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Fuego, Naturaleza y ‘Antropoceno’

Pelayo Benavides
Por : Pelayo Benavides Académico Pontificia Universidad Católica de Chile -Campus Villarrica
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Los incendios forestales han vuelto a centrar la atención del público este verano, por su aumento en número y agresividad. Pretendo aquí expandir lo que escribí en febrero del año 2016, en una columna sobre áreas silvestres protegidas e incendios forestales, a partir de los incendios de la reserva China Muerta y otros en la región de La Araucanía. Estos incendios tienen características y causas bien determinadas, descritas y analizadas por una variedad de expertos como especialistas de CONAF, personal de ONEMI, bomberos y otros. Sin embargo, de gran importancia resulta la declaración de la Sociedad de Ecología de Chile (SOCECOL), recogida y difundida también por la Sociedad Chilena de Socioecología y Etnoecología de Chile (SOSOET), en que llaman a entender el problema de manera sistémica y proactiva, en lugar de la tradicional política reactiva que prima en nuestro país. Estamos ante un escenario de acelerados cambios y no habrá vuelta a los patrones climáticos conocidos hasta hace poco. Este nuevo contexto de olas de calor, sequía persistente e incendios resultantes, emergió para quedarse, al parecer, por un buen rato.

Quizás sirva reflexionar desde un punto de vista antropológico acerca de nuestra relación como humanos con el fuego. Esto dado que es una de esas relaciones que tensionan nuestros supuestos acerca de lo que es Naturaleza y Cultura, esa separación entre un orden independiente a lo que los humanos hagan y aquello que supuestamente controlamos directamente. ¿Cuán natural o cultural es el fuego en ese sentido? Por supuesto, depende de una serie de condiciones, pero la pregunta no deja de parecer extraña. Sin embargo, esta es una manera culturalmente específica de entender nuestro entorno y con una historia bien definida. La forma dicotómica en que particularmente la modernidad Occidental ha comprendido el mundo no es por supuesto universal, ni ha sido la preeminente a través de la misma historia de los países industrializados de occidente. ‘Naturaleza y Cultura’, ‘Mente y Cuerpo’, ‘Instinto y Razón’ son solo algunos de los dualismos con los que el mundo moderno industrial ha entendido y moldeado el planeta. En especial, la dicotomía ‘Naturaleza-Cultura’ ha sido objeto de importantes críticas y revisiones en las últimas décadas del llamado post-humanismo, por autores como Marilyn Strathern (1980), Bruno Latour (1993), Tim Ingold (2000) y Philippe Descola (2014 [2005]) entre otros, para quienes la conclusión es clara. Esa ‘Naturaleza’ -definida por Latour (2004) como una mezcla de Política de ‘Grecia Clásica’, Cartesianismo francés y parques nacionales de Estados Unidos- simplemente no existe ni ha existido como tal para muchas sociedades en el mundo. Además, como concepto enraizado en el movimiento Romántico europeo, se le ha constituido también como una fuerza y orden superior, para contemplar y adorar, con todos los aspectos positivos y negativos que tales actitudes conllevan.

Por ejemplo, tal como expertos en desastres argumentan (Hoffman & Oliver-Smith 2002; Krüger, Bankoff, Cannon, Orlowski & Schipper 2015), la calificación de ‘natural’ muchas veces resulta absurda: ciertos eventos climáticos o geológicos se transforman en un desastre solo porque comunidades humanas se ven negativamente afectadas, no siendo ‘desastres’ en sí. Es por una combinación de factores en los que los humanos participaron, consciente o inconscientemente, que el desastre se generó, lo que demuestra nuevamente que la Naturaleza no está en otra parte o es un orden macro del que no somos parte activa. Con una conciencia creciente acerca de los niveles de interrelación de la humanidad con su entorno, surge el cada vez más referido concepto de “Antropoceno” -término no exento de controversia y altamente discutido (Gibson & Venkateswar 2015)– acuñado por Paul Cruzen (2002), refiriéndose a un nuevo intervalo geológico marcado por las influencias humanas a una escala planetaria. Así, la acumulación de efectos producidos por nuestra especie, y en especial en los últimos 200 años (desde la Revolución Industrial), son vistos como la causa fundamental del presente calentamiento global y consecuente cambio climático. La humanidad entonces, se asume como una suerte de “fuerza geológica” más.

[cita tipo=»destaque»]El urgente ‘combate’ de incendios forestales es una de las medidas necesarias para enfrentar el problema, pero también es un cambio de tipo 1, o ‘más de lo mismo’: más brigadas, más helicópteros y aviones, más equipamiento técnico. Todo esto es vital, pero claramente no resuelve un problema que es altamente multifactorial. Se requiere como Estado ser capaces de priorizar y generar profundos cambios de tipo 2, es decir estrategias realmente distintas, como ya dicen muchos, políticas públicas serias que aborden estas condiciones a corto, mediano y largo plazo[/cita]

Mucho de esto se ha producido por una larga historia de combustión, de transformación de nuestro planeta a partir de nuestras acciones vía fuego. Historiadores como Stephen Pyne (2001) y Johan Goudsblom (1992), afirman que el fuego tiene una larguísima historia en el planeta (en directa relación con la evolución de organismos vegetales) y desde que los primeros homínidos lograron capturarlo, ya nunca más nos separamos: nos dio luz, calor y protección. Basta recordar el gran número de narraciones que explican la obtención del fuego y su importancia en múltiples sociedades. Así, Gaston Bachelard (1964 [1938]) afirmaba que el fuego era un misterio y sin embargo al mismo tiempo era “familiar”. La noción de que el fuego había sido ‘descubierto’ por los homínidos se transformó en una que habla de la domesticación del fuego. Se le contiene en ciertos espacios bien delimitados, se le ‘alimenta’ con combustible, se le ‘sofoca’ si genera un peligro, se ‘ahoga’ si no tiene suficiente oxígeno. Hay pocas reacciones químicas con las cuales nos relacionamos de esta manera, como si fuera una criatura; tiene lenguas, ruge, salta de un sitio a otro o se arranca a veces en quemas agrícolas. Como agente transformador y purificador está a la base de nuestra calefacción, alimentación y de prácticamente todo lo que nos rodea en entornos urbanos, en cada producto de manufactura industrial. De igual manera, parece no haber conflicto violento entre humanos que no involucre al fuego como pináculo de destrucción (Jensen 2016). De hecho estamos más rodeados de fuego que nunca en la historia, pero invisibilizado, mayoritariamente encerrado en motores, como agente en procesos tecnológicos varios.

Una de sus particularidades es, sin embargo, que el fuego moldea las vidas de muchos aun cuando no se encuentra directamente presente; pensemos por ejemplo en todos los diseños de edificios que deben tomar en cuenta la posibilidad de incendios. Tal como ocurre con las relaciones con ciertos animales, microorganismos e instituciones, tienen una condición “ausente -sin embargo- presente” que influye en nuestro actuar. Es cosa de preguntar a los guardaparques de CONAF en cómo afecta sus rutinas de trabajo en verano, aunque no tengan ningún incendio en la temporada. Algunos estudios (Twomey 2013) sugieren incluso que el manejo del fuego contribuyó al desarrollo y moldeamiento de las capacidades cognitivas humanas implicadas en planificación, auto-control y cooperación, lo que Goudsblom interpreta como un proceso de auto-domesticación. Sin embargo, también parecemos haber olvidado dicha presencia-ausente, si consideramos nuestra patente falta de prevención. Así, Pyne afirma que el fuego no ocurre de manera genérica, sino que siempre cuenta con la especificidad de la combinación de factores que lo generaron. Por esto lo define ante todo como una relación y eso vale tanto para una lectura química como para una social. Por eso siempre será comprendido de maneras diferentes, relacionadas con el contexto: como herramienta agrícola o industrial, como transformador de alimentos, foco de interacción social o como amenaza mortal. Lo preocupante es que, al parecer, uno de los efectos de masificar y confinar al fuego es que hemos perdido conocimientos y manejo del mismo. Paralelamente, cuando la ‘Naturaleza’ y el ‘Medioambiente’ pasan a ser estos constructos puestos en otro lugar, nos ‘des-entendemos’ de una multitud de procesos y relaciones. De esta manera, lógicamente dejamos de ‘entender’ y de reconocer nuestra participación –mayor o menor- en moldeamientos locales y globales.

De esta manera, pareciera que los incendios simplemente ocurren, apareciendo de la nada, aunque exista el dato confirmado de que la mayoría de los incendios forestales del país son provocados por personas, tanto de manera intencionada como accidental. Lo que no manejamos con tanta claridad es que esos fuegos también son ‘alimentados’ a través de muchas otras acciones y omisiones: por planificaciones periurbanas, manejos de vegetación que han impactado condiciones de sequía y de combustible a disposición, por decisiones respecto de políticas públicas que los aborden, por ciertas orientaciones en educación o por esos simples actos riesgosos, justificados con un “si no va a pasar nada”. Pareciera que muchas personas también han perdido la real apreciación de su poder de destrucción, para espanto de quienes enfrentan de manera directa las consecuencias, incluso perdiendo sus vidas.

Si bien podemos tener una noción abstracta de lo relacional, hemos perdido las experiencias directas implicadas y no me refiero a una visión romantizada tipo ‘New Age’ de nuestra relación con el entorno. Cuando dejamos de hacernos cargo más directamente de nuestros deshechos, de la provisión de combustible para calentarnos, de las limitaciones de agua y de los usos de energía para vivir, operamos en dicha alienación. Solo se presionan botones, abren llaves, realizan llamadas y estos bienes y servicios aparecen por arte de magia, al menos para ciertos sectores de la población. Cuando la ‘Naturaleza’ esta “allá afuera” o contenida de manera supuestamente pura en áreas protegidas, perdemos de vista nuestra propia imbricación diaria con muchos otros organismos y procesos en una diversidad de espacios. Este sistema global no se ajusta a los “virtualismos” que pretendemos generar, moldeando lo que ocurre en flujos impredecibles que nos incluyen, para que calcen con el papel.

Finalmente, el urgente ‘combate’ de incendios forestales es una de las medidas necesarias para enfrentar el problema, pero también es un cambio de tipo 1, o ‘más de lo mismo’: más brigadas, más helicópteros y aviones, más equipamiento técnico. Todo esto es vital, pero claramente no resuelve un problema que es altamente multifactorial. Se requiere como Estado ser capaces de priorizar y generar profundos cambios de tipo 2, es decir estrategias realmente distintas, como ya dicen muchos, políticas públicas serias que aborden estas condiciones a corto, mediano y largo plazo. Se requiere más prevención y más educación pero problematizaría la manera en que se da y sus contenidos. Es importante repensar la forma en que abordamos esta separación ilusoria con nuestros entornos y las dicotomías que persisten en nuestros discursos. Necesitamos pensar sistémicamente que país estamos construyendo y destruyendo. Así, cuando entendamos que el fuego –como muchos procesos- se extiende más allá de ciertas condiciones puntuales inmediatas, quizás podremos regular mejor nuestra relación con el mismo y sus efectos a escalas locales y globales. Mientras tanto, bienvenidos a la muy anunciada realización de nuestros infiernos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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