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Reformas, derechos y mercancías

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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¿Se puede alegar que la educación, salud, previsión, agua, alimentación, seguridad, vivienda, vestuario no son “derechos”, sólo porque los ciudadanos tengan el espacio para proveerlos e intercambiarlos libremente como “mercancías”, si es que la compraventa se realiza con apego a la ley y las normas del derecho legitimado por mayorías democráticas? ¿No será esta solución como eliminar la aviación para terminar con los accidentes aéreos?


Se repite hasta la saciedad que la educación, la salud, la previsión, el agua y, en fin, otra serie de bienes y servicios básicos son “derechos” y “no mercancías”, es decir, no se deberían “ni vender ni comprar”, pues, siendo “derechos”, las personas deben tener sobre ellos propiedad, o sea, poder inmediato y directo que puede ser ejercido y hecho valer ante todos, gozando y disponiendo de éstos arbitrariamente, siempre y cuando dicho ejercicio no sea contra la ley o el derecho ajeno, si hemos de seguir la definición del concepto desarrollada por Andrés Bello, en el artículo 582 del Código Civil chileno.

Si bien es deseable que la educación, salud, previsión, agua y, por qué no, la seguridad, alimentación, vivienda, vestuario y otros, sean bienes a los que todo ser humano tiene “derecho”, para que aquello ocurra, primero es necesario que tales bienes estén efectivamente a disposición, de modo que ese “derecho” pueda efectivamente ser ejercido. De otra forma, la oferta es pura palabrería.

Para que estos “derechos” sean ejecutables, la lógica nos pide, al menos, que el bien sea útil; que sea susceptible de ocupar y que exista en cantidad limitada, pues, si es infinito, su derecho de uso y goce está asegurado para todos, haciendo innecesario el concepto mismo de “derecho”. Es decir, lo limitado estimula la conservación del bien y ésta, para sustentarse, se transforma en derecho de propiedad. Como señalaba Hume, en el siglo XVIII, si todos los bienes fueran ilimitados y estuvieran disponibles para todos, la propiedad pierde sentido. Y, con ella, también el Estado, el propio derecho, ejércitos, policía, o cualquier modo de producción, pues estamos en el paraíso de la abundancia infinita.

Es cierto que la humanidad ha experimentado históricamente con distintos modelos de propiedad para administrar la escasez. Pero en cualquier caso, dada la escasez, los grupos humanos se han enfrentado a la necesidad de seleccionar o discriminar a los beneficiarios de dichos bienes. El manejo de la restricción se ha realizado, entonces, mediante el derecho de propiedad (privada, mixta o estatal) y se viabiliza desde algún tipo de poder vigente.

[cita]¿Se puede alegar que la educación, salud, previsión, agua, alimentación, seguridad, vivienda, vestuario no son “derechos”, sólo porque los ciudadanos tengan el espacio para proveerlos e intercambiarlos libremente como “mercancías”, si es que la compraventa se realiza con apego a la ley y las normas del derecho legitimado por mayorías democráticas? ¿No será esta solución como eliminar la aviación para terminar con los accidentes aéreos?[/cita]

La educación Básica y Media en Chile, por ejemplo, ha tenido propietarios oferentes públicos y privados en diversas formas de organización institucional. Desde hace alrededor de un siglo, la democracia chilena la ha considerado un “derecho” y, como tal, gratuito. Pero ha sido escaso debido a un Estado tradicionalmente deficitario, producto de la incapacidad nacional de generar abundancia de bienes y servicios necesarios para suplir este y otros derechos proclamados. Es decir, el ejercicio de este “derecho” ha sido discriminatorio y no universal, como varios otros.

Dicha restricción se manejó por años a través del dinero y/o la influencia –es testigo de aquello el 20% de personas en extrema pobreza que llegó a mostrar Chile en décadas pasadas–, lo que obligó a buscar su extensión, integrando recursos y participación de ciudadanos interesados en abastecer las insuficiencias de oferta fiscal, bajo el contrato de retribuir esa inversión en capital y tiempo con utilidades (ganancia o lucro). Para ello, el Estado dispuso subsidios, según derecho público; y copagos, según derecho privado. Así, un derecho proclamado, que no estaba siendo servido, se suplió casi universalmente.

Aun aceptando que, dada su definición, la educación se fue transformando en “mercancía”, en la medida que se puede “vender o comprar”, ésta siguió siendo entendida como “derecho”, pues el Estado siguió proveyendo gratuitamente la parte que conseguía financiar, mientras que normaba a los particulares que hicieron lo suyo con recursos propios, fiscales y de los apoderados, recibiendo como contraparte una ganancia para recuperar el tiempo y dinero invertidos.

Así, “derecho” y “mercancía” se tocaron, aunque no como opuestos, sino como complementos, pues un derecho que el Estado no servía universalmente, fue subsidiado por los particulares. Cumplida la meta en cantidad, después de años, al incluir en la ecuación la igualdad, emergió la exigencia de calidad. Pero curiosamente, en ese proceso, la educación fiscal-municipal fue perdiendo presencia –es decir, las personas la desfavorecieron, aun siendo gratuita–, mientras la particular subvencionada aumentó su participación. Es decir, el “derecho” convivió con la “mercancía” y cuando se consiguió el acceso casi universal a la educación (como derecho y/o mercancía) la calidad de unos despertó las naturales exigencias de igualdad de los otros.

Algo similar se podría decir respecto al derecho a la salud, cuya oferta mixta actual se encuentra en entredicho público, aun con la evidencia de que el Estado ha sido incapaz de ofrecer su real ejercicio por sí solo a todos los ciudadanos (baste ver las listas de espera). Para qué hablar de servicios como la seguridad ciudadana, provista, además de nuestras policías, por guardianes privados en distintos barrios a los que no alcanza esta protección estatal. Y hasta la política, cuya gestión –eminentemente social y ciudadana– debe ser hoy financiada por empresas para poder operar.

La transformación en “mercancía” de ciertos “derechos” ha sido, pues, el resultado de una insuficiente oferta de un Estado crónicamente deficitario, al que, adicionalmente, se le exige cada vez más, pero respecto del cual la mayoría rechazamos financiarlo adecuadamente. Sus evidentes insuficiencias solo se han podido superar gracias a la apertura social hacia una “oferta complementaria privada”.

Para ello, empero, es exigible, al menos, la vigencia de un derecho de “propiedad” estable, que asegure un lapso de recuperación de la legítima retribución al dueño, para evitar el peligro de que esos bienes y servicios dejen de producirse, volviendo a la escasez que obligó al Estado a extender el abastecimiento de esos derechos a los particulares, cuya legitimidad, en todo caso, se construye y consolida mediante la retribución que estos hacen a la sociedad, entregando el bien o servicio producido en cantidad, calidad y precio de equilibrio con la demanda social.

De allí que la “propiedad”, o lo que es lo mismo, el manejo autorizado o legítimo de las restricciones de oferta de ciertos bienes y servicios limitados, no solo sea la base para asegurar la existencia de esos bienes sino también del orden social, la resolución pacífica de los conflictos y una democracia abierta.

Es cierto. La propiedad puede ser también colectiva, v. gr. por nacionalización de las riquezas naturales, para que sus frutos efectivamente sean repartidos en beneficio del conjunto. Pero aquí también se cumple el hecho de que el Estado debe proclamarse propietario, lo que implica el subentendido de que estamos ante un bien escaso, que debe ser protegido y, por consiguiente, que su uso y goce estarán restringidos en su distribución y se exigirá por él una retribución de parte de quienes lo demanden.

La propiedad personal, particular o privada sigue igual lógica. Por eso, los Estados modernos la han garantizado constitucionalmente y es uno de los derechos protegidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tanto por su valor económico como por su impacto en la construcción de identidad de las personas. Por cierto, la mayor o menor presencia de uno u otro tipo de propiedad en las sociedades es un asunto ideológico pendiente.

Así y todo, la experiencia nos muestra que en países en donde la “propiedad” se ha hecho ampliamente colectiva, como en ciertos socialismos, los ciudadanos terminan por no contar con ese “poder inmediato y directo” de “uso y goce” sobre los bienes supuestamente “sociales”. En los hechos, la propiedad “social” termina siendo cooptada por los grupos de poder a cargo del Estado, haciendo el intercambio opaco e inflexible, e impactando negativamente la iniciativa económica privada, lo que arrastra al conjunto a la escasez de los bienes sobre los cuales todos debían tener derecho.

Las naciones que, en cambio, muestran mayor vitalidad y crecimiento, son las que, asegurando el derecho de propiedad, han trasladado a sus ciudadanos las decisiones de qué, cómo, cuándo y para quiénes producir bienes y servicios diversos, dejando  esa tarea a la creatividad e iniciativa individual o de grupos y ampliando así el número de mercancías y mercados. El Estado juega en ellas el papel rector/supervisor en materia de control y aplicación del derecho, no obstante las desigualdades que, en ambientes de libertad, genera la acumulación de riqueza y, a través de la cual, se ha hecho posible el surgimiento de nuevas injusticias derivadas del enorme poder que dicho acopio permite y que puede llegar a pervertir el derecho, la sana competencia y las libertades de los demás, como hemos visto en los últimos años.

Pero transferir al Estado demasiados derechos de propiedad, intencionalmente, o como consecuencia de malas políticas que pretenden así eliminar tales injusticias o desigualdades, termina por otorgarle a éste una potestad aún mayor a su ya tremendo poder de administración, uso exclusivo de la fuerza y dictación de leyes y normas. Además, el sustraer de las manos de los ciudadanos la iniciativa y propiedad de sus emprendimientos –vía impuestos y exacciones–, aumentando artificialmente la participación del Estado en áreas con suficiente oferta privada, no asegura que esos bienes “mercancías” se transformarán en “derechos”; si es una mala administración estatal, los torna escasos.

Es decir, ¿se puede alegar que la educación, salud, previsión, agua, alimentación, seguridad, vivienda, vestuario no son “derechos”, sólo porque los ciudadanos tengan el espacio para proveerlos e intercambiarlos libremente como “mercancías”, si es que la compraventa se realiza con apego a la ley y las normas del derecho legitimado por mayorías democráticas? ¿No será esta solución como eliminar la aviación para terminar con los accidentes aéreos?

Es cierto, las sociedades democráticas pueden elegir el modo en que desean vivir, así como las formas de relacionarse con los poderes legítimos o de facto que aquellas comprenden en su forma y fondo. Su sana división de poderes nos entrega aún instrumentos que nos permiten defender nuestros intereses, así como participar y optar periódicamente por aquellos dirigentes que interpretan mejor el modo de vivir de cada cual. Sin embargo, ninguna persona o grupo de personas puede pretender que el suyo sea el mejor, e intentar, por ello, negar a otros los suyos. En eso consiste una sociedad democrática, libre, abierta y tolerante, en la que los bienes y servicios son proveídos por una ciudadanía participativa, que siempre es más diversa y plural que el monopolio del Estado, donde, según Gabriela Mistral, «es Napoleón el que educa».

Y si bien una mayoría de chilenos eligió avanzar hacia un conjunto de reformas que se estiman necesarias para disminuir desigualdades de acceso respecto de una serie de “bienes y servicios mercancías”, habrá que ver, en su estudio y materialización, si los cambios los transforman realmente en “derechos ejercitables”. Lo peor sería que, por tozudez ideológica, terminemos sin “mercancías” ni “derechos”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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