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La Inclusión de los “Indeseados”


Nicolás Mena Letelier afirma en una columna publicada por este medio, que es posible ser católico y estar a favor de la despenalización del aborto, en razón de que la ética cristiana estaría fundamentada en convicciones religiosas que no pueden imponerse al resto.

En ese sentido, la reflexión de Nicolás asume como correcto, sin más, un conocido postulado de algunos partidarios de la legalización del aborto, el cual intenta convencer a la sociedad de que la posición contraria se fundamenta en principios religiosos no válidos en el debate público, y que, en virtud del disenso que producen, no pueden ser vinculantes para aquellos que no comparten dichas convicciones. Pero lo cierto, es que, en primer lugar, no se trata de principios que no sean razonables, y, por otro, que el argumento acrítico de la tolerancia a las convicciones no hubiera permitido resolver otras disputas históricas de similar índole, como, por ejemplo, la esclavitud. Y es que aquí, como en otros casos, no puede resolverse este asunto correctamente sin responder a la pregunta acerca de la naturaleza y el valor de los bienes en juego.

Así bien ¿qué señala la ética cristiana acerca del valor y respeto por la vida humana? y ¿es esta, en efecto, una ética incompatible con los postulados de la razón y, por tanto, inasequible para aquellos carentes de fe religiosa?

La vida de Jesús está centrada en la propagación de un mensaje sobre la necesidad de la aceptación de los excluidos de la familia humana. El Evangelio es una buena noticia para la humanidad, pero especialmente para los pecadores, prostitutas, leprosos, ciegos, cobradores de impuestos, extranjeros, niños, mujeres y todos aquellos considerados impuros, no- personas o no queridos de su época. En otras palabras, es una reivindicación de la dignidad humana como reacción a los abusos de los poderosos, que, a propósito de su propio interés, establecían categorías de seres humanos.

[/cita] La utopía cristiana precisamente es el mensaje liberador hacia estos indeseados. Los indeseados son los preferidos del Evangelio. Su llamado es a participar en la construcción permanente de la aceptación de los indeseados, la inclusión de los excluidos, simplemente en razón de su humanidad. [/cita]

Nuestra época también tiene sus excluidos. Son los actuales marginados de la posibilidad de ser tratados por la sociedad de la manera que su sola humanidad hace que merezcan. Así bien, una forma de exclusión de la comunidad humana, entre muchas que nos aquejan, se practica ante los concebidos indeseados. Y son indeseados en virtud de la subjetividad de quienes, en realidad, tienen el primer deber de aceptarlos. Lo son porque llegan en un “mal momento”. Lo son porque tienen alguna discapacidad física. Lo son, en fin, porque no cumplen con ciertas expectativas. Los indeseados son, en ciertos países, los niños con síndrome de down, al borde ya de la extinción, en el genocidio más silencioso, brutal y socialmente aceptado de nuestros tiempos. En otros, las indeseadas son las mujeres: millones de criaturas en gestación de este sexo son eliminadas ante la mirada pusilánime del resto del planeta.

Y así.

La utopía cristiana precisamente es el mensaje liberador hacia estos indeseados. Los indeseados son los preferidos del Evangelio. Su llamado es a participar en la construcción permanente de la aceptación de los indeseados, la inclusión de los excluidos, simplemente en razón de su humanidad. Busca ampliar cada vez más el círculo de la inclusión, hasta que no quede nadie afuera y sus límites desaparezcan. En efecto, la ampliación de la inclusión como símbolo del mensaje liberador del Evangelio no reconoce límite y alcanza también a los concebidos que son producto de una violación o diagnosticados con patologías letales. Para aquellos también alcanza el sueño inclusivo. También deben ser aceptados y acogidos por la comunidad humana. A ellos también debe decirles “bienvenidos”. Es el reconocimiento de ese “tú”, dotado de dignidad igual que “yo”, al que un “nos”, del cual forma parte por derecho propio, acoge.

Este sueño de inclusión sin límite, lejos de ser conservador, es la utopía en construcción más revolucionaria de todos los tiempos.

No se requiere una fe religiosa para adherir a este anhelo. La aceptación racional de este ideal revolucionario es asequible a cualquier persona: basta con reconocer en la pertenencia a la familia humana una obligación de protección y cuidado en consideración a la dignidad inherente e inalienable de cada uno de sus miembros. Un merecimiento en virtud de la portabilidad de la humanidad real, única e irrepetible de cada uno de ellos. Para los creyentes, eso será, además, don, la vida regalada. La igualdad como hijos del mismo Dios. Pero a lo que la razón aprueba, en ningún caso la creencia religiosa invalida. A los derechos humanos reconocidos por todos, laicos y creyentes, por la razón, en nada perjudica  -sino que por el contrario, fortalece- que además de razonables, los creyentes consideren otorgados o inspirados en Dios.

De lo bueno, lo que abunda no daña.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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