Publicidad
Chile y el cambio: divididos entre el arranque y la reversa Opinión

Chile y el cambio: divididos entre el arranque y la reversa

Eugenio Correa
Por : Eugenio Correa Economista y PHD en Filosofía Autor de “La Concepción tecnoeconómica del Tiempo”
Ver Más


“Tal es la situación de atribuir responsabilidades a personajes que van desde los alienígenas hasta los cubanos, pasando por los venezolanos, el K-Pop o el enemigo implacable y poderoso al que se le debe hacer la  guerra. Así, “el otro” emerge como “otro” indescifrable y peligroso. Lo anterior no puede sino entenderse como el producto de un orden social económico y moral ordenado bajo una Constitución que expresa fielmente un orden social patológico”.

En 1999, la primera vez que Joaquín Lavín fue de candidato a Presidente de Chile, su eslogan de campaña fue “Ya viene el cambio”. Aunque en esa elección, el actual alcalde de Las Condes perdió por poco más de 30 mil votos,  la apuesta de que un cambio era necesario, se transformó en un sello de la UDI, expandiéndose a su coalición por las próximas tres elecciones.

Cuando Sebastián Piñera ganó en enero de 2010 la segunda vuelta contra Eduardo Frei, su campaña mostraba a una Alianza por Chile unida, bajo un jingle que rezaba “tiempos de cambio”.

A 10 años de que la derecha llegara por primera vez en 50 años democráticamente al poder, podemos afirmar que Chile Cambió. Después del Estallido Social del 18 de octubre, lo dicen  los estudiantes, los trabajadores de los malls, los vecinos de esos malls que escuchan las cacerolas,  la primera línea de la Plaza de la Dignidad, las canciones, las encuestas, los trending topics. “Chile Cambió” se raya en los grafitis y murales, se vende como merchandising en forma de poleras, afiches y  tazones en cuanta feria artesanal veraniega se visite. Chile cambió, pero… de una forma muy diferente a como lo debieron haber imaginado los publicitas que asesoraron a la UDI y a RN.

Chile Cambió para todos, pero ¿cuál es el significante de esto y cómo este cambio lo interpretan unos y otros?

Trato  de imaginar qué cambió desde la mirada del mundo más conservador, de aquellos que hace quizás 20 años, hicieron flamear banderas azules con letras amarillas que decían visionariamente “Ya viene el cambio”. En ellos leo una cierta desazón y una nostalgia por lo reciente (el oasis), por cuanto aparentemente nuestro sistema social estaba en paz y lo números mostraban crecimiento y empleo como ningún otro en la región.

Para ellos, veo cómo este cambio simboliza la reversa.

El gran modelo chileno mostraba intenciones de ser  emulado por parte de naciones que no lograban nuestros guarismos ( por ejemplo, la apuesta de la campaña de Bolsonaro en Brasil, que lo hizo con un ministro de Hacienda que prometía un sistema de AFP a la chilena y que después del 18 O tuvo que desdecirse) y que hoy demuestran esa nostalgia como el síntoma de una pérdida irreparable que no se volverá a conocer a lo menos en los próximos 30 años.

Por  otro lado, veo a chilenos para los que el 18 de octubre simboliza el pie sobre el acelerador con el que recién comienza la puesta en marcha. En ellos el proceso se ve como una oportunidad única, de mayor justicia social y de una creciente dignificación de las instituciones y personas por la vía de un mayor empoderamiento de la población y sus derechos.

Sin embargo, un mero examen de estas manifestaciones –sentimiento de acelerar y retroceder–, nos permitirá concordar que no dejan de ser expectativas  y/o miedos que reflejan los modos de aproximarse al mundo que  cada uno de nosotros exhibe.

Y para esto la filosofía y la psicología tienen una respuesta.

Para Heidegger sería la “singularidad” y sus estructuras “existenciarias” frente al mundo, vale decir, cómo me afecta el mundo o el ser o, en el caso de Lacan, “el otro”. Para Jacques  Lacan, “el otro” emerge como un desconocido, alguien que representa una alteridad radical, un sujeto del que estoy separado por el “muro del lenguaje”. Así tanto para Freud como para Lacan, esta “dimensión insondable de lo que es otro ser humano”, el profundo abismo de una personalidad ajena, su absoluto hermetismo, que me refleja como aquel que se parece a mí, con quien puedo empatizar, y que me acecha siempre el abismo de la “otredad” radical. De alguien sobre el que, en última instancia, no sé nada. ¿Puedo confiar en él?, ¿quién es?, ¿cómo puedo estar seguro de que sus palabras no son una mera fachada?

¿Cuánto de lo anterior es precisamente la base del problema social que se está manifestando en la actualidad?

Siendo así y especialmente en nuestro país donde la “Tecnopolítica” –matriz que establece que solo lo técnico cabe dentro de lo político-ideológico y reduce el ejercicio de la democracia a  la representación y elección, donde las alternativas recaen en expertos que deciden de acuerdo a imperativos sistémicos, y que se mueven promiscuamente entre política, negocio y corrupción– no ha sido capaz de dar cuenta que en el estallido social hay algo profundamente sentimental y, por lo tanto, ontológico. Es la revuelta de lo humano contra lo inerte de la técnica, lo psicopático y lo carente de empatía. El individualismo liberal burgués que se ha asentado ideológicamente en el discurso pseudocientífico del neoliberalismo, se enfrenta hoy a una masa que exige el más humano de los tratos: la dignidad.

Luego, la economía es el discurso del poder y la técnica neutral, la gran falacia. La “Tecnopolítica” que arranca de las tesis pragmáticas de Maquiavelo, donde la política es una tecnología del poder y no un proceso reflexivo en torno al bien común, se enseñorea como una práctica ontologizada por el modelo neoliberal en nuestra cultura. Así, la política se transforma también en una gestión más en manos de los especialistas. No  hay que  olvidar que nuestra actual Constitución se creó bajo un régimen contrario al de los “señores políticos”.

Más aún si lo situamos en un contexto donde se dan situaciones que más bien caracterizan a las sociedades enfermas, toda vez que aparece la visión narcisista y psicopatica-paranoica. Tal es la situación de atribuir responsabilidades a personajes que van desde los  alienígenas hasta los cubanos, venezolanos, el K-Pop o el enemigo implacable y poderoso al que se le debe hacer la guerra.

Así, “el otro” emerge como “otro” indescifrable y peligroso. Lo anterior no puede sino entenderse como el producto de un orden social económico y moral ordenado bajo una Constitución que expresa fielmente un orden social patológico. Por consiguiente, el cambio no solo tendrá que ser legal, serán necesarios muchos años de reeducación y reforma, incluso refundación de instituciones porque las prácticas en ellas seguirán instaladas.

La “tecnopolítica” en este sentido ha conspirado al evitar que las élites puedan reconocer en el ‘otro’ algo más que un ‘recurso’ humano, lo mismo con la naturaleza, en una ceguera despiadada. Es evidente entonces que ambas aristas se han conjugado para el estallido social: la humana y la ambiental. ¿Puede ser entonces frente a la complejidad del problema, tener una mínima expectativa que Chile cambió y comenzó a avanzar, a 100 días de la explosión social? Más bien lo que debemos hacer es un esfuerzo adicional para comprender de mejor manera el proceso y es aquí donde lo simbólico juega un rol fundamental.

El “gran otro” en la visión lacaniana, legitima, ordena y conduce, con mayor razón en un movimiento donde no hay líderes visibles y tampoco una agenda compartida. El proceso constituyente juega así un rol necesario y suficiente para que decante el proceso y crezca en su legitimidad. Conduzcan las demandas y ordene su quehacer.

Como se ha dicho, una nueva Constitución no resolverá las demandas sociales, pero desde la distancia empieza a jugar un rol preponderante en su conducción. El argumento de Lacan es que “necesitamos este recurso a la performatividad, el pacto simbólico precisamente y solo por cuanto el otro a quien me enfrento no es solo mi doble especular, alguien como yo, sino también el elusivo otro absoluto que en última instancia permanece como un misterio indescifrable. La función principal del orden simbólico, con sus leyes y obligaciones es volver a nuestra coexistencia con el otro mínimamente tolerable, un tercero debe interponerse entre mis prójimos y yo de manera que nuestras relaciones no estallen en violencia asesina” (Slavoj Žižek, Cómo leer a Lacan).

En nuestro pasado reciente este rol lo asumió la Iglesia católica, cuyo arzobispado gozaba de buena salud y legitimidad. En otras regiones  las Naciones Unidas o el Consejo de Seguridad y/o las intervenciones directas de otras naciones, como fue el caso de Chile en el conflicto con las FARC en Colombia, asumen el papel de este tercero mediador, sin embargo, en todos estos casos los objetivos están claros y definidos, y se confía en un negociador imparcial. La situación actual en nuestro país carece de ese eje orientador.

La movilización social no cuenta con interlocutores, las instituciones políticas, incluido el Gobierno, no tienen la legitimidad suficiente frente a la sociedad y el escenario es por consiguiente extraordinariamente líquido, siendo esta la condición básica para que la discusión sobre una nueva Constitución actúe como fuente generadora de acuerdos y a partir de esta nueva norma, generada participativamente, podamos pensar en un nuevo Chile. Ese que nos permita enorgullecernos de ser regidos por una Carta Magna que simbolice la ruta que nos lleve a alcanzar un país con mayores derechos, mayor distribución de la riqueza y mayor dignidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias