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“La vida nos cambió cuando llegamos a La Pintana”

Benito Baranda
Por : Benito Baranda Convencional Constituyente, Distrito 12
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Conozco y veo diariamente a las nuevas generaciones hambrientas de coherencias, cansadas con la hipocresía, molestas con las injusticias y agotadas con las promesas. Ellos y ellas pueden darnos mucho oxígeno a esta sociedad chilena asfixiada y atemorizada; es por el camino de la cohesión social, de la justicia, por el que hay que avanzar, aunque ello no luzca (como ya lo decía el Padre Hurtado), no venda, lleve pocos reconocimientos públicos, ya que es silencioso y tiene aún pocos adherentes convencidos de verdad, pero las nuevas generaciones lo quieren y lo esperan, lo ambicionan y sueñan.


El hermano del fallecido Sergio daba un duro testimonio, al igual que su madre, de las condiciones de vida en los barrios marginales de Santiago y de Chile. Esa es la realidad, no toda pero sí una parte importante de ella. Las personas y familias en estos barrios de exclusión son iguales que las que viven en el resto de los otros barrios: tienen los mismos sueños y luchan a diario por salir adelante. Sin embargo, el contexto, la exacerbación de la segregación, la conformación de guetos y las oportunidades desiguales horadan los esfuerzos, hacen muy pesada la pista de la promoción y ponen obstáculos para los cuales las políticas públicas no están preparadas (saboteándose a ellas mismas) o no cuentan con los recursos para enfrentarlos. Si bien los guetos los construyó el mismo Estado –y con nuestros impuestos–, la mayor cantidad de los ciudadanos en Chile no quieren vivir al lado de las personas en pobreza, prefieren ayudarlos de lejos por intermedio de alguna Fundación, pero no tenerlos cerca. Aunque esto implicase efectivamente solidarizar diariamente con ellos y trabajar de manera eficiente por la justicia. Aunque no lo manifiestan, los sienten como “leprosos” que los podrían contagiar, que afectarían a sus hijos, que les generarían inseguridad, aumentando el miedo y la desconfianza, por ello es que silenciosamente están de acuerdo en que vivan en los extramuros de nuestras ciudades (que se les ayude a “distancia”) aunque eso les termine arruinando la vida y confabulando contra la inclusión.

Son muchos los actores involucrados en la conformación de estos barrios intencionalmente segregados, y entremedio de todos ellos el bien común se pierde. No solo hay que ser eficiente sino que también eficaz, ya que lo aparentemente barato en política pública generalmente termina siendo muy caro por los daños que esa misma política provoca con su acción. Eso es lo que ha ocurrido con la de vivienda. Lo más patético es que si uno suma todo lo que el Estado luego invierte en estos barrios, en su conectividad, en sus servicios, en seguridad, etc., y lo que las mismas personas terminan gastando (por ejemplo, en movilización), hace subir por lo menos en tres los valores iniciales de las viviendas, lo que demuestra que incluso el argumento inicial de la eficiencia en el gasto guiado por el mercado (viviendas construidas en serie, baratas en suelos baratos) termina siendo una falacia, es como el opio del autoengaño, pues esos mismos que las promovieron y defendieron no llevarían a sus familias a vivir a lo que construyeron .

[cita]Conozco y veo diariamente a las nuevas generaciones hambrientas de coherencias, cansadas con la hipocresía, molestas con las injusticias y agotadas con las promesas. Ellos y ellas pueden darnos mucho oxígeno a esta sociedad chilena asfixiada y atemorizada; es por el camino de la cohesión social, de la justicia, por el que hay que avanzar, aunque ello no luzca (como ya lo decía el Padre Hurtado), no venda, lleve pocos reconocimientos públicos, ya que es silencioso y tiene aún pocos adherentes convencidos de verdad, pero las nuevas generaciones lo quieren y lo esperan, lo ambicionan y sueñan.[/cita]

No podemos ser ciegos a lo que les sucede a cientos de miles de jóvenes en Chile, otros “Sergios” que están ahí. La fotografía muestra ya hace algún tiempo que cerca de 600.000 no trabajan ni estudian, de ellos 200.000 en 18 meses nunca han trabajado ni estudiado; el 40% de los adolescentes de nuestras poblaciones no está hoy en la Enseñanza Media, los índices de segmentación educacional, consumo de alcohol, drogas y la tasa de suicidios juveniles nos ponen a la cabeza de estos indeseables rankings en nuestro continente. Podríamos enumerar otras adversidades que son una auténtica letanía y un grito permanente alimentado por una profunda frustración (por ratos aullido) que no queremos ver ni escuchar. Es tan brutal la pasividad en todos los estamentos de la sociedad que preferimos en los últimos años entregar en bonos más de US $ 1.800 millones y no focalizarlos en esas mismas familias, pero desde la inclusión de sus jóvenes hijos e hijas que están fuera de la sociedad; lamentablemente, esto último vende menos y genera poca publicidad.

En esto me parece que hay que ir “en contra” del “sentido común”. En efecto, cuando éste implica la prolongación de graves injusticias, arbitrariedades, atropellos a la dignidad y aberrantes privaciones de libertad (mala calidad de la educación, salarios de hambre y encierro en barrios segregados), es urgente denunciarlos y decir basta, inclusive a aquellos que ostentando el poder han tratado de acomodarse e ignorar esta “eterna” postergación.

Y a propósito del tan mencionado “sentido común” (que fue cómplice de tantas atrocidades en la historia de la humanidad) me he hecho estos días varias preguntas al respecto de lo que está ocurriendo en nuestras ciudades y poblaciones: ¿quién inventó el argumento del mercado para pagar los salarios de hambre, mandar a vivir a las familias con menos ingresos a la periferia, proveerles una atención de salud humillante, además usando ese caprichoso argumento de la “eficiencia”?, ¿quién nos ha convencido que segregados vivimos mejor, que en “burbujas sociales” somos más felices, que allí nuestros hijos se realizan “sin contaminación” al no juntarse con “diferentes”?, ¿quién mandó a vivir a estas familias a guetos, quién decidió pagar pocos impuestos? (o evadirlos con la antiética “eficiencia tributaria”), ¿quién nos dijo que era mejor que cada cual optará por la educación, salud, pensión, vivienda, etc., que quisiera (privilegiando a los ya privilegiados), empobreciendo y relegando al resto?, por último ¿quién nos metió en el alma la ambición por el éxito, el prestigio, el poder como las metas más importantes de la existencia sofocando los deseos de servicio, justicia y amor hacia los demás?

Sugiero que para avanzar nos pongamos en el lugar de las familias que como la del difunto Sergio viven a diario esta realidad. Nos podemos preguntar (comparándolo con lo que ocurre en otros estratos sociales) ¿qué hace con un niño viviendo en esos guetos al que se le detectan tempranamente trastornos en su desarrollo, dificultades en su personalidad, etc.?, ¿cómo pueden vivir dignamente con los salarios que ganan?, ¿qué oferta educacional atractiva y pertinente les tenemos a estos jóvenes?

Muchos de los que cada domingo reflexionamos acerca del amor, la justicia y la solidaridad, el lunes ya se nos olvida y retomamos prácticas excluyentes, egoístas y en algunos casos codiciosas. Esto el diccionario lo define como hipocresía y bastante de lo que ha pasado estos días huele a ello.

Se me ocurre que sería un buen paso también que quienes no vivimos en estos barrios nos vayamos a vivir por lo menos cerca de ellos, que la residencia de la Presidencia se construya en uno (o al lado), que diputados y senadores vivan en su territorio (en el más vulnerable de sus distritos o circunscripciones) y que por el tiempo que son ministros éstos se trasladen a residir a estos lugares, para ver a Chile con otros ojos, desde los de esa mayoría que soporta condiciones de vida altamente injustas. Como decía Gabriela Mistral al referirse a la muerte del Padre Hurtado: “Y alguna mano fiel ponga por mí unas cuantas ramas de aromo o de ‘pluma Silesta’ sobre la sepultura de este dormido que tal vez será un desvelado y un afligido mientras nosotros no paguemos las deudas contraídas con el pueblo chileno, viejo acreedor silencioso y paciente”.

No es la prisa lo que me mueve a escribir estas líneas, es la urgencia postergada por muchos siglos de indiferencia. Tuve estas semanas que estar en los extremos de los servicios, dar una charla en un colegio en el barrio alto y luego otra en uno de un sector popular, visitar un enfermo en una clínica del sector oriente y a otro en un hospital público, tomar movilización en la parte más alta de la ciudad entre parques y amplias veredas, y posteriormente hacer lo mismo para llegar al extremo del sector sur entre los árboles secos del corredor de Santa Rosa (donde antes había unos hermosos y frondosos pimientos) y los terrenos eriazos donde el Estado dejó abandonada a la prometida mitigación por la construcción de la entrada sur de Santiago; además, al ir a uno de los pocos cajeros automáticos que hay por estos barrios marginales, a la persona que estaba delante de mí no le salió el dinero (salario mínimo) y se le cargó el descuento en medio de su desesperación (un sueldo que no le permite salir de la pobreza). Como “guinda de la torta”, al viajar al sur por trabajo, me tocó escuchar una conversación en el aeropuerto de dos jóvenes ejecutivos de empresas que despotricaban contra la reforma tributaria usando el argumento de que “ahora iban a aumentar los días en que trabajarían para el Estado, ya que les robarían más dinero”.

Sin embargo, conozco y veo diariamente a las nuevas generaciones hambrientas de coherencias, cansadas con la hipocresía, molestas con las injusticias y agotadas con las promesas. Ellos y ellas pueden darnos mucho oxígeno a esta sociedad chilena asfixiada y atemorizada; es por el camino de la cohesión social, de la justicia, por el que hay que avanzar, aunque ello no luzca (como ya lo decía el Padre Hurtado), no venda, lleve pocos reconocimientos públicos, ya que es silencioso y tiene aún pocos adherentes convencidos de verdad, pero las nuevas generaciones lo quieren y lo esperan, lo ambicionan y sueñan. Aún hay tiempo para vivir diferente, hacer las cosas de manera distinta y habitar el territorio de una forma más humana, solo esto nos permitirá un Chile más feliz, inclusivo y justo en las próximas décadas, para que de verdad la muerte de Sergio y de tantos otros no sea en vano.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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