Poco más de treinta años han pasado desde la publicación de la célebre y controvertida tesis de Francis Fukuyama sobre el fin de la historia, en 1992.
En aquellos años, una racha negativa marcó la vida del entonces empresario del mercado inmobiliario, Donald Trump, dejando buena parte de sus activos en quiebra. Sin embargo, hacia fines de la decana, su situación financiera mejoró al punto de transformar su fortuna en una de las más grandes del planeta.
Pero ¿qué relación tiene el fin de la historia con el magnate de la política?
Aunque con Trump siempre existe la tentación de hablar del fin de la historia en términos literales. En esta oportunidad, sólo se relacionarán lo suficiente para explicar el momento actual de la política en el mundo.
La irrupción del empresario en la escena política no ha dejado a nadie indiferente y no precisamente por su impresionante patrimonio, sino más bien, por la ola de declaraciones públicas marcadas por prejuicios y descalificaciones en contra de mediomundo. Y en realidad, no es de sorprender viniendo de un “superventas” que aunque nunca ha estado directamente ligado a la política, comparte al menos la misma pasión por la sobreexposición mediática que ha conducido a la clase política actual a su más absoluto desprestigio.
Ahora bien, en tiempos en que los sistemas políticos y económicos se mezclan en la concreción material de una vía única y sin retorno, el liberalismo –paradigma ideológico del bloque occidental antes y durante la Guerra Fría- al fin logra imponerse sin contrapeso en el mapa geopolítico mundial, fundiendo política y negocios en un gran espectáculo que mantiene a la democracia cautiva y anclada en el mercado. Constituyendo así la piedra angular de nuestra civilización actual.
[cita tipo= «destaque»]La figura pública del candidato republicano emerge como la versión moderna del orador griego, que marginado del dominio del conocimiento y empleando sólo su capacidad persuasiva, ha logrado peligrosamente inculcar toda clase de creencia vaga en la masa oyente bajo la promesa de gratificar sus apetitos más íntimos.[/cita]
A partir de los noventa, Estados Unidos re-significó el sueño americano y sujetos como Donald Trump se sintieron omnipotentes. La autorrealización profética del águila calva, a pesar de sus crímenes de guerra, consolidó el imaginario del gigante americano como el gran protector de la humanidad.
Hoy, la crisis institucional que vive actualmente la política en el mundo, coincide con un momento en la historia de la humanidad en que se evidencian los efectos que ha generado tanto la conformidad total o adecuación inobjetable a un marco único referencial, como la censura y el agotamiento de las discusiones y propuestas para la construcción de vías alternativas. La falsa exigencia y el convencimiento absoluto de que no existen condiciones objetivas, criterios o principios que permitan ir gestando una alternancia al modelo predominante, han trasladado la crisis a niveles más profundos en los que incluso se celebra el fin de la historia como el epilogo de los sistemas políticos representativos.
Y entonces sí, Trump y el fin de la historia van juntos, pues aunque nos parezca cuestionable el rumbo de la política actual, al extremo de quebrantar irreparablemente nuestra confianza en ella, es difícil que el hombre abandone toda convicción pues al menos necesita creer que sus pasos van en alguna dirección. Pero ¿en qué creer cuando ya nada nos parece creíble?
La figura pública del candidato republicano emerge como la versión moderna del orador griego, que marginado del dominio del conocimiento y empleando sólo su capacidad persuasiva, ha logrado peligrosamente inculcar toda clase de creencia vaga en la masa oyente bajo la promesa de gratificar sus apetitos más íntimos.
En una suerte de despertar, ciertos sectores han encontrado en su discurso la trinchera del capitalismo salvaje que promete devolver a la patria su gloria.
El tiempo dirá si Trump representa el comienzo de un nuevo populismo de extrema derecha, heredero de tantos males y prejuicios. Y aun cuando este momento pueda no ser el fin de la historia en términos hegelianos –como postula la tesis de Fukuyama-, creo que bien puede considerarse como la culminación de un momento histórico de la política y el surgimiento definitivo de una nueva clase política para el siglo XXI, la política del silencio en la democracia del espectáculo.
Trump es, al mismo tiempo, hijo de una nueva política que nace del descontento ciudadano, se alimenta de la crisis de sentido del hombre y apunta al fin de la historia.