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Chile: avizorando la incertidumbre

Luis Machuca
Por : Luis Machuca Ingeniero Comercial (U. de Concepción), Magister en Planificación y Gestión Educacional (UDP), docente universitario y consultor.
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Un artículo reciente en Financial Times se manifiesta la posibilidad de que Chile caiga en los próximos años (el próximo, en realidad) en el populismo. Lo hace a partir de una evaluación del panorama actual en sus aspectos económico, político y social. A ello agrega hechos recientes como el Brexit y la elección de Donald Trump en EE.UU. Estos dos últimos ejemplos ya se han vuelto un lugar común. Calificar de populistas dos decisiones ciudadanas legítimas y por demás justificadas para quienes optaron por ellas. El Brexit fue votado por quienes tienen reservas entendibles sobre el futuro de Europa y Trump ganó, entre otras razones, porque la alternativa fue juzgada peor. Clinton representaba, para muchos, lo peor de la política. Las malas prácticas, como suele decirse acá.

El populismo, usado como término peyorativo, es la recurrente amenaza que utiliza el establishment para salir rápidamente al paso de alternativas que surgen a raíz, entre otros factores, de las mismas condiciones que ese establishment va generando en la economía y la sociedad. El concepto de populismo tiene también una acepción positiva: propuestas tendientes a construir el poder a partir de la participación popular y de la inclusión social.

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Quizás no esté de más recordar acá, a propósito del concepto de poder, un hecho básico y que, posiblemente como tal, se obvia. O tal vez se obvia porque suena altamente brutal (políticamente incorrecto, dirían algunos) o al menos demasiado escueto exponerlo: ¿por qué las personas adhieren a una determinada corriente política, un partido, por ejemplo? Hay dos razones y no más.

Uno: compartir, legítimamente, los postulados filosóficos de la organización; y, dos (y aquí viene lo que no gusta reconocer, ni menos declarar): tener la posibilidad de acceder al ejercicio del poder. Esto último puede adquirir las más variadas formas concretas, desde ejercer altas magistraturas, pasando por una jefatura de servicio, una seremía, una asesoría, un vehículo fiscal, una buena oficina por último. Una pega, un ingreso, a cambio de la “vocación de servicio público” (algunos lo han confundido con autoservicio público, en fin).

Indudablemente el Estado, como toda organización, requiere cuadros humanos que lo administren. Sin embargo, es a partir de esta necesidad, que se van generando las condiciones para que surjan todas las formas de corrupción y prácticas reñidas que conocemos. Gran parte de estas situaciones se deben al tiempo en que las mismas personas ejercen el poder, pasando de una función del Estado a otra. Nos admiramos por el hecho de que Pinochet estuvo 17 años en el poder. Era un dictador. Tal vez pudo hasta haber estado más tiempo. Pero poca extrañeza nos causa el hecho de que, por ejemplo, en el Congreso, haya “servidores públicos” que llevan 20 años y más. Incluso ha aparecido la figura del “delfín”. Un senador, después de haber ejercido tal cargo por dos períodos y más, se “retira” y entonces el diputado que lo acompañó en la circunscripción, pasa a ser senador. Y así, suma y sigue.

¿Cuántas redes de contactos y de compromisos puede adquirir una persona que ejerza el poder por 10, 15, 20 años? Algunos pueden decir que dichos personeros han sido elegidos democráticamente, como si ello excusara los riesgos asociados. Es entonces, en este contexto, que debe entenderse el surgimiento de alternativas. Otra cosa es que, en realidad, no sean tales. O resulten peores.

Actualmente, en que se está practicando una suerte de palitroque político, en donde van surgiendo sucesivamente nombres para eventualmente postularse como Presidente, que luego van cayendo uno a uno, producto entre otros factores de un mayor control ciudadano y un periodismo de investigación más acucioso, ¿existe riesgo de ese tan temido populismo? Difícilmente. Este fenómeno requiere de caudillos con un discurso poderoso en términos de imagen y de proyecto. No tenemos eso. Hay solo débiles representantes de lo que podría encarnar este tipo de opciones. Por ello es que los políticos “serios”, los tradicionales, se siguen sosteniendo a la hora de mencionar nombres. Es altamente posible que al final, como lo vaticinó el señor ministro del interior (en off, aclaró) la cuestión se dirima entre “servidores públicos conocidos”. Los mencionados u otros.

El riesgo se avizora después. No es mi intención ser catastrofista, pero traigo a colación que, a fines de los 60, e incluso hasta 1971, ¿cuántos visualizaron el cambio dramático que estaba ahí, a la vuelta de la esquina, a menos de 5 años de ocurrir? Hoy en día, con un programa de gobierno en desarrollo, que incluía e incluye varias transformaciones importantes, existe un grado de insatisfacción ciudadana que crece día a día. Porque, aun con reformas, existen áreas en las cuales la percepción ciudadana es que sencillamente está todo por hacer. O, lo que viene a ser lo mismo, lo hecho no satisface. El Presidente o Presidenta que venga deberá hace una elección crucial: desandar parte de lo andado (enmendarlo, dicen) o acentuarlo. La elección satisface a distintos segmentos de la población. No es posible dejar contentos a todos. Y las consecuencias sociales y políticas no serán despreciables. Y hasta pueden ser dramáticas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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