nacional también “tenemos esa veta”, pero añadiendo que Andrés Velasco “la encarnó de manera más propia, sin timidez”, que, supongo, Andrés Allamand.

Desde luego, y aunque coincido en que ciertos sectores liberales (“socialistas liberales, según Larraín) votaron por Velasco, desechando la mejor posibilidad de Allamand, y que, de algún modo, el ex Ministro de Hacienda se transformó en el ME-O del aspirante de RN, no comparto la caricatura esbozada al paso por el dirigente partidario respecto del liberalismo, o no al menos de aquel cuya “veta” también existe en RN. En efecto, que los liberales quieran “chipe libre universal” es tan abrasivo como afirmar que los conservadores quieren “represión universal” y, por cierto, tal percepción sobre la corriente político-filosófica puede hasta explicar las razones de fondo que han tensionado al partido durante años.

[cita]Es probable que si nuestro presidente hubiera comprendido mejor tales postulados y los hubiéramos difundido mejor, el comportamiento de las mayorías sociales en las elecciones del pasado domingo hubiera sido otro.[/cita]

Al revés de Larraín, entendemos por liberal a quien cree que el desarrollo humano se ha fundado radicalmente en esa necesidad natural de buscar, tener y ampliar espacios antropológicos para desplazarse, conocer, investigar, pensar, expresarse, crear y, en fin, hacer todo aquello que no esté prohibido por el acuerdo social que establece toda sociedad viable de hombres libres. Sin tal “contrato”, la pura libertad muta en “libertinaje” y en “ley de la selva”, haciendo imposible una sociedad libertaria, pues siempre habrá algunos que, en la competencia a que induce la libertad, se impondrán al resto por su mayor acceso merecido o azaroso a los poderes de diversa especie: de coacción, recompensa, influencia, normativo o experto. De allí la larga lucha liberal contras señores feudales y monarcas absolutos, monopolios de toda naturaleza, estatismos de diverso tipo, revoluciones culturales y, en fin, toda forma de acumulación de poder económico, social, político o cultural que tienda a impedir el flujo de las libertades personales. De allí también su preferencia por la democracia, la división de poderes políticos, la solución pacifica de las controversias y su profunda afinidad con la tolerancia, la diversidad y el pluralismo.

Es decir, liberal es quien pone el valor de la libertad como guía y norte de su acción pública y privada, aunque, por cierto, en el marco de normas jurídicas que, por su origen humano, se consideran aptas para cierto período histórico y, por consiguiente, deben irse adecuando a los nuevos entornos que surgen a raíz del desarrollo individual y social que hace posible la propia liberación de las fuerzas creativas de las personas. Los “liberalotes”, racionalistas por necesidad (la libertad obliga a la conciencia, so pena de muchas desgracias), no cuentan con un aparataje normativo que tenga esa atemporalidad y perfección que entrega la ley de Dios a quienes tienen la envidiable cualidad de escucharlo.

Liberal es quien cree en la mayor autonomía posible de las personas en los más variados ámbitos y por consiguiente, acata como mal menor la injerencia del Estado en su vida (de allí su preferencia por el Estado subsidiario), transfiriendo conscientemente parte de su soberanía al conjunto de personas que, instalados en el aparato institucional por decisión mayoritaria (de allí su predilección por la democracia), se supone actúan como justos protectores y/o “árbitros arbitradores, amigables componedores” en los conflictos que se producen naturalmente en sociedades en las que coexisten hombres libres con distintos intereses y diversidad de formas de construir sus vidas (de allí el afecto por Montesquieu y la división de poderes).

Nada hay, pues, de “chipe libre universal” en tal perspectiva. Por el contrario, ser genuinamente liberal exige aún mayor autocontrol y voluntad para acatar y cumplir conscientemente las normas mayoritarias que nos permiten vivir en armonía y democracia; más, incluso que aquellos que actúan en su habitualidad económica, moral, cultural, política o social mediante meros reflejos “pavlovianos” instalados por miedo al golpe disciplinario. Si bien tal fórmula asegura cierta eficiencia corta en la mantención del orden a conservar, su permanencia, como muestra la historia, se extiende tanto como dura el miedo y, por consiguiente, será siempre más aleatoria que la de aquel hombre que libremente asume un deber o responsabilidad social.

Los “liberalotes” —ni “zurdotes” igualitaristas, ni “conservadurotes” momificados— creemos y mantenemos en alto el valor de la libertad como guía y norte del desarrollo del espíritu por considerarlo indispensable para la emergencia de un mejor tipo de ser humano, en línea con valores sustantivos trasmitidos por corrientes morales de siglos, como la cristiana y otras, cuya lucha se ha centrado en la búsqueda de mayores espacios de libertad y dignidad para quienes han sido “creados a imagen y semejanza de Dios”. Amar la libertad implica, pues, no sólo el conjunto de derechos y posibilidades que ella abre, sino también los deberes y responsabilidades que emergen del contrato social aceptado mayoritariamente por hombres conscientes, a quienes se exige esfuerzo, conocimiento, voluntad, desasimiento y tolerancia para convivir armónica y pacíficamente con las infinitas manifestaciones de la creatividad y búsqueda humana, más parecidas al estilo y vitalidad del bosque nativo que de las silenciosas y alineadas plantaciones forestales.

Los “liberalotes”, en fin, creemos imprescindible, para mayor grandeza humana, el deber de cada quien de proteger su propia libertad y de colaborar solidariamente en la defensa de la del otro cuando es amenazada en cualquier ámbito y no solo en el que proporciona la propiedad, título indispensable en la escasez (la abundancia no requiere dueños) y creación de riqueza, sino también contra toda injusticia, abuso o delito que atente contra el libre desenvolvimiento de las personas que conforman nuestro contrato social. Es probable que si nuestro presidente hubiera comprendido mejor tales postulados y los hubiéramos difundido mejor, el comportamiento de las mayorías sociales en las elecciones del pasado domingo hubiera sido otro.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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