Cuando los movimientos en la naturaleza generan un desbalance, la tendencia es volver al equilibrio, a la homeostasis. Algo que permite mantenernos sanos y con vida. El apetito, la respiración y el control de la temperatura corporal, entre otros, así lo demuestran. El desequilibrio necesario tiene unos márgenes de aceptación de la variedad, un desajuste admitido, donde nos podemos mover y mantener esa pluralidad necesaria.
Cuando las desestabilizaciones se extreman, generan polarización y esto tiende a modificar profundamente el orden existente, esa supuesta normalidad. Y en la frontera polar de ese extremo es donde se esconde el germen de la destrucción del sistema.
En un sistema social, cuando la desigualdad es de clase y de recursos, un grupo de personas obtienen beneficios y en el lado opuesto otras reciben lo mínimo.
Los beneficiados con recursos económicos por esta asimetría, luchan para conservar su (¿merecida?) riqueza y utilizan toda la artillería económica, de fake news, “expertos” ad hoc y presión a los medios de comunicación afines.
En el lado opuesto, los desfavorecidos se enfrentan a una realidad que, por muy estandarizada y tristemente aceptada que parezca estar, es percibida con dolor. Y para revertir esa situación, solo tienen su trabajo y sus manos.
La presión por mantener esas diferencias tensa el ambiente, porque va en contra del movimiento natural hacia el equilibrio. Por la misma situación de privilegios de recursos, los que acumulan han sido capaces de convencer, seducir a la parte desfavorecida, a mirar su suerte como “así son las cosas” y que “hay cosas que no se pueden cambiar”.
En Chile, el establecimiento de esta normalidad fue consolidada durante los años de dictadura y los posteriores gobiernos de izquierda y derecha, donde lo normal pasó a ser la desigualdad.
Fue asumida como una estabilidad donde solo el esfuerzo de la clase desfavorecida le podía salvar de su destino de cuna. O sea, que era su propia responsabilidad, que de ellos dependía. A su vez, este esfuerzo de trabajo permitía a las clases dirigentes acumular todavía más, porque ese trabajo generaba un capital que mayoritariamente ellos capturaban.
Ese “así son las cosas”, es un acuerdo político, que hoy nos reúne y nos organiza, nos estandariza y normaliza. Establece unos límites de comportamiento adecuado y cuidadoso, nos regula. Con sus mecanismos de control, nos mantiene en los límites deseables para que todo permanezca igual, en lo normal.
Gran parte de este acuerdo viene desde las instituciones de poder fáctico (medios de comunicación, grandes capitales) y de la religión, que define abiertamente la moral aceptada por la política y los individuos a quienes administra. Pero ese acuerdo político ha de ser renovado cuando los implicados piensan que la definición política, lo que se deriva de ese acuerdo “no es normal”. O por muy normal que parezca, es injusto, inmoral, desproporcionado o poco ambicioso. En fin, que no se ajusta a lo que la sociedad chilena que camina hacia la modernidad, exige en estos nuevos momentos.
Y ese extremo de desigualdad tuvo su explosiva tendencia hacia un equilibrio con el estallido social. Gente en las calles, protestas, rabia al ver que con su demandado esfuerzo no podían surgir, acumulando frustración, impotencia y créditos por pagar. Luego, cuando el polvo levantado logró sentarse en los cascotes de la ciudad destruida, nacía una nueva posibilidad, un nuevo equilibrio que reestablecería ese orden.
Se creó una Constitución que pretendía ese objetivo. Pero en ese momento, la zona privilegiada pudo atisbar que los beneficios que se habían obtenido con esa estabilidad anterior peligraban, por lo que utilizaron todos los mecanismos y estrategias disponibles, para que eso no sucediera. Y así fue.
Como en las parejas que en el fondo se quieren, Chile tiene una segunda oportunidad para establecer este acuerdo moral de convivencia. Esta vez, comenzará basada en una serie de principios que suponen incorporar la madurez compartida por todo el país. La propuesta romántica de ser una Constitución nacida por la personas se ha disuelto y el verdadero reto será que está nueva logre dar voz a los más vulnerables, desde sus inquietudes, cosa poco fácil para las clases dirigentes.
La llamada “lucha por el relato”, es solo un intento de definir la normalidad, lo que debería ser y hacerse. Establecer una nueva moral que determine el nuevo contrato de paz social. En ese planteamiento, los partidos políticos luchan por definir una hegemonía de pensamiento, una estandarización de sus visiones de la realidad. Y cada fracción se esfuerza por establecer ese formato de equilibrio aunque en esa lucha descarnada los únicos que queden fuera de la ecuación sean los mismos ciudadanos, que parecen solo piezas en un tablero que demasiadas manos agitan para hacerlo suyo, asumiendo que los caídos poco importan.
La forma constitucional que se elija para definir el nuevo orden determinará, además de la normalidad, los límites de sus actuaciones y en las fronteras, al borde de los acantilados de la disidencia, las posibilidades para que los que temen por sus privilegios tuerzan de manera torticera las instituciones con tal de conservar su situación. Quizá por eso se llaman conservadores.