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Rumbo a Flensburgo o Un egocéntrico mundo paralelo Opinión

Rumbo a Flensburgo o Un egocéntrico mundo paralelo


En 1945, luego del suicidio de Hitler, cuando ya no sólo no había gobierno, sino tampoco Estado en Alemania, el almirante Dönitz, secundado por otros jerarcas de un régimen ya en los hechos derrumbado, formó en el puerto báltico de Flensburgo lo que llamó un gobierno provisional al que quiso asociarse Himmler, quien fue rechazado, temiendo Dönitz incluso que el líder de las SS intentara un golpe de fuerza para incorporarse o para encabezar el pretendido gobierno. Esta entidad –absolutamente irreal por la situación del país– contemplaba cargos tan ridículos como los de ministro del interior y cultura, ministro de industria y producción o ministro de agricultura, y su objetivo era negociar la rendición con los aliados occidentales e impedir que las tropas alemanas cayeran en manos de los soviéticos. Sin embargo, todo era una triste mascarada, pues el país casi entero estaba controlado por las fuerzas enemigas;  desde luego, no había industrias, comunicaciones, manifestaciones culturales o agricultura que dirigir o regular, ni tampoco existía elemento alguno de fuerza para imponer o, siquiera proponer en serio, alguna clase de negociaciones. Los aliados tomaron a este “gobierno” como lo que era: una payasada y ordenaron su capitulación incondicional que, en efecto, se produjo. Todo el “gobierno”, nunca reconocido, fue arrestado.

Más allá de la ideología siniestra que defendieron y del régimen execrable al que todos estos políticos o militares habían apoyado, lo interesante como fenómeno es la completa desvinculación con la realidad en la que incurrieron, disputándose cargos, conspirando entre ellos o creando puestos absurdos, cuando Alemania estaba arrasada, derrotada y destruida; soñando con negociaciones a esas alturas imposibles, suponiendo contar con un poder y con administrarlo, cuando era evidente que ya no lo tenían. Ese extremo de alucinación, creación de una realidad ficticia y paralela, revela un riesgo siempre latente para los políticos –y para los que, aun diciendo que no lo son, ejercen por largo tiempo como tales– consistente en separarse de la realidad, en mayor o menor medida, obnubilados por los efluvios del poder, ése que sigue intoxicando las mentes hasta cuando ya no existe. El caso de Flensburgo es extremo, porque ya no había siquiera un Estado que gobernar, pero cada vez que la política se degrada este riesgo se agudiza y luego se concreta y en el Chile actual se manifiesta, precisamente, como una realidad ya presente e instalada.

En efecto, a poco de un estallido social cuyas manifestaciones legítimas cabe separar por completo de los actos de vandalismo y pillaje con los que la mayor parte de la derecha y la fuerza policial han querido confundirlas y con las que se expresó, de manera multitudinaria y por meses, el rechazo a la conducción política de todos los sectores y a la perpetuación de un modelo que supera el capitalismo y se torna tristemente único en el mundo en su abusivo oprimir a la mayoría en beneficio de las grandes fortunas y, luego, a menos tiempo aún de un plebiscito en que el 80 % de la ciudadanía gritó a la cara a los partidos que no quiere nada con ellos, los políticos de todos los colores –sin escuchar una sola palabra de ese mensaje– se reparten hoy alegremente las candidaturas a la constituyente, como si la nación jamás hubiera hablado. Como si mediante el plebiscito el país no hubiera gritado con la clamorosa voz con que lo hizo: que no quería a los políticos profesionales –de ningún partido– en la convención constituyente.

Viviendo en su realidad paralela y ficticia, pues, los políticos se reparten las candidaturas a convencionales y la llamada centro izquierda  (¿qué es eso, a estas alturas?) no llega a acuerdo para ir en una sola lista, porque se pelean en la repartición de cupos. Por otro lado, falsos independientes, tras una vida de militancia, se suben también al carro de las candidaturas.

A ningún partido se le ocurre lo obvio: ceder sus cupos –sin reclamo de ventaja alguna– a verdaderos líderes sociales, a los que estuvieron en las protestas, a los que dirigen organizaciones vecinales, comunales, sociales, representativas de la ciudadanía real y que no responden a ninguna ideología ni disciplina partidaria. ¿Ideología dije? ¿Y a qué ideología responde hoy por hoy algún partido político?

Se dirá: todos tienen derecho a ser candidatos. Claro está, pero no es un problema jurídico el que aquí se plantea, sino una ceguera política irresponsable. La ciudadanía tenía derecho a esperar, luego de su rotunda manifestación, que el sistema electoral se modificara para que los verdaderos independientes pudieran postular con reales posibilidades, lo cual exigía algún mecanismo que permitiera oír la voz comunal y no sólo la de distritos extensos, comprensivos de muchas comunas, donde los dirigentes locales quedaran invisibilizados, enfrentando además la competencia de las mucho mejor preparadas maquinarias electorales partidarias. La ceguera consiste en suponer que impunemente pueden seguir, nuestros políticos, prescindiendo y hasta haciendo escarnio, con su conducta, de la voluntad popular. Ya desde hace tiempo, desde que los vencedores de cada elección celebran alborozados sus victorias, sin ninguna conciencia de que la altísima abstención demuestra que no representan sino a pequeñas minorías, se afianza la impresión de que nuestros políticos viven una realidad paralela, pero en esta ocasión se ha superado todo límite. Los políticos muestran así que nada los remece, nada rompe su burbuja.

Es bastante obvio que la indignación y decepción que generará en la ciudadanía la previsible modificación puramente cosmética de la constitución actual, por parte de convencionales no representativos, interesados, en general, en conservar los cerrojos bajo los cuales se asegure la inmovilidad del sistema, producirá nuevos y peores estallidos, amenazando la democracia, porque los sectores de siempre reclamarán la intervención de las fuerzas armadas. Y si, como es de esperar, éstas no se arriesgan a semejantes aventuras, puede igualmente quedar amenazada la estabilidad del Estado, por la anarquía a que posibles saqueos y delitos graves y prolongados, pueden conducirnos, avivados –ya se sabe– por extraños infiltrados y jamás reprimidos por una fuerza policial dedicada a repeler con fiereza, en cambio,  a los manifestantes comunes y corrientes, con costos de ojos, si no de vidas.

En un caso o en el otro, los políticos mismos estarán en peligro y es imposible prever hasta qué extremo lleve semejante ola de indignación, precisamente dirigida contra ellos. Pero, en su ceguera, ese peligro no lo ven, porque viven fuera del mundo real y siguen en su alegre carnaval de repartija de cupos, como si los ciudadanos les hubieran pedido exactamente lo contrario de lo que les gritaron a la cara.

Adicionalmente, ya todos pujan por la carrera presidencial, de nuevo como si representaran a alguien. Como si no fueran objeto del más profundo rechazo por la inmensa mayoría del país. Alguno será elegido, claro. Pero ¿con qué representatividad?

¡Ah, pero ellos, desde su mundo paralelo, nos dicen que nadie debe reclamar si no quiere ejercer su derecho a voto! Pero cuando nos obligan a elegir entre la Coca Cola y la Pepsi Cola y no nos gusta la bebida cola, ¿por qué vamos a querer votar? Y cuando sí se ejerció ese derecho y se les dijo a gritos lo que queríamos, que no era sino el que ellos se apartaran de la convención constituyente, ¿qué hicieron? Así pues, antes que culpar a los electores, que ya les dejaron claro lo que el país exige, bien hubieran hecho los partidos en apartarse, siquiera de la señalada convención, ofreciendo sus cupos y sus recursos materiales y económicos a los dirigentes sociales, académicos, constitucionalistas e independientes de verdad, sin exigencia de contraprestación alguna. Al menos, habría sido ello exigible a los partidos que se dicen de izquierda, que entonces sí que hubieran demostrado representar al pueblo y se hubiera podido configurar una lista única que, desde luego, hubiera arrasado en la elección y posibilitado el cambio necesario.

Pero ya está visto que es demasiado pedir; podría caerse el Estado a pedazos y nuestros políticos, exactamente como los del patético gobierno de Flensburgo, seguirían repartiéndose cargos aunque fueran ya imaginarios y continuarían haciéndose mutuas zancadillas por cupos electorales ilusorios, sin conexión alguna con la realidad que, por desgracia, al aplastarlos a ellos, puede asimismo aplastarnos a todos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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