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Cancillería con transición inconclusa I. Apuntes para una historia Opinión

Cancillería con transición inconclusa I. Apuntes para una historia

José Rodríguez Elizondo
Por : José Rodríguez Elizondo Periodista, diplomático y escritor
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Para decirlo de la manera más clara, esas circunstancias históricas implicaron el ocultamiento y/o la desinformación al interior del Estado. En paralelo, contribuyeron a que la clase política no dimensionara la importancia estratégica de una Cancillería moderna, con aportes multidisciplinarios, una memoria diplomática sin faltantes y una adecuada imaginación prospectiva.


En nuestro Chile de 1989, un grupo variopinto de académicos, diplomáticos y políticos internacionalistas, liderado por el muy experto Juan Somavía, programó el futuro deseable de la política exterior chilena.

En un meditado “paper” plantearon que, por su rol estratégico y especialidad de su temática, la Cancillería debía ser “estrictamente profesional y no estar sujeta a cambios periódicos por razones políticas”. Esto suponía “una carrera profesional cerrada”, en la cual “todo el personal diplomático, así como los cargos directivos del Ministerio, debería estar compuesto por funcionarios de carrera”. Sólo se excluirían los funcionarios de confianza del Presidente y los embajadores “cuya designación tendría que ser aprobada por el Senado, restableciéndose la norma constitucional al respecto”.[1]

En el primer gobierno de la transición esas directrices sólo tuvieron carácter indicativo. Los desafíos internos lucían demasiado importantes como para que gobierno y personal político priorizaran la reestructuración de la Cancillería. Así, en vez de iniciar un proceso que debía llevarla a la profesionalidad estricta, el Presidente Patricio Aylwin y su canciller Enrique Silva Cimma hicieron de la necesidad virtud y trataron de tapar los forados con lo que había.

En esa línea realista optaron por un sendero bifurcado. Uno de los tramos conducía a potenciar la andadura comercialista iniciada bajo el régimen militar, impulsando la negociación de una compacta red de acuerdos y tratados de libre comercio (TLC). Para este efecto fue decisiva la participación del Ministerio de Hacienda, con Alejandro Foxley a la cabeza. El otro tramo era el de la diplomacia tradicional y llevaba a la búsqueda y recuperación de amistades políticas, sin caer en la tentación chilenocéntrica de los liderazgos petulantes.

[cita] Para decirlo de la manera más clara, esas circunstancias históricas implicaron el ocultamiento y/o la desinformación al interior del Estado. En paralelo, contribuyeron a que la clase política no dimensionara la importancia estratégica de una Cancillería moderna, con aportes multidisciplinarios, una memoria diplomática sin faltantes y una adecuada imaginación prospectiva.[/cita]

Para cumplir las tareas diplomáticas específicas, se optó por una reprofesionalización gradual -una transición en la transición- que mejorara la performance de la Cancillería. La ejecución de este propósito, sólo aparentemente sencillo, supuso reintegrar a exonerados meritorios, injertar el factor cultura en el quehacer normal de los funcionarios, sentar las bases de una futura reforma institucional e inyectar a la vena del servicio un grupo de internacionalistas y embajadores “políticos” considerados de excelencia.

DIPLOMACIA SIN DEFENSA Y VICEVERSA

Eran medidas paliativas, pero urgentes, para “mejorar la mezcla”, recuperar el ethos del rol  y proyectarse al futuro. Pero Aylwin, Silva Cimma, sus diplomáticos de confianza y los civiles del gobierno no sospechaban la gravedad del vacío diplomático y estratégico heredado. Ni siquiera tenían noticia del problema con el Perú por la frontera marítima, entonces en plena gestación limeña. Por cierto, no existían las condiciones políticas para llenar ese vacío con el aporte de los pocos jefes militares que tenían un conocimiento cabal de los desafíos. Estando el general Augusto Pinochet al mando del Ejército, carecían de un espacio jerárquico cómodo para comunicarse con el gobierno. Además, la inercia del pasado reciente, más “el boinazo” y el “ejercicio de enlace”, impedían que los políticos civiles buscaran una mejor comunicación con esos jefes militares.

Como ejemplo máximo de esos déficits, Pinochet ni siquiera comunicó a Aylwin la gestión y el memorándum del embajador peruano Juan Miguel Bákula, que, a partir de 2002, serían pivote de la demanda del Perú ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Luego, por su propio peso, contribuyó a mantener la incomunicación entre la institución diplomática y las instituciones de la defensa. En todo caso, debe reconocerse que, por responsabilidad profesional y patriótica, algunos altos oficiales trataron de superar ese bloqueo presencial mediante intervenciones académicas en sus armas respectivas. Entre ellos destacó al almirante Francisco Ghisolfo, quien reveló, en 1994, que había problemas en la frontera marítima con el Perú. Incluso mencionó la intervención del embajador peruano Juan Miguel Bákula –hasta entonces un  total desconocido en el Chile de la Concertación– y pronosticó que sería “un motivo de crisis para el inicio del próximo siglo”[2]. En cuanto a los diplomáticos de carrera, no se sabe de alguno que haya leído o comentado el libro pionero del almirante peruano Guillermo Faura, El mar peruano y sus límites, publicado en 1977.

BALANCE MIXTO

Para decirlo de la manera más clara, esas circunstancias históricas implicaron el ocultamiento y/o la desinformación al interior del Estado. En paralelo, contribuyeron a que la clase política no dimensionara la importancia estratégica de una Cancillería moderna, con aportes multidisciplinarios, una memoria diplomática sin faltantes y una adecuada imaginación prospectiva. Con todo, gracias a que primó la sabiduría conjunta del gobernante, su canciller y una minoría de diplomáticos efectivamente profesionales o reprofesionalizados, el balance del período no fue negativo. Incluso puede decirse que fue más de dulce que de agraz

En términos generales, el rol comercial de la Cancillería produjo excelentes dividendos y, relacionadamente, la distensión política vecinal concedió una prórroga a los grandes problemas. Bajo la fórmula del “regionalismo abierto”, ambos resultados contribuyeron a que cuajara plenamente la “reinserción internacional de Chile”, configurada como el objetivo máximo y austero del cuadrienio. Chile dejaba de ser uno de los “países parias” del mundo.

Pero, en lo especial y confirmando lo peligroso del profesionalismo light, en 1992 Chile experimentó un durísimo problema internacional de carácter global. Reventó cuando Clodomiro Almeyda -líder socialista, ex canciller y a la sazón embajador en Rusia-, dio asilo político a título personal a Erich Honecker, fugado jerarca de la ex República Democrática Alemana. En virtud de ese gesto, diplomáticamente infumable pero políticamente explicable, el embajador asumía como inviable una autorización previa de Aylwin o de Silva Cimma. Lo que no está claro es si previó que su audacia atraería contra Chile la irresistible presión conjunta de dos potencias mundiales: Alemania unificada y Rusia, cuyos líderes exigieron, ipso facto, se les entregara al asilado para juzgarlo en Berlín.

Tras duros debates al interior de la coalición chilena gobernante -que culminaron con la rechazada renuncia del canciller y el reemplazo de Almeyda por James Holger, prestigiado diplomático de carrera-, Honecker abandonó la embajada. Según versión oficial, lo hizo de manera voluntaria. Según versión del líder socialista Ricardo Núñez, fue sacado por “fuerzas especiales rusas”, que asaltaron la sede diplomática.[3]

Es pertinente agregar un dato ignorado: ese incendio diplomático era tan previsible que fue previsto. En efecto, cuando se supo que Honecker estaba en Moscú, un director de Cancillería pronosticó, en reunión de trabajo, que el ex jerarca terminaría pidiendo asilo en la embajada de Chile. Fue escuchado con atención por sus colegas… pero nada más. Ni siquiera se le pidió un “memito” explicando los fundamentos de su predicción.

 

[1] V. La política internacional de Chile en la década de los 90, edición artesanal del Instituto Latinoamericano de Estudios Transnacionales (ILET), septiembre 1989.

[2] Esa intervención académica fue recogida en la Revista de la Marina N°4 de 2004, con el título El factor político-estratégico en el desarrollo de la zona fronteriza oceánica chilena.

[3] V. Enrique Silva Cimma, La última paciencia, Pequeño dios editores, Santiago. 2012, pgs. 58-67 y Ricardo Núñez. Trayectoria de un socialista de nuestros tiempos, Ediciones Universidad Finis Terrae, Santiago 2013, pg. 283.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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