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Penitencia para la cárcel

Jonatan Valenzuela
Por : Jonatan Valenzuela Abogado y Académico U. de Chile
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La cárcel debería expresar una pretensión política central: el igualitarismo. El sistema carcelario debería proscribir la trivialización que se produce respecto de los condenados “puros y simples” (y de su penitencia) a través de prácticas profundamente anti-igualitarias.


La cárcel es un modo muy notorio de inflicción de mal.

En la cárcel se encierra a quienes nos parecen merecedores de un intenso castigo porque han ejecutado en el pasado aquello que llamamos el mal. El uso de la prisión aparece como una solución pacifista ante la mera irrogación de violencia que antecede a la propia respuesta penal.

La cárcel, en un sentido político, es la ratificación fenoménica de aquello que proscribimos. Es un acuerdo que define lo que no queremos en la vida en comunidad: no queremos que la gente asesine, viole, torture, entre otras cosas.

No era este el caso en lo relativo al penal Cordillera. Esa cárcel buscaba completar el teatro punitivo a medias de la persecución de quienes ejecutaron algo peor que el mal. Era parafernalia.

Desde otra perspectiva, la cárcel es también un modo de definir la “última línea” de nuestra vida política: qué es lo que nunca estaríamos dispuestos a hacer, ni aún respecto de quienes han ejecutado un crimen.

Ambas perspectivas están puestas a prueba en el caso de los diez reclusos del penal Cordillera. Estos no son “delincuentes comunes”; sus delitos no son, por suerte, “comunes”. Ellos son algo mucho peor que eso: son personas que a pesar de haber ejecutado el horror no tienen disposición a referirse a esto como un “mal”.

¿Qué podíamos hacer? Parecen ser soldados entrenados para dejar de lado el equilibrio reflexivo en una guerra imaginaria en contra del socialismo.  Peones diseñados para destruir.

Quienes pudieron heredar el negocio del gobierno decidieron que lo que más se acomodaba a una salida jurídica era enviarlos a una “cárcel” y no a lo que podríamos llamar una “penitenciaría”.

Por supuesto, que la cárcel pública de Santiago, por ejemplo, haya llevado el nombre de Penitenciaría es una mera casualidad. Sin embargo, el hecho sirve para ilustrar la carencia definitiva de quienes estaban sujetos al castigo del encierro en el penal Cordillera: ellos no estaban sometidos a ninguna penitencia, y por tanto sus posibilidades de restablecer el vínculo con la sociedad y descansar es nulo.

¿Por qué este ejercicio debe admitir  estas “especialidades”? ¿Por qué, como he destacado en otra columna, el dinero puede cambiar la cara de la cárcel para quien lo tiene? ¿Por qué un uniforme militar y el horror pueden también lograrlo?

La cárcel debería expresar una pretensión política central: el igualitarismo. El sistema carcelario debería proscribir la trivialización que se produce respecto de los condenados “puros y simples” (y de su penitencia) a través de prácticas profundamente anti-igualitarias.

A esto se ha negado Odlanier Mena. Suicidarse es negarse a la penitencia secular (todavía débil) de la cárcel de Punta Peuco.

Suicidarse es afirmar la improcedencia de dar por entendido al mal que dio lugar a su pena y es negar, doblemente, la posibilidad – en su caso- de comunión definitiva con Dios.

(*) Texto escrito en Red Seca.cl

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