Desde la Segunda Guerra Mundial, la ambición primordial del Derecho Internacional Humanitario –el derecho de los conflictos armados– ha sido aislar a la población civil de la violencia militar. Con tal objetivo, las tropas militares han de darse a conocer a través del uso de uniformes que les identifiquen como tales. Asimismo, deben seleccionar cuidadosamente sus objetivos, no pudiendo dañar deliberadamente a no combatientes o destruir infraestructura carente de uso militar. Incluso respecto a sus legítimos objetivos militares, el atacante debe actuar de manera proporcional, por lo cual cualquier daño colateral infligido a no combatientes debe ser proporcional al valor militar del objetivo atacado. Debido a que esta es “la ley”, es fácil que los observadores de un conflicto armado –dejando de lado a quienes formen parte de alguno de los bandos en pugna– se sientan conmovidos cuando mueran no combatientes, particularmente niños. En estos casos recurrimos rápidamente al discurso de los “crímenes de guerra”, y escuchamos demandas por la intervención de tribunales internacionales, como si la legalidad de estas situaciones se pudiese separar de su politicidad.
Los recientes acontecimientos en Gaza y Ucrania nos recuerdan lo que sucede realmente cuando la política se torna violenta: individuos no combatientes son heridos y asesinados. Las leyes de la guerra nunca han funcionado muy bien. La violencia nunca es exacta, y tiende a escaparse de todo control; se cometen errores y se busca venganza. El daño colateral, incluso el que se comete dentro de los límites aceptados por la ley, puede ser horrendo. Aun cuando se sea cuidadoso, un simple error al identificar un objetivo militar puede significar que hospitales, hogares, vehículos o aviones sean destruidos. Pero, irónicamente, en la medida que la violencia se vuelva más exacta, menos eficaz se vuelve. Ningún conflicto profundo se resuelve cuando alguien causa una gran cantidad de daños a la propiedad de su enemigo.
Para que el derecho humanitario pueda siquiera comenzar a tomar fuerza, las tropas deben estar organizadas y ser disciplinadas. Algunas fuerzas estatales tienen tal capacidad organizacional; algunas incluso envían abogados al campo de batalla. Pero cometeríamos un error si pensáramos que la efectividad del derecho humanitario sólo está limitada por sus condicionamientos organizacionales. Los acontecimientos recientes nos muestran límites mucho más fundamentales. Hay también problemas sobre quién puede ser regulado por la ley, y cuánta reglamentación podemos esperar.
Una cosa que los palestinos en Gaza comparten con los secesionistas en el este de Ucrania es el uso de cohetes. Ninguno de ellos, sin embargo, parecen tener mucha capacidad de controlarlos. En el caso palestino, los cohetes son demasiado primitivos como para seleccionar sus objetivos; en Ucrania, los secesionistas carecen de habilidades técnicas acordes con la sofisticación de sus cohetes. La falta de armas sofisticadas y la falta de sofisticación técnica son características de actores no estatales. La ley, en consecuencia, formula exigencias de selección y de proporcionalidad que estos grupos no pueden cumplir.
Juzgado según las leyes de la guerra, prácticamente todo el contingente militar de Hamas sería ilegal. La panoplia de cohetes de Hamas es incapaz de distinguir entre combatientes y no combatientes. Sus tropas militares no llevan armas a la vista, y no se identifican con el fin de diferenciarse claramente de los no combatientes. Pero si cumplieran con la ley, no tendrían cómo emplear efectivamente la violencia contra las superiores fuerzas armadas israelíes. Las reglas de la guerra, obviamente, no fueron escritas teniendo en mente los conflictos violentos entre fuerzas estatales y no estatales. Por esa razón, nunca fueron eficaces en controlar la violencia de la descolonización.
La asimetría entre dichas fuerzas, tanto en tamaño como en sofisticación, hace imposible imponer obligaciones legales simétricas. Israel puede afirmar que está cumpliendo con las leyes del combate, pero pocos fuera de Israel han aceptado esa argumentación al ver que la mortalidad y los daños han sido tan dispares en cada uno de los bandos. En situaciones de extrema asimetría, una nueva medida de proporcionalidad entra en el cálculo ético: la proporcionalidad del daño total. La no selectividad de los cohetes palestinos no es, desde este punto de vista, una medida de su ilegalidad, sino una medida de su potencial efectividad en infligir una lesión proporcional. Los palestinos confían en que los cohetes ajusten el dispar saldo.
La asimetría conduce a una especie de fracaso legal; la simetría en cuanto a los fines últimos conduce a otra. El derecho humanitario nunca ha sido capaz de confrontar los conflictos sobre la supervivencia nacional. Una demostración visible de esto es la pervivencia de las armas nucleares. Estas armas no son selectivas, y son completamente desproporcionadas respecto de cualquier fin político ordinario. Son por esa razón “ilegales”. Pero esa caracterización no logra comprender su función política, consistente en anunciar la condición de valor último que, para quien posee armas nucleares, tiene la existencia nacional: un valor tan grande como para amenazar la continuidad de la vida en la tierra.
Las armas nucleares no son el único instrumento con el que cuenta una política de valores últimos. Cada vez que una comunidad está dispuesta a sacrificarse en lugar de rendirse, están en juego cuestiones sobre valores últimos. Cuando sólo uno de los lados está a tal punto comprometido con prevalecer en un conflicto, es inevitable que gane. Por ello, las fuerzas anticoloniales siempre ganaron sus guerras de liberación. Cada vez que la violencia sea leída como sacrificio, el despliegue de más violencia no puede forzar la solución del conflicto. En dichos casos, el sacrificio no es percibido como un costo, sino como una reivindicación de los valores por los cuales se ha muerto. El martirio crea nuevos mártires.
Es por ello que la violencia no logrará crear una solución al conflicto palestino-israelí; al menos, ninguna distinta al desencadenamiento de violencia apocalíptica sobre alguno de los dos bandos. Ambas partes ven un valor último en juego. El conflicto entre dos bandos igualmente dispuestos a sacrificarse no puede ser resuelto apelando a la ley; eso sólo lo puede lograr el equilibrio del terror. Así, los israelíes pretenden luchar dentro de los márgenes de la ley, pero saben que su arma más eficaz es el “daño colateral”. Los palestinos, por su parte, intentan arrojar sobre la población israelí una amenaza similar de violencia directa. Ninguno de los bandos, sin embargo, puede permitirse que dicho equilibrio se salga completamente de control sin ponerlo todo en riesgo.
La violencia de estas últimas semanas nos enseña una vez más que la ley no crea las condiciones para el orden político, sino que la ley presupone la existencia de un orden político. Antes de que podamos tener leyes, debemos tener una comunidad basada en intereses comunes. Curiosamente, esto es cierto incluso en el caso de las leyes sobre la guerra: ellas fueron diseñadas para regular los conflictos entre naciones ya comprometidas a convivir en el largo plazo. Sin ese compromiso común, el equilibrio de la amenaza es la única base de la moderación. Los israelíes y los palestinos han experimentado desde hace varias generaciones la realidad de la política situada más allá de la legalidad. Se han convertido en expertos en el manejo de la violencia, ya que ninguno de las bandos parece seguir un programa razonable para la solución del conflicto político.
Del mismo modo que la ley no puede crear una comunidad entre pueblos que se ven mutuamente como enemigos, asimismo tampoco puede mantener unida a una comunidad una vez que los lazos de la amistad política fracasan. Cuando las comunidades se embarcan violentamente en la secesión, sus conflictos no son resueltos legalmente. De hecho, la secesión representa el fracaso de la ley. La ley no nos puede decir qué pueblos debieran constituir un Estado, o qué fronteras debieran demarcarlos. Tanto la unión como la disolución de los Estados involucran más de lo que la ley puede ofrecer. Cuando tal conflicto se vuelve violento, como ha ocurrido en Ucrania, sólo nos queda esperar que podamos confiar en el juicio de los políticos, pues la ley no tiene nada útil que decir.
(*) Texto publicado en Red Seca.cl