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La crisis intelectual de la derecha en sus libros IV: Jovino Novoa: con la fuerza de la libertad Opinión

La crisis intelectual de la derecha en sus libros IV: Jovino Novoa: con la fuerza de la libertad

Hugo Eduardo Herrera
Por : Hugo Eduardo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales.
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Es difícil que Novoa pueda alcanzar plena consciencia de los alcances de la situación existencial del Chile actual, de su pueblo, de los postergados, de las provincias, pues, si en los pensamientos es presa de un marco conceptual estrecho, en los sentimientos mantiene una actitud de distancia con el prójimo.


El libro de Jovino Novoa es el menos pretencioso de los tres que comentaré aquí (se da el lujo de citar como fuente a Wikipedia, p. 78). Éste es la obra de un político viejo, inquieto ante las perturbaciones del presente. Su diagnóstico es bastante simple. De un lado, se encuentra una izquierda que “ha metido la cola” (p. 37) en los asuntos nacionales. El “modus operandi” de ella consiste en llevar adelante la “satanización” y la “demonización” del “empresariado” y el “lucro” (cap. 2). Esa izquierda parece querer alteraciones radicales, como en la época de los socialismos reales, demoler las bases del mercado y la democracia, buscando un “cambio total de las reglas del juego” (p. 28), “derribar en su totalidad” el sistema (p. 40).

Marx es omnipresente. La izquierda no sólo emplea todavía una “retórica marxista” (p. 26), sino que “lee” los acontecimientos “en clave marxista” (p. 28), y su intención es “mantener vivas las divisiones y odios del pasado” (p. 26). Al frente de este engendro se ubica una derecha que no hace o hace muy poco “trabajo intelectual” o “filosófico” (pp. 30, 109). El énfasis de los adherentes a esta derecha en los negocios, la productividad y las cifras la han convertido en una alternativa “falta de contenido” (p. 21), con “desinterés por la cultura” e “indiferencia por la filosofía y el pensamiento político” (p. 123). No sólo de ideas andaría escasa la derecha, además tanta metalización que la afecta determina que en ella se soslayen los sentimientos (p. 180). Junto a la ausencia de suficiente ideología y de fuertes sentimientos, Novoa –moralista– detecta en la derecha cobardía para defender sus planteamientos, ella está hoy en día “avergonzada y acorralada” (p. 25), en ella hay “tibieza” (p. 173).

La solución que ofrece Novoa a este estado de cosas es simple también. Se trata de insistir en los principios del sector, a saber, en reafirmar la libertad individual como no-intervención en la esfera individual por parte del otro y del Estado, y defender el mercado (pp. 173-174). La estrategia ha de consistir en no dejar a estos principios abandonados a sí mismos, sino darles una justificación “valórica”, “ética”, “ideológica” (pp. 30, 123, 128, etc.). Da la impresión de que, para Novoa, la ideología, el pensamiento, la teoría no tuvieran un valor en sí mismos. Las tareas más apremiantes para él no son comprender diferenciadamente la realidad o desmenuzar con sutileza y sin reducciones las ideas del adversario. Menos aún involucrar a la derecha en un auténtico proceso de reflexión profunda. Antes que eso, el pensamiento y la teoría serían sencillas armas de combate, algo así como justificaciones a posteriori de unas verdades políticas tenidas de antemano. Ocurre, sin embargo, que las frágiles maneras que tiene el ser humano de comprender la realidad terminan corrompiéndose cuando se las instrumentaliza. La filosofía no es la abogada litigante que defiende la causa de quien la necesite y se pervierte si se la entiende de ese modo antes que como comprensión iluminadora y crítica de la realidad.

Novoa agrega que la defensa de esos principios e ideas de la derecha no puede prescindir de la relevancia de los sentimientos subjetivos, no se trata sólo de frías cifras, aunque tampoco simplemente de meros argumentos. Se requiere además dotar de pasión a la defensa derechista (pp. 178 ss.).

[cita] Habría que inquirir, empero, si acaso no es la versión chilena del “modelo”, con su resguardo irrestricto de la libertad de empresa y su subsidiariedad acentuadamente negativa, la que ha permitido el oligopolio en las farmacias, oligopolio que favorece, como es sabido, no fortuitamente, sino estructuralmente, no casual, sino causalmente, los abusos de los grandes respecto de los pequeños, y de tal suerte que las invocaciones de Novoa a la ética y la responsabilidad suenan a huecas e impotentes fórmulas ante el poder de una avidez institucionalizada. [/cita]

La simpleza del diagnóstico y de la propuesta parecen inscribirse de entrada como partes de otro intento fallido de otorgarle a la derecha herramientas discursivas más complejas y actualizadas. Esta impresión preliminar falla, sin embargo, al menos en algún grado, hacia las páginas finales del libro, donde prima un tono más constructivo y auténtico que el de las precedentes. El político viejo y experimentado, puesto ante la conclusión de su obra y el futuro, parece inclinarse hacia el realismo sincero, que vendría a predominar sobre las defensas y resistencias mentales del dogmático. Así, a diferencia de tanto burócrata del pensamiento en la derecha, Novoa no niega lo evidente: “No desconocemos la existencia de un cierto malestar social. Por el contrario” (p. 188). Afirma sin ambages la necesidad de “una actualización del proyecto que planteó el Chicago-Gremialismo”, habida cuenta que “han pasado más de treinta años desde que se sentaron las bases de una sociedad libre en Chile” (p. 184).

Pero sus confesiones de político viejo terminan siendo estériles. Novoa se encuentra atrapado en un marco conceptual estrecho. En lo que toca al discurso, no obstante que se percata del desajuste entre un relato de Guerra Fría y el nuevo contexto, no saca de allí consecuencia alguna. No puede sacarla, pues “los valores” que inspiran su proyecto “son los mismos”, no cambian (p. 184). Igual que entonces, ya entrados en la era del oligopolio, del centralismo y la urbanización incrementados, de la oligarquía política, para Novoa, empero, rige seguir insistiendo en aquellos “valores” que han posibilitado la instalación de esos problemas: libertad individual y subsidiariedad negativa a secas.

El reconocimiento del malestar es también, en último término, sin fruto. Novoa admite con acierto que el malestar “[n]o es un rechazo a la democracia ni a la economía de mercado”, pero luego agrega: “No es una voz en contra del modelo” (p. 188). Si “modelo” es la combinación de democracia y economía de mercado, la afirmación es correcta. El problema es que, encerrado en los límites de su marco conceptual, Novoa entiende por “modelo” la peculiarísima forma que han adquirido el mercado y la democracia entre nosotros: un mercado oligopólico y una democracia centralista y oligárquica, logrados precisamente gracias a la exagerada preponderancia que han tenido en Chile la subsidiariedad negativa y la libertad individual. Rechaza, en cambio, que el modelo pueda extenderse hacia una economía auténticamente social de mercado, con garantías mínimas razonables, incluidas algunas de ellas en la idea europea del Estado de Bienestar. Novoa es hostil a esta noción (pp. 95-96). Se apoya para criticarla, igual –según vimos ya– Luis Larraín, en la experiencia de países que simplemente han sido poco serios en la aplicación de ese modelo y desconociendo a aquellas naciones que son sus encarnaciones más egregias y responsables, y en las cuales se combinan las fuerzas de la libertad individual y el mérito (p. 41) con las del pueblo, la comunidad y la solidaridad nacional.

Un aspecto curiosamente llamativo del libro es la novedad del repertorio de autores a los cuales Novoa acude. Ellos ya no son Aristóteles o Santo Tomás (en la variante de Jaime Guzmán). Ahora se trata de Immanuel Kant (pp. 174-175), Thomas Hobbes (p. 173) y Humberto Maturana (pp. 178-179), junto con invocaciones más usuales pero vagas a una “tradición judeocristiana” (p. 174). La singular combinación que realiza Novoa de vertientes tan diversas se debe probablemente a que, ante la presión de la crisis intelectual del sector, el ex senador se pensó puesto frente a la tarea de buscar nuevas fuentes que vinieran a revitalizar el discurso de la derecha. Sin embargo, la novedad, que podría tener alguna fecundidad, es también esterilizada por el marco conceptual previo y atávico.

Combinaciones tan peregrinas de fuentes así de heterogéneas podrían haber obligado a Novoa a plantearse preguntas significativas, que él simplemente omite. Así, por ejemplo, ¿hasta dónde se dejan sostener a la vez, de un lado, el principio cristiano de la dignidad humana, leído kantianamente como la defensa de lo inconmensurable del ser humano (no tiene precio), frente a lo mensurable, a aquello “en cuyo lugar se puede poner otra cosa equivalente”, y, de otro lado, la defensa irrestricta del mercado, entendido como aquél dispositivo que se caracteriza precisamente porque en él todo es mensurable, incluso lo inconmensurable, es decir, tiene precio y no dignidad? O puesto con palabras distintas: ¿hasta qué punto resulta compatible –en términos kantianos– el carácter de fin en sí mismo de la humanidad con la consideración funcionalista o utilitaria del trabajador, o sea, en tanto que mero medio –fuerza de trabajo–, en el mercado, cuando el Estado se abstiene de intervenir?

Esta tensión cabe formularla también como el problema de la compatibilidad entre ética y mercado. Novoa dice que la ética ha de fundar o justificar el mercado (p. 128). Esta idea admite dos lecturas. O bien que se ha de subordinar el mercado a la ética, de tal suerte que en los casos más graves en los que el mercado vulnere la dignidad, la inconmensurabilidad, la imposibilidad de ponerle precio al ser humano, el mercado deba ser limitado (por medio del Estado), o bien que la ética debe subordinarse al mercado, volviéndola en una mera estrategia de legitimación de su acción manipuladora.

Novoa critica lo que llama el “relativismo moral”, que vuelve imposible “sostener valores absolutos” (p. 161). Sin embargo, no repara en la circunstancia –a la que he aludido– de que el mercado, defendido por él a ultranza, abandonado a sí mismo no es otra cosa que un mecanismo en el cual se reconoce, expresa y articula, precisamente, el relativismo moral. El mercado funciona a partir de la llamada “doctrina del valor”, según una lógica en virtud de la cual todo es traído a una unidad común de medida.

En esta lógica no hay, por definición, valores absolutos, algo así es una contradicción, pues el valor depende de quién valora. Querer que los seres humanos se comporten moralmente y defender, en el grado en que lo hace Novoa, el mercado, es absurdo, pues se trata de lógicas opuestas. Significa algo así como pedirles que, a la vez, sean relativistas (y reconozcan cualquier preferencia, con tal que se pague por ella) y no lo sean (suspendan los cálculos en sus cabezas en ciertos momentos).

Tampoco repara Novoa en la tensión que existe entre el principio liberal, que defiende con Kant y Hobbes, por una parte, y, por otra, el principio democrático, en virtud del cual es legítimo que las decisiones de la mayoría se impongan incluso contra la voluntad individual. Ni en otra variante de esta tensión, a saber, entre el principio liberal de protección de la libertad individual como “no intromisión”, de una parte, y, de otra, el principio republicano según el cual la plenitud humana no puede escindirse de una actividad colaborativa y deliberativa que lleva adelante el ser humano en conjunto con sus semejantes.

Seguramente estos problemas están fuera de las preocupaciones del político Novoa y no sea adecuado espetarle el que no los plantee y aborde. Pero lo que sí se puede hacer con plena justificación es criticar su intento de soslayar que el particular modo que adoptan la economía de mercado y el sistema político en Chile presentan aspectos difícilmente compatibles con la libertad y la dignidad humanas. Señala, por ejemplo, que “las reglas del juego no están siendo cuestionadas, sino […] el incumplimiento de estas por parte de algunos actores” (p. 37). Sin embargo, a esta altura cabe preguntar si los defectos más llamativos del sistema chileno pueden ser considerados simplemente como el “incumplimiento” de reglas o no son, en cambio, partes constitutivas de la peculiaridad de la versión del capitalismo que reside acá. Piénsese, por ejemplo, en lo que Novoa califica como la “supuesta colusión del sector farmacéutico en 2009” (p. 39). Una lectura como la de Novoa se inclinaría a ver allí un incumplimiento de las reglas del modelo. Habría que inquirir, empero, si acaso no es la versión chilena del “modelo”, con su resguardo irrestricto de la libertad de empresa y su subsidiariedad acentuadamente negativa, la que ha permitido el oligopolio en las farmacias, oligopolio que favorece, como es sabido, no fortuitamente, sino estructuralmente, no casual, sino causalmente, los abusos de los grandes respecto de los pequeños, y de tal suerte que las invocaciones de Novoa a la ética y la responsabilidad suenan a huecas e impotentes fórmulas ante el poder de una avidez institucionalizada.

Es difícil que Novoa pueda alcanzar plena consciencia de los alcances de la situación existencial del Chile actual, de su pueblo, de los postergados, de las provincias, pues, si en los pensamientos es presa de un marco conceptual estrecho, en los sentimientos mantiene una actitud de distancia con el prójimo. “‘La angustia del deudor’” nos dice –así: entre comillas– “es un fenómeno demasiado subjetivo como para fundar en él una tesis seria de descontento extendido” (p. 56). Sólo alguien para quien no existe la posibilidad de caer en el abismo de los sin crédito, en el vacío del proletariado sin seguridades, en la ruina de la rueda del mercado sin redes de protección suficientes, puede expresarse de un modo tan distante respecto del temor probablemente más agudo –junto con la enfermedad– que aqueja hoy a los chilenos. A partir de esta actitud se explican también otras posiciones idiosincráticas de Novoa, como su pasividad frente a un “capitalismo de triquiñuelas” (p. 68), o su afirmación de que el clamor muchas veces desgarrado de chilenos postergados “[e]s la democracia funcionando” (p. 58), o que llame “mundo irreal” al objeto de los anhelos de una convivencia nacional que no pivote en el mall como forma de esparcimiento y el endeudamiento más allá de la capacidad de pago (pp. 40-41); o que se solace en la desigualdad, desconociendo que gran parte de los “méritos” que se atribuye a los agentes en el mercado dependen de la cuna, incluidos los contactos, la herencia y el acceso a la cultura (pp. 89-90); o que no sólo no condene o quiera restringir, sino que aplauda el oligopolio, cuando afirma que “[l]as empresas son buenas sin importar su tamaño” (p. 94); o que rechace simplemente “las prestaciones de salud gratuita y para todos” (p. 95); o valore, sin aclaraciones, la exigencia de que “cada persona se responsabilice de su futuro” (p. 133) y no haya en él palabras para los débiles, los inútiles, los inadaptables al mecanismo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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