La principal bandera que enarbolan quienes defienden las instituciones más representativas de nuestro modelo es la de la libertad, en particular, se apela siempre a dos de sus “subcategorías”: la de elegir y la de mercado. Como existe abundante información acerca de lo pernicioso que resulta lo segundo en materia de derechos sociales, es más interesante analizar la primera categoría, ya que no sólo revive una vieja y reveladora discusión entre izquierda y derecha respecto del dinero y su influencia en la libertad de las personas, sino que también nos permite generar consenso acerca de qué entendemos, o qué deberíamos entender, por el concepto de libertad, en una forma más amplia y general que la versión mercantil.
Cada vez que alguien osa proponer alguna reforma a, por ejemplo, el sistema previsional, el modelo de salud o el sistema educativo, los guardianes del modelo articulan la misma frase: “Se está atentando en contra de la libertad de elegir”. Esta forma de defender la institucionalidad neoliberal es interesante, pues, al tiempo que evita la crítica estructural –todo pasaría por una mayor inyección de recursos, no por cambios institucionales profundos–, aparenta cierta empatía social que, en la práctica, no existe. Y aquí yace, a mi juicio, una de las principales trampas de quienes pretenden conservar el statuo quo: El ofrecimiento de libertades atomizadas para restringir una libertad real.
La falsa empatía de quienes dicen defender la libertad de elegir trae al presente una discusión clásica sobre el dinero y la libertad, muy bien resumida y argumentada por Gerald Cohen en Libertad y Dinero (2000): La derecha dice que todos somos igualmente libres y, por consiguiente, la falta de recursos no implica falta de libertad, mientras que la izquierda, naturalmente, señala lo contrario. Cohen muestra brillantemente, aunque no parezca necesario demostrar algo tan evidente, por qué lo segundo es cierto (“¿Quién sino alguien que hubiese abrazado una teoría filosófica mal concebida negaría que el hecho de disponer de un automóvil y de saber conducir aumenta mi libertad para desplazarme en Londres, y que no tenerlo o no saber conducir la disminuye? En consecuencia, basta con que falte la capacidad para que no haya libertad: cuando me torno incapaz de conducir porque carezco de los medios necesarios para realizar esa acción, me veo privado de una libertad”) y revela una verdad incómoda para el conservadurismo: “La derecha se proclama defensora de un valor humano universal, la libertad, pero cuando quedan al descubierto sus errores conceptuales y sus trucos verbales, se comprueba que lo que realmente ofrece […] es una defensa del derecho de propiedad privada. Lo único que defienden aquí es la libertad de los que poseen bienes”. Es decir, aquella aparentemente filantrópica defensa a la libertad de las personas no es más que un artilugio para proteger lo que realmente le importa a la derecha, que es el consumo. Es más, en Chile esto se hace particularmente evidente al revisar el “combate a la pobreza” en los últimos 40 años: Se endeudó a las capas pobres de la población, se les bautizó como “clase media” y se les asignó una “épica” de superación y de movilidad de clase, es decir, sin derechos sociales y con la nociva semilla del arribismo.
Así, el endeudamiento abrió un abanico de posibilidades para las personas de escasos recursos y las hizo sentirse “libres”, a pesar de lo esclavizantes que pueden resultar las tasas del retail y la banca, además de la baja calidad de vida a la que debe someterse quien desee acceder a la “felicidad” prometida por el modelo mediante el consumo. Al igual que aquel experimento en el que el grupo de personas que eligió el brazo en el que recibieron un pinchazo reportó menor dolor que aquel grupo que no pudo elegir, la falta de libertad real se “anestesió” mediante libertades menores. De esta manera, las personas podemos elegir entre varios colegios, miles de planes de salud o distintas AFP, pero obtenemos, en general, mala educación, salud cara y colapsada, y pensiones de pobreza. Es decir, elegimos el brazo, pero no podemos escoger si recibimos o no, el pinchazo.
La conclusión que podemos obtener ante lo anterior es que no siempre la libertad de elegir se traduce en calidad de vida y que, en ocasiones, es necesario restringir ciertas elecciones para obtener una libertad mucho mayor. Este es el caso, por ejemplo, del sistema público de salud de Inglaterra, que funciona según el principio de universalidad (cada quien obtiene según su necesidad y aporta según su capacidad) y que entrega altos estándares de calidad a pesar de no existir la posibilidad de escoger entre una cantidad irrisoria de planes de salud. Es el caso, también, de la educación finlandesa, la que, al no existir copago, selección o fines de lucro, no quita directamente la posibilidad a las personas de escoger colegios, pero sí la restringe considerablemente en pos de una calidad general mucho mayor. Y no es necesario establecer que una persona más sana y mejor educada es, a todas luces, más libre.
Cuando se discuta sobre libertad, entonces, que se haga en serio, es decir, pensando en el bien común y no en proteger modelos fracasados para llenar los bolsillos de una minoría, mientras se genera, en la gran mayoría, una ilusión de libertad inexistente mediante la posibilidad de tomar miles de decisiones menores y condicionadas por el dinero que, al final del día, no se traducen ni en mejor calidad de vida ni en real libertad. Como dijo Gramsci desde la cárcel (¡Qué mejor lugar para escribir sobre libertad!): “Se ve que ser partidario de la libertad en abstracto no sirve para nada, es simplemente una posición de hombre de escritorio que estudia los hechos del pasado, pero no de hombre actual partícipe de la lucha de su tiempo”.
(*) Texto escrito en El Quinto Poder.cl