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El remedio, a veces, es peor que la enfermedad

Pablo Verdugo
Por : Pablo Verdugo Alumno Magíster en Derecho Público y Litigación Constitucional UDP @pverdugo
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Quienes proponen salidas consensuadas, debieron preocuparse antes de la salud de nuestras instituciones, pues ellos mismos –transversalmente- fueron los actores principales de la situación por la que el país atraviesa, al menos, en un grado de “complicidad pasiva”, como –en otro ámbito- se dijo tiempo atrás.


Durante los últimos días, se ha venido hablando –naturalmente, desde la clase política- de una posible y, para algunos, necesaria salida institucional consensuada a la crisis política por la que pasa nuestro país; ello, sostienen, situaría las prioridades y preocupaciones políticas en los temas realmente importantes (¡como si la ética pública no lo fuera!). Se argumenta –dicen- que es la única manera de evitar una crisis institucional de mayores proporciones, pues de continuar en una supuesta “caza de brujas” –como señaló el ministro del Interior- se corre el riesgo de llegar a un punto sin retorno, que podría causar profundas consecuencias para el régimen democrático chileno.

Hoy, según la última encuesta Adimark, la confianza en la presidenta y el gobierno caen (así como también, y como no iba a ser así, sus llamados “atributos blandos”), la desaprobación a la gestión de los partidos políticos supera el 60% y la desaprobación a la gestión del Congreso se empina sobre el 75%. Como si ello no fuera poco, todo parece indicar que no hemos tocado fondo y que todo podría ser aún peor, lo que es –al menos- alarmante, pues si asumimos como cierto lo señalado por el candidato a ocupar la presidencia de la Sofofa, Andrés Navarro, respecto a la larga data de las “malas prácticas” para financiar campañas políticas (frase patentada por un ex candidato presidencial también cuestionado), no es difícil pensar –sin caer en conclusiones apresuradas- que esto es la punta del iceberg de algo más grande y complejo. En definitiva, esto parece ser más que un mero error involuntario colectivo.

Soluciones como la señalada, parecen agravar aún más la enfermedad. El impacto en la opinión pública que han provocado los casos Penta, Caval y SQM; así como los distintos procesos judiciales a los que se encuentran sometidos diversos actores políticos, hacen aparecer a la política y sus actores como parte del problema, más que de la solución. Propuestas como la discutida, profundizan el desprecio hacia la política, pues hace ver a la actividad que debiera velar por el bien de todos, como una que se preocupa del bienestar de unos pocos (privilegiados e irresponsables, que actúan como grupo), agravando los efectos de la desigualdad en nuestro país. Lo que parece todavía más impresentable, con el silencio cómplice y sospechoso de quienes, otrora, fueron implacables paladines de la corrección y acusadores de cualquiera (que no fuera parte de su grupo, por supuesto) que se saltara las reglas en perjuicio de todos los chilenos. ¿Será que el silencio es proporcional al grado de involucramiento?, todo parece indicar que quien calla, otorga.

Si ya casos como la colusión de las farmacias, los pollos, el caso La Polar y otros, han irritado –con justa razón- a la ciudadanía; hoy, que los mismo que diseñan las reglas del juego, “mandatados para equiparar la cancha”, se vean envueltos en esas mismas o similares conductas reprochables, es una evidente fuente de indignación. Que aquellos que debieron prevenir estos hechos, planteen una “salida institucional”, distinta a la que puede acceder el común de las personas (que muchas veces deben soportar la irritante asfixia de las reglas y sanciones, sin las granjerías a las que otros pueden acceder en función de sus posiciones sociales, económicas o políticas) y que, de paso, sean miembros de esos mismos grupos, quienes critican el momento político actual, aparece como una contradicción performativa, esto es, cuando se dice algo contrario a lo que realmente se piensa.

Así, quienes proponen salidas consensuadas, debieron preocuparse antes de la salud de nuestras instituciones, pues ellos mismos –transversalmente- fueron los actores principales de la situación por la que el país atraviesa, al menos, en un grado de “complicidad pasiva”, como –en otro ámbito- se dijo tiempo atrás. Aún más, algunos han dicho, sin siquiera sonrojarse, que el escandaloso espectáculo de las boletas “ideológicamente falsas” que hemos presenciado, obedece a la incerteza o precariedad de las reglas sobre financiamiento de la política, como si ellos no hubieran tenido –ni tengan- un lugar de privilegio en el diseño de esas mismas reglas. ¿Quien mejor que ellos puede conocer el “espíritu” de la ley, para atenerse a éste?. En este caso, el problema parece no estar única y exclusivamente en la ley, sino, en la disposición a cumplirlas o en la capacidad (o interés real) de hacerlas cumplir.

Es cierto, no es correcto, ni sano para salir del momento en el que estamos, meter a todos dentro del mismo saco. Además, debemos poner las cosas en contexto: no son sólo algunos políticos los que creen que “el fin justifica los medios que se empleen” para arribar a determinados resultados, donde saltarse o incumplir ciertas reglas o procedimientos es visto casi como un derecho; más bien, se trata de algo aún más generalizado, si no baste llegar a la caja de un supermercado para que le pregunten “¿quiere boleta o factura?” o demos un vistazo a las recomendaciones sobre que decir y que mostrar, al momento de solicitar una evaluación en la ficha de protección social. Todo ello es un termómetro de nuestro país y nos habla de algo más vivo y presente de lo que creemos en nuestra cultura (o de aquello que queremos creer): si no, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

No debemos perder de vista, además, que la opinión pública, muchas veces, sin toda la información sobre la mesa o teniendo partes del cuadro incompleto, ante casos complejos, sofisticados y que incorporan distintos delitos o faltas -cuando no, movida por sesgos cognitivos- suele consolidar opiniones en base a la “sensación térmica” del momento, sin que sus conclusiones se sigan lógicamente de las premisas en que se fundan (cuando estas son verdaderas, pues las premisas podrían ser falsas y las conclusiones más erradas todavía). Lo anterior, naturalmente, podría apartar la prudencia y racionalidad del debate público y de las decisiones que se tomen; sobre ello, en la literatura especializada se ha analizado con detalle cómo influyen determinadas heurísticas “distorsionadas” en las decisiones individuales y públicas.

Por ello, debemos confiar en la justicia (vaya desafío, en un escenario donde la desconfianza hacia las instituciones parece ser la tónica). En efecto, son los tribunales de justicia –por antonomasia, independientes- los que están mejor capacitados para realizar ese proceso de análisis, profundo y serio, y establecer las responsabilidades respectivas: caiga quien caiga y sin soluciones especiales. Estamos en un momento en que no son suficientes las disculpas públicas.

Hoy, parece imperativo subir los estándares en temas de ética pública (también privada, por cierto) y regular nítidamente la relación entre la política y el dinero; ello, no sólo se reduce al diseño y aplicación de reglas. Los fenómenos de corrupción son multi causales y, por tanto, implican una trama compleja de soluciones (preventivas y represivas). Éstas, han de estar coordinadas y ser efectivas, por supuesto.

La salida a esta crisis, obviamente, no admite una respuesta de corto plazo: implica un replanteamiento de las reglas e institucionalidad vigentes, revisando en qué se ha fallado y que debiéramos corregir; en dicho esfuerzo, el Consejo Asesor Presidencial tiene un rol clave en la identificación de las necesidades y problemas que enfrentamos.

Por todo lo anterior, no debe parecer raro ni descabellado, que el debate sobre una nueva constitución aparezca y cobre fuerza en la discusión pública, pues ésta es la gran institución que establece límites a los poderes, para prevenir el abuso de estos sobre los ciudadanos, como también, sienta las bases o reglas del juego básicas sobre las que se desarrolla la convivencia nacional.

En ese diagnóstico, y luego plan de acción que ha de ser adoptado, la formación cívica debe constituirse en un pilar esencial. Aquel proceso de identificación de prioridades y soluciones debe tener por objeto principal cuidar y fortalecer la república; allí, los políticos tienen un rol relevante e inexcusable, pero más que preocupados por expiar sus culpas rápidamente, deben esmerarse por volver a ser un modelo de virtud, ejemplo para la sociedad. Como dijo el Premio Nobel de la Paz, Albert Schweitzer: “el ejemplo no es la cosa más importante que influye sobre otros. Es la única cosa”. A esto último, estamos todos convocados.

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