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Darwinismo electoral

Por: Marcelo Saavedra Pérez


Señor Director: 

Por lo general, los observadores de los procesos sociales son muy buenos para hacer diagnósticos sobre los fenómenos histórico-sociales que diseccionan periódicamente. La sintomatología reconocida ex – post por los eruditos, es pulcra y exhaustivamente analizada y explicada convincente y verazmente respecto de sus causas inmediatas, mediatas y basales. Inexplicablemente, sin embargo, nos cuesta una enormidad vincular dichos diagnósticos y abundante evidencia respecto de las causas del fenómeno investigado, con una planificación operativa (apoyada en un diseño estratégico y realista, identificando hitos de éxito (o fracaso) intermedios, lo suficientemente flexible e ingeniosa para abordar adecuadamente factores no considerados en el plan original), que permita al final superar las causas que motivaron la ocurrencia del fenómeno social investigado y excelentemente diagnosticado.

El estallido social ocurrido el 18 de octubre de 2019 es uno de esos procesos sociales, el que ha sido y está siendo objeto de innumerables estudios antropológicos, sociológicos, politológicos, económicos y otras disciplinas sociales. A dos meses desde que el polvorín estalló, ya se han publicado varios libros, decenas de artículos académicos y cientos de columnas de opinión que describen con mayor o menor rigurosidad las causas multifactoriales y multidimensionales que la sabiduría popular sintetizó en paredes y carteles a lo largo de todo el país: “no son $30, son 30 años”. Así, los diagnósticos del por qué Chile despertó como despertó abundan, lo que escasea son las estrategias prácticas, planificadas y plausibles para iniciar un proceso de cambios reales, ojalá estructurales, como nunca se ha dado en la historia de nuestro país. El que dichos cambios sean efectivamente estructurales y no cosméticos, dependerá en algún momento, de la capacidad de las fuerzas ciudadanas de plasmar en estrategias concretas de acción las complejas demandas por alcanzar mayor dignidad y bienestar para la gran mayoría de la población.

Mientras eso ocurre, las fuerzas políticas tradicionales que han sido reconocidas como parte del problema por la pléyade de diagnósticos que asoman como callampas en el bosque lluvioso valdiviano, sigue operando y funcionando al amparo de una institucionalidad profundamente cuestionada y deslegitimada por las masas populares. Tanto la ciudadanía movilizada, como esta casta política parasitaria del Estado enquistada en el Parlamento y otras instituciones estatales, poseen intereses distintos y muchas veces contrapuestos. Mientras los unos claman en calles, plazas y asambleas autoconvocadas por un Estado que asegure pensiones dignas, educación y salud de calidad entre un arco extenso de demandas variopintas, la gran mayoría de parlamentarios de antaño y actualmente en ejercicio han operado y responden primariamente a intereses personales o partidarios (en un país donde el 3% de la población milita en algún partido político) o a intereses de terceros que han cooptado gran parte de la labor parlamentaria a través de la relación incestuosa entre dinero y capitales de dudoso origen con el ejercicio de la política por parlamentarios de dudoso sustrato ético pero con una verborrea hábil y seductora para muchos incautos.

Seguramente estoy siendo injusto con muy pocos parlamentarios y parlamentarias que, desde el advenimiento a la democracia hasta la fecha, han intentado desarrollar su labor de una manera éticamente aceptable. Pero creo no equivocarme que tales especímenes de servidores públicos comprometidos con el bienestar de las grandes mayorías de este país, si es que existen, corresponden a aves raras en un huracán de maquinaciones, dobleces y ejercicio maquiavélico de un oficio que, debiendo ser noble, se ha distorsionado de tal manera que cuando se detecta una congruencia entre la palabra y el acto posterior, el personero público protagonista de tal “disgreción” es material de portadas y comentarios en redes sociales durante semanas.

Así como en la naturaleza opera un sistema sencillo pero inflexible que permite la sobrevivencia de aquellos organismos capaces de adaptarse a las condiciones que impone madre Natura, la ciudadanía movilizada debiera empezar a reconsiderar de una manera más seria su “rol modulador” de los “especímenes” electos por votación popular que deben habitar las instituciones democráticas del Estado. Ya sea por ignorancia, modorra inexplicable, desidia inexcusable o simple ingenuidad anodina, los ciudadanos que participamos activamente en procesos de elección popular cada dos años y sobre todo aquellos que nunca han participado de estos eventos institucionales caídos en el descrédito popular, hemos perpetrado sistemáticamente una selección artificial de Presidentes de la república, parlamentarios(as), alcaldes(as) y concejales(as), cuyas consecuencias nocivas las estamos padeciendo desde hace 30 años hasta que el elástico se cortó el pasado 18-O. Para que las demandas de la gran mayoría de la gente tengan alguna opción de ver la luz y de transformarse en costumbre, además de seguir presionando desde los diversos espacios territoriales de este largo y angosto Fundo con vista al Pacífico, se debe mejorar sustantivamente la “selección artificial” que hacemos en cada elección popular. Para ello, deberemos estudiar y enterarnos a cabalidad del sustrato ético e historia personal de cada candidato y candidata que asome en nuestros territorios, para que independientemente de su origen y patrimonio pecuniario o de los pergaminos académicos que ostenten, deleguemos la responsabilidad de servirnos en los mejores y más aptos.

Es una tarea ardua, lo sé. Pero no es imposible. Existen posibilidades de error en nuestras elecciones, también lo sé (pero hablaría muy mal de nosotros si es que candidatos electos de “segunda o tercera selección” son reelectos en dos procesos eleccionarios consecutivos). Es un proceso lento cuyos frutos los veremos en el mediano plazo, también lo sé (pero si no empezamos desde ya con la separación activa del grano de la paja, seguiremos padeciendo los vicios de representantes que no representan a nadie, salvo a ellos mismos y a sus amigotes correligionarios o a mercaderes inescrupulosos y codiciosos que se han valido del estado para perpetuar sus espurios negocios).

Así como la sabiduría popular plasmó recientemente en cientos de muros el axioma indesmentible que “No fueron treinta pesos, sino que treinta años”, esa misma sapiencia que emana desde las entrañas de un pueblo sintetizó otro axioma lapidariamente cierto en las ciencias políticas donde se reza que “la culpa no es del chancho, sino del que le da el afrecho”. De nosotros depende a qué chancho le daremos nuestro alimento.

Atentamente,

Marcelo Saavedra Pérez

Biólogo

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