Por un lado se nos achaca una “mala onda” y por el otro se acuñan frases como “tiempos de fortaleza”. Uno dice “cuando se lee la prensa, se escucha la radio o se ve la televisión, queda la imagen de Chile como un país gobernado por una asociación ilícita, entre traficantes de influencia, corruptos, pillos y truhanes. Este no es el Chile real”; el otro señala que “la actividad política y quienes la hemos ejercido en los últimos veinte años vivimos una situación muy difícil. Desacreditada y desvalorizada ante la ciudadanía como pocas veces antes, la función pública y la mayor parte de sus actores recientes estamos siendo objeto de investigaciones judiciales que, paralelamente, son acompañadas de un juicio público a través de filtraciones parciales de antecedentes…”.
Para ser honesto, ya no llama la atención la transversalidad del origen de estas afirmaciones; uno es un conocido ex militante socialista (Carlos Ominami), y el otro un prominente militante UDI (Pablo Longueira). Lo llamativo, por lo menos para mí, es que estos señores, más otros también involucrados e incluso con un condenado (Jovino Novoa), parecen estar convencidos de que nada malo han hecho.
Este último, por ejemplo, afirmó indignado que se trataba de una vil persecución política, producto de su brillante y honrada actividad como militante de un partido que, como todos sabemos, es ultraconservador. Se trata de una investigación “ideológicamente falsa”, dijo; meses después esa investigación concluyó con el Sr. Novoa reconociendo su participación en los ilícitos cuya imputación inicial lo había indignado frente a las cámaras, en transmisión directa para Chile y el mundo.
En el caso de Longueira vemos que aspira a tener fortaleza para resistir este duro embate y que su preocupación es la situación de nuestro país; le duele que los políticos sean tratados como delincuentes, y afirma que las gestiones para obtener financiamiento son de las más ingratas. Agrega que se trata de errores producto de una cultura transversalmente arraigada, consistente en pedir plata a quienes compartían sus respectivas visiones.
En tanto, el imputado Sr. Ominami (se encuentra ad portas de una formalización), también se ha indignado y le achaca a la mala onda esta suerte de paranoia de la opinión pública, que a la menor insinuación se forma la peor opinión de los pobres políticos chilenos. Y la insinuación, dice él, proviene de un simple sorbo de agua que, producto de su ignorancia, creyó era de él. En todo caso, eso es lo de menos. Lo de más es el tema de SQM, que a él le parece de lo más normal, toda vez que pedirle platas a una empresa (aunque sea la de Ponce Lerou), no tiene nada de malo. Y esto aunque aparezcan boletas de personajes vinculados a él, a campañas electorales y, quizá lo más triste de todo, a incrementos del patrimonio personal.
[ cita tipo=»destaque»]Para ser honesto, ya no llama la atención la transversalidad del origen de estas afirmaciones; uno es un conocido ex militante socialista (Carlos Ominami), y el otro un prominente militante UDI (Pablo Longueira). Lo llamativo, por lo menos para mí, es que estos señores, más otros también involucrados e incluso con un condenado (Jovino Novoa), parecen estar convencidos de que nada malo han hecho.[/cita]
Así las cosas, según estos personajes, alguien instaló en nuestra atribulada y poco reactiva sociedad, la idea de que los políticos chilenos son corruptos. Alguien con malas intenciones respecto de los políticos; si resulta que es mentira que las remuneraciones de los altos cargos constituyen una burla para el chileno de a pie (el administrador de La Moneda gana más de siete millones mensuales, miente en el Congreso y ahí sigue); que la existencia de una colusión entre el gran empresariado y la política es pura invención. Dónde se ha visto que la dignidad de los santiaguinos sea pisoteada a diario cuando tratan de subir al metro o a una micro del Transantiago. Es puro invento que en las regiones los caciques políticos (diputados, senadores y alcaldes), instalan a operadores de baja estofa solo para obtener beneficios particulares y que no realizan aporte alguno para el avance de las respectivas regiones. No existe evidencia alguna, parecerían pensar, del abuso de farmacias y de fabricantes de productos de papel.
Existe la pretensión, y en algunos la convicción, de que sus actos no son reprochables, mucho menos desde el punto de vista penal; al contrario, desde la UDI se llegó a afirmar que Novoa, no obstante su reconocimiento judicial y la condena, nada malo hizo porque no se quedó con la plata… Longueira llega más lejos, afirmando algo que, a mi parecer, es una perfecta estupidez: “Creo que el hecho de ser político no debe implicar ningún privilegio, pero tampoco el hecho de serlo debe constituir una carga o gravamen adicional, porque ello alejará de la actividad pública a las nuevas generaciones”.
La actividad política no debe implicar privilegio alguno, es cierto, pero sí debe representar para quien desempeña un cargo público una severa carga respecto de su ejercicio; lo mismo para quien ejerce un cargo dirigencial en un partido político. Lo que se está pidiendo a gritos es precisamente elevar el estándar, para que justamente sean atraídos aquellos que están dispuestos a asumir dicha carga y a ejercer con honradez, aunque sea mínima, cualquier puesto de índole política. La juventud no se margina producto del desprestigio de que ha sido objeto la política; se margina porque no quiere verse vinculada a personajes que son capaces de cualquier cosa para obtener un beneficio particular; incluso de tomarse el agua del compañero de asiento; incluso de pedirle plata a un cómplice del dictador.
Me permito parafrasear a Carlos Peña: la lealtad canina no solo es un atributo (o más bien defecto) de Longueira; la evidencia demuestra que en todo el espectro ha existido un servilismo grotesco a favor de los que han puesto la plata y, por ende, la música. Habrá que ver si la mala onda de Ominami y los tiempos de fortaleza de Longueira pueden más que la más que justificada indignación de los chilenos. Habrá que ver si los políticos les siguen moviendo la cola a los que ponen la música.