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El derecho como medida de lo posible

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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La frase del recientemente fallecido ex Presidente Patricio Aylwin, “justicia en la medida de lo posible”, pronunciada por este con ocasión de su discurso ante el Congreso Pleno, ese ya lejano lunes 21 de mayo de 1990, ha servido en los últimos años para caracterizar una suerte de realismo político llevado casi hasta el cinismo, al tiempo que se ha aplicado libre e indiscriminadamente a todo un conjunto de decisiones de los gobiernos de la ex Concertación, en que las condiciones parecían no recomendar políticas de “retroexcavadora”, dado, por un lado, el pragmatismo de la desfavorable “correlación de fuerzas”, pero, también, por convicciones democráticas sustantivas de quien fuera el líder de la transición.

La frase, sacada de contexto, se bambolea así, como barco a la deriva, aunque si se la considera en su real profundidad, muestra la particular coherencia y consistencia democrática de Aylwin, aunque, en un entorno de pasiones políticas y lucha por el poder, parezcan hoy pronunciadas por quien no habría tenido la entereza moral para enfrentar ese enorme poder institucional, punitivo y de recompensa que el ex mandatario debió encarar en su momento.

En efecto, en su discurso de asunción, Aylwin afirmaba que “la justicia es la mayor de las virtudes sociales, base insustituible de la paz” (valor que estaba en la base de su postura), advirtiendo, empero, como abogado y académico, que “por las limitaciones propias de la condición humana, la justicia perfecta es generalmente un bien inalcanzable en este mundo, lo cual no obsta a que todos anhelemos siempre la mayor justicia que sea posible”.

Enseñaba, en su convicción, que “la justicia no es venganza; por el contrario, la excluye”, pues “no se sanciona ni repara un delito, cometiendo otro análogo”, una expresión ostensible de la raigambre de su concepto de justicia que, superando el fiero “ojo por ojo”, apunta a que “nadie tiene derecho a causar un daño al prójimo, ni menos a atentar contra la vida ajena, a pretexto de justicia”.

A mayor abundamiento decía que «quien lo hace se convierte también en delincuente contra los derechos humanos y merece la mayor condenación social. Admitir la vindicta privada es sustituir el derecho por la violencia, en que la ley de la fuerza prevalece por sobre la razón y la justicia”, revelando así su consolidada postura basada en la ley como la única fuerza real de una sociedad civil que debía avanzar en una transición conseguida con “lápiz y papel” -no por las armas- y que llevaría a Chile desde el autoritarismo a la democracia. La ley es el escudo del débil y él lo probó al representarle al general Pinochet que era “su misma Constitución” la que lo hacía generalísimo de las FF.AA.

Se podría afirmar, como muchos, que dadas las condiciones de la transición pactada, su Gobierno transó, por oportunismo o cobardía, principios de justicia que se imponían desde el legítimo dolor de quienes sufrieron el drama de la violación de sus derechos más fundamentales. Si así fuera, un Informe como el de la Comisión de Verdad y Justicia, nunca habría dado a luz. “Comprendo su resentimiento”, habría dicho Aylwin a un grupo de exiliados con el que se reunió con ocasión de una gira a Europa, de la que fue testigo Carlos Ominami.

[cita tipo=»destaque»]Creyó, en fin, sinceramente, “que la vía que escogimos fue la mejor entre las posibles”, más allá de sus limitaciones inherentes, adelantando en mayo del 90 que tenía “la convicción de que la mayoría de las trabas con que se ha pretendido dejamos amarrados, no resistirán al peso de la razón y del derecho”. Peso que, por lo demás, estuvo en la base de la reciente afirmación de la Presidenta Bachelet al homenajearlo, 26 años después: fue la medida de lo posible, lo que hace posible lo que podemos hacer hoy.[/cita]

Siempre amparado en el derecho como arma democrática, Aylwin no solo insistió en la necesidad de verdad y justicia, sino también en el esclarecimiento del paradero de los desaparecidos y en que se determinaran las responsabilidades personales. Estas consideraciones llevaron al propio Pinochet a rechazar públicamente en “su forma y fondo” el citado informe, aun cuando desde el comienzo Aylwin admitiera que “la verdad establecida en el Informe es incompleta, puesto que en la mayoría de los casos de detenidos desaparecidos y de ejecutados sin entrega de sus restos a los familiares, la Comisión no tuvo medios para encontrar su paradero”.

Y como el derecho exige el cumplimiento de procedimientos propios, que implican pruebas de los delitos y equitativa pena, para administrar justicia, la medida de lo posible fue hacerla según las pruebas fueran surgiendo y siendo entregadas a Tribunales, pues, “en lo que respecta a la determinación de las responsabilidades, es tarea que dentro de un Estado de Derecho corresponde a los Tribunales de Justicia, en conformidad al ordenamiento jurídico y con las garantías del debido proceso”, según dijo en la oportunidad.

Muestra indudable de su afán de verdad y justicia en la medida que el Derecho las hiciera posible, fue la generación de lo que un propio ex juez de la República denominara “ficción jurídica”: el “secuestro permanente”, figura que mantiene aún a cientos de ex uniformados en procesos que se han prolongado décadas. Resulta difícil imaginar una propuesta que, desde la interpretación de la ley, sea muestra más clara de la decisión de Aylwin.

Esta voluntad se dimensiona, además, cuando manifestó su esperanza de que los tribunales cumplieran “su función y agoten las investigaciones, para lo cual -en mi concepto- no puede ser obstáculo la ley de amnistía vigente”, llevando su postura al espinudo terreno de las leyes “injustas” que regían nuestra convivencia, y que lo impulsaron, en cuanto asumió la Presidencia, “en ejercicio de mis atribuciones y conforme a la ley, a indultar a todos aquellos que cumplían condenas por delitos propiamente políticos” y, para quienes no estaban condenados, denunciar “una legislación que creemos errada e injusta, sea por la forma vaga o arbitraria en que tipifica los delitos, sea por lo excesivo o draconiano de las penas, sea porque no asegura a los procesados las garantías a que tienen derecho”.

De allí que luego enviara al Congreso Nacional polémicos proyectos de ley que abolieron la pena de muerte, las reformas a la Ley Antiterrorista, Ley de Control de Armas, Ley de Seguridad del Estado y a Códigos de Justicia Militar y de Procedimiento Penal, en el entendido que tales cambios permitirían “una legislación racional y equitativa”, cuya aplicación posibilitara resolver con justicia los casos pendientes.

Aylwin se expresaba contento con “la forma pacífica y sin grandes traumas en que ha operado el tránsito hacia el gobierno democrático”, y se preguntaba: “¿Deberíamos, para evitar las limitaciones, haber expuesto a nuestro pueblo al riesgo de nuevas violencias, sufrimientos y pérdida de vidas?». Y respondía: “Los demócratas chilenos escogimos, para transitar a la democracia, el camino de derrotar al autoritarismo en su propia cancha. Es lo que hemos hecho, con los beneficios y costos que ello entraña”.

Y si de acusaciones de “la medida de lo posible” fuera de contexto se trata, un Presidente que acuñó la frase “el mercado es cruel”, afirmaba muy tempranamente que si “el ingreso nacional por habitante se distribuyera por igual entre los 12 millones de chilenos, nadie quedaría satisfecho y detendríamos el crecimiento”. De allí que, con pragmatismo, instara que “para salir de la pobreza hay que crecer, estimular el ahorro y la inversión, la iniciativa creadora, el espíritu de empresa”, mostrando, sin ambages, su convicción socialcristiana, partidaria de una sociedad democrática, de economía social de mercado, con foco en los más pobres, no obstante los obstáculos jurídicos que existían para “normalizar” polémicas licitaciones de empresas estatales.

También llamó a los más jóvenes a la paciencia, cuando preguntaba “¿Cuántos años nos costó recuperar la democracia? El hecho de que ahora tengamos un gobierno del pueblo no significa que los problemas se van a solucionar milagrosamente”. Y advertía que “tendremos todavía otras dificultades: las que derivan de nosotros mismos. Yo las llamaría ‘las grandes tentaciones’: la tentación de ensimismamos en el ajuste de cuentas del pasado, la tentación de empezar todo de nuevo, y la tentación del poder”.

Aylwin abordó, pues, la transición como pacificador, “conciliando la virtud de la justicia con la virtud de la prudencia”, buscando justicia en la medida de lo que el Derecho hiciera posible y en la esperanza de “que, concretadas las responsabilidades personales que correspondan, llegará la hora del perdón”, un proceso personal que tantos enarbolan, pero que ha sido tan difícil de asumir.

Creyó, en fin, sinceramente, “que la vía que escogimos fue la mejor entre las posibles”, más allá de sus limitaciones inherentes, adelantando en mayo del 90 que tenía “la convicción de que la mayoría de las trabas con que se ha pretendido dejamos amarrados, no resistirán al peso de la razón y del derecho”. Peso que, por lo demás, estuvo en la base de la reciente afirmación de la Presidenta Bachelet al homenajearlo, 26 años después: fue la medida de lo posible, lo que hace posible lo que podemos hacer hoy.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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