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Somos culpables de las columnas de “opinión”


Como bien lo dice su nombre, una columna de opinión es ‒perdóneseme la banalidad‒ un espacio donde las personas expresan su opinión. Ahora bien, las opiniones expresadas en columnas satisfacen por lo general dos condiciones: ellas son informadas y argumentadas (y bien escritas, pero esto va de suyo).

Una columna no es monopolio de los especialistas en los temas abordados, y no se espera de ella que respete estándares de la investigación científica. Pero sí se espera de ella, repito, que sea informada y argumentada. Éstas son dos condiciones que las columnas debiesen respetar, pero que no siempre respetan.

En numerosos medios el editor se da por satisfecho con que la columna sea correcta de un punto de vista estilístico, y que ella se pliegue a la orientación política del medio en cuestión. Ahora bien, todo medio sigue una orientación política y sus columnas suelen ajustarse a dicha orientación. Ello no tiene nada de sorprendente ni de inquietante. Lo que sí puede molestar (o simplemente generar indiferencia) es que la conformidad política o ideológica de una opinión cuente para el editor como condición suficiente para su publicación bajo forma de columna.

Comencé hace un par de años a leer El Mostrador por parecerme que ‒más allá de su orientación política‒ sus columnas constituían un espacio de argumentación seria y de reflexión. Desde entonces mi impresión ha cambiado. Ya no leo sus columnas sino de vez en cuando, pues me parece que un gran número de ellas dejaron de ser espacios de argumentación, para convertirse en espacio de repetición de mantras como “neoliberal” y “élites” (por simple curiosidad hice una búsqueda del uso de estos dos términos ‒y sus derivados: “neoliberalismo”, etc.‒ en la página de El Mostrador: más de 70 mil ocurrencias… habría que verificar el número exacto de ocurrencias, pero esta cifra aproximativa no deja de sorprender). En otras palabras, la argumentación ha sido progresivamente reemplazada por la repetición de mantras que expresan la posición política de los autores. Ahora me he encontrado con una columna de El Mostrador que me parece particularmente reveladora, y que me ha  motivado a escribir estas líneas.

[cita tipo= «destaque»]Una columna no es, insisto, un lugar para demostrar ideas, pero sí al menos para mostrar su verosimilitud mediante la argumentación, un (cierto) conocimiento de causa y la habilidad retórica. La repetición de mantras no es ninguna de estas cosas. Ella es más bien una sobada de lomo entre los que pensamos igual. Además de autocomplaciente, la repetición de mantras ideológicos es fome: no incita el debate de ideas, no aclara nada, y ni siquiera aumenta la eficacia retórica del discurso que los saca a colación hasta el mareo.[/cita]

La columna en cuestión afirma (ya que no argumenta) aproximadamente lo siguiente: la expresión “flaite” es un término vejatorio utilizado para oprimir simbólicamente a quien ya sufre la opresión fáctica del sistema. Esta práctica de injusticia simbólica resulta  (como toda injusticia, supongo) inmediatamente de las estructuras neoliberales de la sociedad chilena. La columna llega al colmo del ingenio al forjar el neologismo «neoclasismo» para que las sutiles conexiones con la noción de neoliberalismo no pasen desapercibidas al lector. Me interesa ante todo una afirmación del autor mediante la cual éste se considera implícitamente eximido de sostener sus afirmaciones mediante argumentos: «Algunas comentadas columnas de la propia página El Mostrador, prolíficos libros, artículos, entre otros» asegurarían la evidencia de lo que el autor parece limitarse a recordar.

La cuestión de fondo no es la de saber si la tesis del columnista es correcta o no, sino la manera en que éste la presenta. Ella no ofrece, repito, argumentos. En lugar de la argumentación se realiza una simple ecuación: uso del término flaite = injusticia/mal; injusticia/mal = neoliberalismo; ergo uso del término flaite = neoliberalismo. Además de prescindir de la argumentación, la columna de la que hablo parece formulada más sobre la base de tincadas que sobre la base de un conocimiento del tema. Dos ejemplos. Casi todo el mundo sabe que el término “cuico” proviene del coa y que es una contracción de «culiao y conchetumare». El término tiene una connotación peyorativa: nadie se auto designa como cuico sino para provocar. Y sin embargo, el columnista indica que «cuico» sería un término celebratorio (para designar un nosotros) opuesto al discriminatorio «flaite» (para designar un ellos). En segundo lugar, la riqueza semántica del término flaite excede hoy por mucho la caracterización que de ella hace el columnista. Flaite suele por ejemplo utilizarse como sinónimo aproximativo de “chanta”, una expresión que no discrimina en términos de clase, sino en términos morales. No cabe duda: “flaite” es una expresión que nace de discriminaciones ancladas en desigualdades sociales. Pero de ello no se sigue que el neoliberalismo alimente un uso “neoclasista” del término. Si fuese el caso, debiésemos también preguntarnos si acaso nuestro uso de las expresiones “caballero” y “villano” responde a conductas “neofeudalistas”.

Nada más natural que tener una posición política o ideológica (por ejemplo: el neoliberalismo es fuente de todo mal social). Nada más natural que querer verla confirmada en cada esquina. Pero querer verla confirmada y confirmarla son dos cosas distintas. Una columna no es, insisto, un lugar para demostrar ideas, pero sí al menos para mostrar su verosimilitud mediante la argumentación, un (cierto) conocimiento de causa y la habilidad retórica. La repetición de mantras no es ninguna de estas cosas. Ella es más bien una sobada de lomo entre los que pensamos igual. Además de autocomplaciente, la repetición de mantras ideológicos es fome: no incita el debate de ideas, no aclara nada, y ni siquiera aumenta la eficacia retórica del discurso que los saca a colación hasta el mareo. Por el contrario: termina por prevenir cualquier seducción del adversario ideológico.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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