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No está perdida toda esperanza

Esos únicos dos desertores del grupo ni siquiera están de acuerdo entre sí. Uno inculpa al teniente Castañer de haber iniciado el fuego con un encendedor; el otro al teniente Fernández de haberlo hecho con un fósforo. Pero los otros nueve coinciden en que ambos oficiales estaban alejados del estallido del fuego. Por supuesto, el juez de izquierda atiende a la versión contradictoria de los dos y no a la conteste de los nueve, más la de los dos oficiales, pues es lo políticamente correcto; y manda a todos éstos presos.


Cuando mi opinión sobre mis connacionales estaba por los suelos, motivada a ello al presenciar cómo personalidades públicas, incluidos dirigentes de derecha, elevaban a los altares a la portadora de bombas incendiarias destinadas a ser lanzadas a vehículos de locomoción para impedir que la gente fuera a sus trabajos; y la justicia prevaricadora arrasaba con todas las leyes para perseguir a quienes enfrentaron ese terrorismo, el examen de las declaraciones de nueve ex conscriptos del Ejército, de un total de once, que participaron en los hechos, me ha hecho recobrar parte de mi fe en que subsiste una fibra moral intacta en nuestro pueblo.

Esos nueve han demostrado tener un coraje y una firmeza de carácter mayores que muchos de sus superiores uniformados. En medio de un ambiente publicitario y judicial tremendamente adverso, los ex conscriptos, pese a ser mandados ilegal e injustamente presos, prisión que no sufren actualmente ni siquiera los peores delincuentes, se han mantenido firmes. No han cedido a la tentación de traicionar a otros, mentir y sumarse a la corriente dominante, que lo único que les pide, a una sola voz con una judicatura dominada por la politiquería y que contraviene las leyes, es que respalden la “verdad oficial” necesaria para desviar la atención pública de las falencias que afligen al gobierno.

Y, todavía, uno de ellos ha tenido el coraje de autoinculparse de haber provocado accidentalmente el fuego que quemó a los dos activistas portadores de las bombas incendiarias. Entre paréntesis, ello prueba que los artefactos incendiarios de vidrio eran tremendamente letales, pues bastaba romperlos para que estallaran en llamas. Por supuesto, en los mismos días la justicia penal ha dejado libres a quienes hace poco han quemado a un modesto empleado que no era portador de ningún artefacto incendiario, sino que era un simple hombre de trabajo. Nadie ha oído al senador Larraín horrorizarse por ello, como lo hizo en el caso de los subversivos.

¡Qué contraste moral entre las personalidades de esos nueve hombres modestos y una judicatura de izquierda que no tiene miramientos en mandarlos ilegalmente presos! Y sin el menor escrúpulo la misma judicatura premia decidoramente, pues no los encarcela, a los que se prestaron para corroborar las falsas versiones de la propaganda oficial.

Esos únicos dos desertores del grupo ni siquiera están de acuerdo entre sí. Uno inculpa al teniente Castañer de haber iniciado el fuego con un encendedor; el otro al teniente Fernández de haberlo hecho con un fósforo. Pero los otros nueve coinciden en que ambos oficiales estaban alejados del estallido del fuego. Por supuesto, el juez de izquierda atiende a la versión contradictoria de los dos y no a la conteste de los nueve, más la de los dos oficiales, pues es lo políticamente correcto; y manda a todos éstos presos.

Más aún, como anticipé, entre los referidos nueve ha surgido la voz de Leonardo Riquelme Alarcón, quien, teniendo todo qué perder, da razones de conciencia, expresa no estar movido por ningún interés económico y confiesa que un movimiento accidental suyo propio provocó la ruptura de un envase explosivo y generó el fuego que quemó a Rojas y Quintana, al tiempo que los dos oficiales daban órdenes de que se les apagara.

Creo que esos nueve chilenos a quienes hoy nadie defiende, y en particular Leonardo Riquelme Alarcón, nos han dado un ejemplo valioso en tiempos de corrupción generalizada, ilegalidad rampante y uso desatado de la mentira para conseguir dividendos políticos.

Valga añadir que las patrullas que coincidieron en el lugar en 1986 estaban cumpliendo una noble misión: proteger a la población civil de ataques incendiarios terroristas. Eso configura la monstruosidad en que hoy se incurre, de culpar a sus miembros de «violaciones a los derechos humanos». Suele llamarse «el pago de Chile».

Pese a tal monstruosidad, hoy generalizada en nuestro medio, si nueve de cada once chilenos del pueblo son como ha quedado descrito, y si entre cada nueve hay un Leonardo Riquelme Alarcón, en el país no está perdida toda esperanza.

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