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La política del silencio en la democracia del espectáculo


El espíritu o proyecto trascendental que encamina todo el pensamiento moderno –y descansa en el arte- concluye forzosamente en los límites de una conciencia humana que choca con la naturaleza material de su actividad misma, tendencia incitante, que marcará el imperativo del silencio como expresión dominante tanto en el marco ético, estético y político de nuestro tiempo.

La creación en un momento de la historia del hombre, ha sido aturdida con exhortaciones al silencio, convirtiendo el anhelo de la muerte en un impulso “incorregiblemente vivaz” (Susan Sontag). Aunque igualmente seguimos hablando, la retórica del vacío predomina en esferas tan esenciales para la vida del hombre, como ocurre hoy día en la política y no encuentro un mejor modo de contextualizar aquello, que parafraseando al escritor alemán Boris Groys: “preguntes por quien preguntes (…) o todos se murieron o no hay nada (…) Queda sólo el comercio, sólo el mercado, en el que se venden las propiedades de los difuntos que quedaron sin dueño…”

Arropado en su desolación, el hombre moderno buscará respuestas en lugares recónditos y el mercado ofrece lujosos cuartos de uno o dos ambientes en los que cuelgan héroes, mártires o próceres de una historia remota; e imágenes y señales fútiles de un porvenir post-apocalíptico, ocupando en algo el espacio dejado en los muros de su agrietada alma. La profunda miseria que le rodea es en extremo el olvido del sentido de su devenir en el mundo.

Por doquier la mano invisible controla los comportamientos de la población resumiendo todo en la pregunta sobre quién es el que realmente decide en nuestra democracia, porque si de algo estoy seguro es de que nada se autorregula como nos hicieron creer de chiquitos. La democracia, desde hace algunos años, no se mide en función de la participación ciudadana sino por la cantidad de vasos azules o rojos que se han vendido –un electorado de lo desechable es la base de nuestra reducida perspectiva de soberanía-.

[cita tipo=»destaque»] La política del silencio en la democracia del espectáculo es cómplice de un ciudadano esclavo de su tiempo, encadenado a la pantalla chica de su ordenador. Un ciudadano cuya elección más relevante es un “click” y su bandera de lucha, la imagen del día viralizando la red global.[/cita]

Siguiendo la reflexión de Byung-Chul Han. El ciudadano neoliberal es un sujeto pasivo que simplemente reacciona con disgusto ante los “políticos proveedores” y se horroriza cada vez que el estado de las mercancías o servicios que estos prestan no satisfacen sus “demandas”. Sus quejas, en caso alguno alcanzan la indignación que reseña Stéphane Hessel en su popular libro, pues el ciudadano espectador no es más que un consumidor empedernido, comprometido únicamente con la pragmática letal de su quehacer que no está dispuesto ni capacitado para la acción política común.

En el imaginario de una sociedad de consumo colmada de tipos que juegan a ser dioses sin autorización de nadie, inventándose reglas y mentiras para justificar su arrogancia. La única ley universal es que si nosotros “perdemos” es porque hay alguien más inclinando la balanza.

La cuestión consiste en definir si podemos simplemente bajar la persiana a todos los problemas que ocurren a nuestro alrededor o si nos corresponde acaso recuperar el sentido de la vida a partir de un viraje ético-político que nos permita reconfigurar nuestro espacio común, encarando al paladín de una libertad que se reconoce a si misma por encima de toda justicia social. A mi juicio, esto es decisivo si queremos volver a confiar realmente en las instituciones y reconstruir nuestra democracia, pues el sistema neoliberal ha moldeado un tipo de ciudadano expectante y exiguo, insuficientemente capaz de reclamar derechos políticos o civiles.

No es, por tanto, la democracia absoluta una reivindicación de la política o la ciudadanía como un “derecho a tener derechos” (Hannah Arendt) sino el marco de acción en el que se articulan las interacciones de un tipo de ciudadanía que se conforma con presenciar el espectáculo de su propio acontecer. Pues bien, la extenuante labor diaria le ha hecho renunciar por comodidad a su comprometida ética comunitaria.

La política del silencio en la democracia del espectáculo es cómplice de un ciudadano esclavo de su tiempo, encadenado a la pantalla chica de su ordenador. Un ciudadano cuya elección más relevante es un “click” y su bandera de lucha, la imagen del día viralizando la red global.

El ciudadano de la democracia del espectáculo se incomoda y acomoda con la misma facilidad que cambia de programa antes de dormir, dejando atrás sus preocupaciones. Tal vez en este estado del arte, la ética en efecto se haya transformado en ese “sin sentido” del que nos habla Wittgenstein en su conferencia. Pero a diferencia de él, esta transformación es un rotundo “sin sentido” en términos literales. El destino fallido de un hombre que no encontrará ya más nada legítimo en el reparto tiznado del poder o sus mesiánicas instituciones.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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