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Bang Bang

Joana Bonet
Por : Joana Bonet Periodista y filóloga. Columnista del diario español La Vanguardia.
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La bomba, que explotó en una atmósfera peinada de risas y efectos especiales, cayó sobre el estilo de vida occidental, sobre los padres que llevan a sus cachorros a conciertos, sobre las madres que siguen sus mismos pasos de baile, sobre las letras tontorronas y picantes, sobre la vida ligera e instagrameada. También cayó sobre los valores que asientan la democracia.


Ariana Grande era, hasta ayer, una portavoz del mundo rosa metalizado de la preadolescencia. En su registro, el de una joven estrella del pop que triunfó en las series azucaradas para niños, los ­tacones se llevan con calcetines cortos, las colas de caballo son muy altas y se estilan traseros como Cadillacs –así lo canta en Bang bang, desinhibida y sexua­lizada: “Bang bang en la habitación (sé que lo quieres) / Bang bang encima de ti (te dejaré tenerlo)”.

Sus letras hablan de chicas malas que consiguen que “tu mente explote”, de amores peligrosos a lo Bonnie & Clyde y de feminismo chic. Venden una transgresión tácitamente aceptada en el mercado teen –en España los llamados millennials suman cinco millones de consumidores–, tan audaz como mimado por las marcas. En los ­videoclips de Ariana, en Break free por ejemplo, aparecen monstruos con armas que fulminan a quien les da la gana con rayos verdes. No se trata de indios y vaqueros, pero sigue reproduciéndose el esquema maniqueísta de buenos y malos, mezclando inocencia con se­ducción.

Ayer el mundo rosa metalizado de Grande saltó por los aires en Manchester, ante miles de chavales que apenas se han desperezado de la niñez y que aún no conocen el significado de la palabra atentado. Ver reflejado el terror en la mirada de un niño te horada por dentro. Hay devastación en ello. Como pisar un jardín recién cultivado.

En la radio buscaban precedentes comparables y recordaron aquella escuela de Beslán donde murieron 186 niños en el año 2004, o un colegio judío en París atacado hace un lustro. Pero, en Manchester, los terroristas no sólo detonaron una sangrienta bomba entre los más vulnerables, jóvenes que ignoran la yihad salafista y su califato de terror, ajenos también a la creciente islamofobia, chicos que quizás sí sepan que cerca de trescientas estudiantes fueron secuestradas en una escuela nigeriana y que más de cien siguen en manos de sus verdugos tres años después sin que la inteligencia internacional haya sido capaz de encontrarlas.

La bomba, que explotó en una atmósfera peinada de risas y efectos especiales, cayó sobre el estilo de vida occidental, sobre los padres que llevan a sus cachorros a conciertos, sobre las madres que siguen sus mismos pasos de baile, sobre las letras tontorronas y picantes, sobre la vida ligera e instagrameada. También cayó sobre los valores que asientan la democracia.

Y además de cobrarse dolorosas víctimas, agranda más la brecha entre los partidarios de la integración multi­cultural y los que quieren volver a le­vantar muros. El terrorismo siempre ha ­sido sinónimo de un mundo cerrado con candado. Su llave es la libertad.

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