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La agonía de la autoridad: ¿qué está pasando?

La agonía de la autoridad: ¿qué está pasando?

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Alejandro Reyes Vergara
Por : Alejandro Reyes Vergara Abogado y consultor
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Los hijos se rebelan contra sus padres. Los alumnos no les hacen caso a sus profesores. Los Carabineros arrancan de los manifestantes. Los ciudadanos no obedecen a las autoridades. Los parlamentarios no acatan la Constitución. Una asociación gremial y su líder afrentan a la autoridad presidencial. Los rebeldes “no están ni ahí” con el que manda. ¿Te parece el mundo al revés? Quizás no, si eres anarquista. 

¿Qué está pasando con la autoridad? ¿Agoniza y se desvanecerá para siempre? ¿Ya murió porque carecía de sentido? ¿Solo está cambiando de piel? ¿O falta más coraje para ejercerla? 

Quizás ayude pensar un poco sobre esto. Al respecto, mi amigo Epicteto, filósofo estoico del siglo I, decía que “lo que en verdad nos asusta y nos consterna no son los acontecimientos externos en sí mismos, sino la forma en que pensamos sobre ellos. No son las cosas las que nos perturban, sino la interpretación que hacemos de su importancia». 

Puede que debamos pensar nuevas formas de entender y ejercer la autoridad. Quizás seguimos atados a conceptos que ya no tienen sustento  en la realidad cultural y tecnológica actual, que han cambiado de manera radical, inimaginable y rápida como un rayo. Tales cambios –nos gusten o no– también impactan en la autoridad tal como la hemos concebido hasta ahora.

Desde mediados del siglo XX se ha producido una crisis de la autoridad en todo el mundo. También la autoridad en la educación ha estado en cuestión, con sucesivas y pendulares aproximaciones sicológicas sobre cómo ejercerla. Unas a punta de reglazos en la plena carnalidad del culo, otras con “laissez faire” total, y varias a medias tintas, entre garrotes y zanahorias. Me tocó ver distintos métodos. Quizás el más divertido de ver haya sido el “dejar hacer” total, con libre autogobierno del niño, liberándolo de la “opresión” y tradición de los adultos para la plena acción lúdica. Lo aplicaban padres y madres vanguardistas de principios de los 70. Uno veía al niño arriba de la mesa, pegándole patadas al florero hasta quebrarlo en mil pedazos y al mismo tiempo ocupando sus manos para acogotar a su hermano. Y su madre, sin inmutarse, le decía suavemente como si le cantara en la cuna: “No, no, noooooo, eso noooooo”.  Para uno era exasperante y se debatía entre darle un reto feroz al niño y mandarlo a freír monos a su pieza, o bien si hacer lo mismo pero con su madre. 

En fin, quizás sea bueno saber que no estamos solos en esta crisis de la autoridad, ni en el mundo, ni en la actualidad, ni siquiera desde hace décadas. Es un mal de muchos años y países, consuelo para los tontos.

¿Qué es el poder, quién la autoridad y cuál el liderazgo?  Tres conceptos distintos, tres formas de ejercer mando, influencia y conducción de un grupo o una sociedad, para mantener un orden que nos permita convivir pacíficamente y conducirnos a alguna parte interesante. Creo que tienen fronteras difusas. Respecto de su valía moral y eficacia en el mando, pienso que el más pobre es el poder “a secas”, lo supera la autoridad y lo encabeza el liderazgo. 

Opino que el poder, la autoridad y el liderazgo, pueden ser ejercidos simultáneamente, como un cóctel parecido al elixir de cuyo cáliz no hemos bebido hace mucho. Ello permite que se respeten las reglas, si es indispensable con la fuerza, manteniendo un orden legítimo y democrático en que la autoridad sea seguida y obedecida de manera consentida y voluntaria, y conduciendo con claridad y convicción a la sociedad hacia objetivos valiosos y compartidos. 

Entre las tres, la autoridad es el mínimo esencial como mecanismo de administración pacífica, legítima y democrática del poder, que ordena nuestra convivencia. 

La autoridad parece agonizar. Pero por ahora quien la asume debe tener claro que, si no la ejerce oportuna y adecuadamente, sin miedo, la perderá. Por otro lado, si la autoridad no es legítima y si no es bien merecida por quien la detenta, no será eficaz. Porque el que la ejerce necesita tener el mérito reconocido de cierto prestigio ético, intelectual, político, espiritual o de otro tipo. De lo contrario, su capacidad de persuasión como autoridad, por una parte, y la voluntad y el consentimiento de los demás para obedecerla, por otro, se esfumarán como el incienso.  

Es por eso que el buen Aristóteles decía que es preferible ser gobernado por el mejor de los hombres que por las mejores leyes.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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