Bellolio puede pecar por el lado de atacar una realidad en sus peores versiones; pero eso no quita que lo que critica muchas veces está frente a nuestras narices, y por supuesto es culpa de los propios creyentes si se deja a nuestros conciudadanos ateos el monopolio de la crítica a la superstición.
No es frecuente que en Chile se publique libros con intención polémica sobre la religión –un género que en otras latitudes puede llenar vitrinas. No es de extrañar así la relativa popularidad (para los estándares nacionales de lectura) que alcanzó el reciente libro de Cristóbal Bellolio, Ateos fuera del clóset. En medio de la actual oleada de discusiones sobre religión y vida pública deben ser bienvenidos –y deben ser objeto de discusión- tales intentos por efectivamente poner las cartas sobre la mesa.
La recargada pretensión de enfant terrible es tal vez su principal vicio de estilo. Pero va de la mano de una sana apertura al conflicto, una inclinación por la “mera” tolerancia en lugar de los llamados a la valoración positiva de los estilos de vida rivales (p. 250). En medio de la hipersensibilidad de nuestra cultura eso es un verdadero alivio. Por lo de más, como en sus columnas, la prosa de Bellolio es en general grata de leer.
El libro comienza con algo de reflexión autobiográfica que explica el surgimiento del mismo. A ratos cae ahí en sugerencias algo grandilocuentes respecto de cuán “sitiados” vivirían en Chile ateos y librepensadores (p. 27). Tal puede haber sido el sentimiento de Bellolio en algún curso de Fundamentos Filosóficos del Derecho en la UC – habrá que esperar que ningún lector lo tome por descripción plausible del Chile presente. En cualquier caso, lo de Bellolio es un llamado a sus compañeros ateos para que las cosas no sigan, o no puedan volver a estar, así: que salgan del clóset, articulando sus posiciones con coherencia y honestidad.
[cita] Bellolio puede pecar por el lado de atacar una realidad en sus peores versiones; pero eso no quita que lo que critica muchas veces está frente a nuestras narices, y por supuesto es culpa de los propios creyentes si se deja a nuestros conciudadanos ateos el monopolio de la crítica a la superstición.[/cita]
Pero esa salida del clóset incluye un intento por dar cuenta de la posición contraria: el libro no busca solo articular la posición propia, sino ofrecer una crítica de la religión (y, situado en nuestro país, sobre todo de las formas en que aquí se manifiesta). Es, sin duda, la sección más débil del libro. Bellolio muestra conciencia de las dificultades de definir el concepto de religión, pero en lugar de entramparse en ellas opta por una definición ad hoc (p. 48-9) que le permite aislar al ateísmo de cualquier tinte de religión (p. 52-3). Sobre esa base procede luego a caracterizar la religión destacando como distintiva característica suya la “impermeabilidad ante la evidencia” (p. 56).
El lector mínimamente informado queda perplejo por las pruebas presentadas para esta tesis: por ejemplo, el “creo porque es absurdo” de Tertuliano. No solo habría que ponerse unos lentes muy peculiares para considerar a esa como la posición predominante en la historia del pensamiento cristiano. Ocurre, además, que en realidad ni el mismo Tertuliano escribió esa frase que se le imputa. Junto a esta falsa atribución, se busca luego probar la tesis a partir de la sugerencia de que las revelaciones se habrían dado “siempre [sic] en ausencia de testigos” (p. 58). La prueba es tan sorprendente como lo anterior: la ausencia de testigos cuando Saulo de Tarso “cayó del caballo” (p. 59). Pues ocurre que según el testimonio que tenemos (el único del que el propio Bellolio puede haber sacado su tesis) sí había testigos; lo que no había era caballos…
Este tipo de patinadas a la hora de mostrar que la religión es “inmune a la crítica y al examen racional” (p. 57) se encuentran con frecuencia en la primera mitad del libro. Sus páginas dejan entrever un interés genuino por la religión, pero el analfabetismo teológico de nuestro medio deja también aquí su huella. No es del todo de extrañar: los interlocutores de Bellolio no son Richard Swinburne, Alvin Plantinga o Robert Spaemann, ni tampoco pensadores cristianos de generaciones pretéritas, sino un elenco local que va desde diversos representantes del catolicismo nacional a los pastores-payasos Javier Soto y Ricardo Cid.
Pero eso nos recuerda que hacerle justicia es no leer el libro en abstracto, sino como un texto situado. Y, francamente, puede concordarse con mucho de lo que Bellolio crítica aquí: su descripción de la superstición, de las aproximaciones “terapéuticas” a la religión, y otros fenómenos por el estilo, sin duda tocan una realidad inquietante. En otras palabras, si el cristianismo que somete a crítica es una versión trasnochada o trastocada del mismo, no por eso es inexistente. Bellolio puede pecar por el lado de atacar una realidad en sus peores versiones; pero eso no quita que lo que critica muchas veces está frente a nuestras narices, y por supuesto es culpa de los propios creyentes si se deja a nuestros conciudadanos ateos el monopolio de la crítica a la superstición.
Al llegar a los últimos capítulos, donde se trata sobre política y religión, Bellolio está obviamente más en casa: quien disienta de sus conclusiones puede sin embargo leer con provecho el modo en que se describe las coordenadas del debate actual. Reina, sin embargo, ahí una singular pretensión: la de que lo secular es lo compartido (p. 232-233). Como es natural, tal posición se introduce en el contexto de la crítica a quienes son incapaces de “traducir” sus argumentos religiosos a una versión comprensible. Dicha crítica, sobra decirlo, muchas veces está justificada. Pero las convicciones morales defendidas en el libro obviamente dependen de una visión de mundo tan particular como cualquier otra, y al hacerlas pasar por compartidas se corre el serio riesgo de sustraerlas al examen. No son un mínimo en torno al cual nos podemos pacíficamente encontrar, sino posiciones tan poco compartidas como las religiosas. Eso no las deslegitima, pero sí nos recuerda que su trabajo es tan cuesta arriba como el de cualquier visión de mundo. Asumir ese hecho tal vez pueda describirse como una salida del clóset, aunque no sea exactamente la misma a la que invita Bellolio.