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En contra del rodeo: la irracionalidad de una práctica develada a través de un ejercicio empático


«Un ser sintiente, ingresa, de manera forzosa, a un espacio aparentemente cerrado. Inmediatamente, identifica que dos animales poderosos, y más grandes que él, inician una persecución a su respecto. Siente temor.

Basado en el instinto de autoconservación que caracteriza a gran parte de los seres vivos, inicia una carrera desesperada para tratar de escapar del lugar, acción que sólo lo lleva a confirmar el carácter cerrado del ambiente en que se desenvuelve.

Repentinamente, su cuerpo es violentamente golpeado contra una superficie extremadamente dura. Su sistema nervioso central capta el daño ocasionado por la embestida y transmite señales eléctricas en respuesta al estímulo exterior; el ser sintiente experimenta dolor.

El malestar percibido aumenta la sensación de angustia que ya, desde un inicio, le provocaba el entorno al que fue forzado a ingresar. Y esa sensación se enfatiza aún más cuando el ser sintiente puede apreciar que los animales poderosos que lo habían atacado, ahora lo rodean y persiguen de cerca. Esa cercanía no es sino indicativa de la inminencia de un nuevo ataque.

A pesar, de imprimir aún mayor esfuerzo en su huida, el ser sintiente constata que, haga lo que haga, se encuentra permanentemente cercado: el temor se agudiza y se convierte en pánico.

Por un instante no hay sonido; cuesta respirar. La segunda embestida ha fracturado sus costillas y aun así, el ser sintiente entiende que debe correr por su vida.

La tercera agresión da directo en el cuello, obstruyendo la respiración, generando asfixia.

A nivel psicológico, angustia; a nivel físico, profundo dolor; a nivel auditivo lo único que se puede percibir es un extraño ruido, algo así como una multitud rugiendo, exclamando de alegría, un sonido incoherente con lo sucedido”.

El escenario recién representado puede ser resumido en dos palabras: abuso y sufrimiento. Agresores en situación de superioridad (especialmente diseñadas al efecto) infligen daños sobre el cuerpo de un tercero que se encuentra en inferioridad de condiciones.

En relación con lo descrito, surgen algunas preguntas moralmente relevantes: ¿puede justificarse racionalmente un espectáculo basado en el dolor de un ser vulnerable y capaz de sentir, más aún cuando éste se ha visto forzado a participar en aquél?; En segundo lugar: ¿puede justificarse la exaltación de una práctica construida sobre la base de una relación de abuso-sufrimiento ejercida sobre un ser sintiente, al nivel de considerarla como un emblema nacional?; ¿puede existir consistencia entre una institución como la descrita y los estándares éticos propios del siglo XXI?; finalmente, ¿es posible que seres empáticos puedan ser capaces de enarbolar argumentos a favor de la mantención de una práctica que se basa en el padecimiento y la angustia de otro?

[cita tipo=»destaque»]El escenario recién representado puede ser resumido en dos palabras: abuso y sufrimiento. Agresores en situación de superioridad (especialmente diseñadas al efecto) infligen daños sobre el cuerpo de un tercero que se encuentra en inferioridad de condiciones.[/cita]

Es obvio que la historia detallada al inicio y las subsecuentes preguntas realizadas, tienen por objeto cuestionar la justificación racional de la práctica que se conoce como Rodeo, y que hasta la fecha se encuentra se elevada, entre nosotros, a la categoría de deporte nacional.

Y es que, ¿cómo es posible entender, en el actual contexto cultural, que causar reiterados daños a un animal, no sólo pueda causar la felicidad de miles de espectadores, sino además ser destacado y promovido por un Estado contemporáneo?

Algunos defensores de esta práctica, podrán intentar justificar una institución como la descrita en atención a las diferencias, supuestamente ontológicas, que dividen a seres humanos y animales. Así los animales no humanos, al carecer de habla y, por lo tanto, de razón, ocuparían un peldaño inferior en la escala evolutiva y de esto se seguiría (aparentemente) el derecho de hacer de ellos lo que los humanos, arbitrariamente, decidan.

Pero, de la falta de capacidad lingüística o de un aparente déficit de racionalidad práctica no se sigue un derecho de hacer sufrir al otro. Para constatar una falacia como la descrita, le pido al lector que elimine la palabra “ser sintiente” utilizada en el relato introductorio y la reemplace (con las modificaciones correspondientes) por la de “infante”. La sola propuesta resulta inquietante: y es que, ¿quién entre nosotros, podría justificar el sufrimiento de un niño pequeño, a pesar que éste no sea capaz de lenguaje y que sus estructuras heurísticas no se encuentren plenamente desarrolladas?

Lo que esta infame hipótesis alternativa pretende demostrar es que la pertenencia a una determinada especie resulta irrelevante al constatar el sufrimiento de un tercero, cualquiera sea el tipo de animal que se encuentre sometido a una situación de tormento: sea un animal humano, sea un animal no humano.

A mayor abundamiento, el argumento basado en el criterio de superioridad racional, es susceptible de ser invertido: si es cierto que poseemos una capacidad analítica privilegiada en relación con el resto de los animales, tal condición nos obligaría a ser aún más exigentes con nuestras propias evaluaciones morales. En el caso de que se trata, partiendo de la base de que somos especímenes dotados de empatía, parecen ser especialmente inmorales aquellas prácticas que se fundan el dolor de un tercero, sobre todo cuando ese sufrimiento es provocado sólo por placer o diversión.

Seguramente, habrá quienes defiendan este “deporte” como una tradición inserta en la “cultura” nacional. Pero la tradición no es argumento, y una costumbre irracional e inmoral debe ser abandonada.

Finalmente, si es verdad que las prácticas humanas poseen bienes internos a las mismas, ¿qué bien interno puede ser identificado en el Rodeo?; ¿Acaso alguien puede vanagloriarse de haber alcanzado la excelencia en la mortificación seres sensibles?; ¿Pueden calificarse como virtudes las destrezas obtenidas a través del desarrollo de esta actividad?

En nuestro camino hacia una comunidad madura, hemos progresado, a través de los años, lenta y costosamente; siempre rezagados respecto del resto del mundo. Seguramente, aún no será posible abolir entre nosotros la práctica basada en el maltrato animal que denominamos Rodeo, sin embargo, es hora de abrir el debate a su respecto, de manera tal de revelar tanto su irracionalidad como su abierta contradicción con los estándares éticos que deben prevalecer en el contexto de la sociedad del conocimiento.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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