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Una reacción (no respuesta) a los «intelectuales de la derecha» Opinión

Una reacción (no respuesta) a los «intelectuales de la derecha»

Los “intelectuales” de la derecha dicen que encarnan las consecuencias de los defectos que identifican. Es cierto, ellos están, frente a lo que critican, un paso más arriba, porque al menos ellos siguen las formas de la discusión: organizan (supongo) seminarios en que leen y discuten sus borradores, publican artículos y libros, se citan recíprocamente, se agradecen los “lúcidos comentarios” de los otros, etc. Pero lo suyo son solo formas. Ellos no entienden que discutir es enfrentarse con ideas ajenas y tratar de entenderlas en sus propios términos para después criticarlas o no, según el caso.


En diarios como El Mercurio o La Tercera, y en revistas como Capital, Qué Pasa o Estudios Públicos, nos dicen que en los últimos años algo de cierta importancia ha estado empezando a pasar en la derecha chilena. Es que ella estaría recuperando la preocupación por las ideas, que en las décadas pasadas habría perdido. Después de haber “quedado en silencio”, la derecha ahora estaría “volviendo a pensar”, superando su “anorexia intelectual” o “indigencia de ideas”, etc.

Varios de los autores que son parte de esta aparente novedad (Herrera, Mansuy, Ortúzar, Alvarado, Kaiser, entre otros) dicen que comentan algunas de las ideas que yo he defendido en obras individuales o colectivas. Pero eso es solo lo que dicen: ellos no discuten mis ideas, sino sus propios prejuicios, proyectados en las obras que comentan. Todas las descripciones de mis ideas que esos “intelectuales” hacen son solo caricaturas, distorsiones y tergiversaciones.

Soy perfectamente consciente de que al decir esto me expongo a que se diga de mí que soy “soberbio”, que “descalifico a todo el que no está de acuerdo conmigo”, etc. A que se diga, como lo ha hecho (por Twitter) Claudio Alvarado, que para mí “Todo es caricatura, siempre. Curioso”. La insinuación es que yo calificaría de “caricaturas” las críticas porque no tengo respuesta a ellas. Reconozco que afirmar que todas las interpretaciones que estos críticos de derecha han hecho de mis ideas descansan en caricaturas parece, en principio, implausible. De hecho, a mí también me ha sorprendido. Pero considerando las cosas con más detención, no es tan extraño. Discutir y argumentar, después de todo, es una práctica social, y son esos mismos “intelectuales” quienes han insistido una y otra vez en que la derecha es incapaz de pensar, que cuando se trata de ideas sufre de anorexia o de indigencia, se fue quedando en silencio. Ellos mismos dicen que la derecha cree que el discurso es algo “parecido a un conjuro, mágico pero misterioso”.

Por cierto, los “intelectuales” de la derecha dicen estas cosas para ufanarse de que ellos están libres de eso, de que ellos mismos tienen una actitud distinta, porque entienden que las ideas y la discusión intelectual son importantes. Pero en esto se equivocan. Ellos encarnan las consecuencias de los defectos que identifican.

Es cierto, ellos están, frente a lo que critican, un paso más arriba, porque al menos ellos siguen las formas de la discusión: organizan (supongo) seminarios en que leen y discuten sus borradores, publican artículos y libros, se citan recíprocamente, se agradecen los “lúcidos comentarios” de los otros, etc. Pero lo suyo son solo formas. Ellos no entienden que discutir es enfrentarse con ideas ajenas y tratar de entenderlas en sus propios términos para después criticarlas o no, según el caso.

Cuando leen (no solo cuando me leen a mí, sino también entre ellos cuando están en desacuerdo, en que se “trollean” recíprocamente), ellos leen con una misión: en mi caso, encontrar la hebra que permitirá develar que, pese a las apariencias, se trata de las mismas ideas totalitarias, que llevarán a la violencia y al Gulag. Lo que ellos hacen es a una discusión genuina lo que a la campaña presidencial reciente fue la campaña de “Chilezuela”. En efecto, ellos dicen lo que los poderes fácticos quieren oír, y entonces quienes hablan por estos los celebran y se vanaglorian de que al fin la “derecha vuelve a pensar”. Y así se reproduce socialmente una práctica que parece de discusión de ideas, cuando en realidad no es más que tráfico de poder fáctico.

[cita tipo=»destaque»]¿Qué hacer? En algún sentido, no hay más que tener paciencia. Como hemos visto, ellos están en un nivel superior a sus antecesores, que estaban anoréxicos, indigentes o en silencio, porque al menos ellos siguen las formas de la discusión. Frente a esos antecesores, podríamos llamarlos a ellos la “segunda generación” de “intelectuales de derecha”. Lo que debemos hacer ahora es esperar el arribo de una tercera generación, que logre rescatar no solo las formas sino también el sentido de la discusión. Y, mientras tanto, mostrar con tanta paciencia como sea posible que no es posible discutir. Eso se puede hacer en breve, como lo he hecho más arriba; o se puede hacer latamente, intentando mostrar pasaje-por-pasaje la distorsión de mis ideas en que incurren. Este último ejercicio es más bien fútil, porque al hacerlo no aprenderemos nada nuevo sobre las ideas en cuestión (los paradigmas políticos, el mercado y los derechos sociales, la deliberación, etc.). Y, en todo caso, porque ellos leerán esas explicaciones del mismo modo y con los mismos prejuicios que los textos originales.[/cita]

Yo, entonces, no tengo nada que responder a lo que han escrito. En sus escritos yo no reconozco lo que ellos llaman mis ideas. Sus críticas me parecen triviales, porque critican teorías tontas usando contra ellas, en muchos casos, los mismos argumentos que yo he desarrollado aquí o allá.

Cuando ellos me acusan de defender una Gran Teoría de la Historia que ve en ella un proceso necesario y cognoscible de antemano, no hay discusión, porque yo no creo que haya tal proceso. Cuando dicen que esta GTH devaluaría la acción política a una condición puramente instrumental, están repitiendo lo que yo ya he dicho.

Cuando ellos me acusan de “moralizar” la política y convertirla en una lucha entre el bien y el mal, absolutizándola, no hay discusión. Cuando ellos (dicen que) abogan por “valorar la disposición a escuchar, a abrirse al otro y la realidad, antes que a imponer; a celebrar acuerdos, antes que a someter al otro a las propias construcciones mentales”, están repitiendo mis propios argumentos.

Cuando ellos me acusan de maniqueísmo, porque yo afirmaría que en el mercado los individuos solo actúan de modo egoísta, y de ignorar la complejidad de los asuntos humanos, no hay discusión: yo creo que los motivos humanos son extraordinariamente amplios y variados, y que la acción de individuos concretos en el mercado y fuera de él puede mostrar grados variables de egoísmo y altruismo. Por eso nunca he adoptado la óptica moralista que ellos denuncian, sino una institucional.

Cuando ellos me acusan de una comprensión totalitaria de la deliberación política, que niega la importancia de un espacio privado en el que cada uno pueda vivir la vida del modo que le parezca sin necesidad de justificarse frente a otros, no hay discusión: yo he argumentado eso mismo en diversos lugares. Cuando la acusación es que mi comprensión de la deliberación devaluaría las formas institucionales de la democracia representativa y abogaría por alguna forma de lo que ellos llaman “asambleísmo”, no hay discusión: están repitiendo lo que yo he mismo he explicado, que en un sentido importante la expresión “democracia representativa” es una redundancia.

Cuando ellos dicen que el Régimen de lo Público es una estatización encubierta, y que por eso debe ser rechazado, y que el verdadero Régimen de lo Público es el régimen de la sociedad civil (es decir, un régimen adecuado para un sector no estatal ni de mercado), repiten lo que yo he dicho (en lo segundo) o inventan condiciones para el Régimen de lo Público (en lo primero). Y en el saldo no hay discusión: si el régimen de lo público es solo un eufemismo para “régimen del Estado”, él debe ser rechazado. Cuando dicen que abogar por el Régimen de lo Público es justificar “máquinas dedicadas a moler carne humana”, hacen acusaciones simplemente risibles.

Todas estas admisiones anteriores dejan mis ideas tal como estaban antes: las críticas que ellos tan trabajosamente tipean les pasan enteramente por el lado, porque lo que ellos atacan no tiene nada que ver con lo que yo he escrito.

Por consiguiente, no tengo nada que decir en respuesta a ellos. Por eso, salvo escaramuzas ocasionales, no he respondido. Pero cuando digo esto me acusan de “dogmatismo iluminado”. Es decir: si sostengo esas ideas, soy totalitario; si digo que no las sostengo, soy iluminado. Es difícil hablar de este modo.

¿Qué hacer? En algún sentido, no hay más que tener paciencia. Como hemos visto, ellos están en un nivel superior a sus antecesores, que estaban anoréxicos, indigentes o en silencio, porque al menos ellos siguen las formas de la discusión. Frente a esos antecesores, podríamos llamarlos a ellos la “segunda generación” de “intelectuales de derecha”. Lo que debemos hacer ahora es esperar el arribo de una tercera generación, que logre rescatar no solo las formas sino también el sentido de la discusión. Y, mientras tanto, mostrar con tanta paciencia como sea posible que no es posible discutir. Eso se puede hacer en breve, como lo he hecho más arriba; o se puede hacer latamente, intentando mostrar pasaje-por-pasaje la distorsión de mis ideas en que incurren. Este último ejercicio es más bien fútil, porque al hacerlo no aprenderemos nada nuevo sobre las ideas en cuestión (los paradigmas políticos, el mercado y los derechos sociales, la deliberación, etc.). Y, en todo caso, porque ellos leerán esas explicaciones del mismo modo y con los mismos prejuicios que los textos originales.

¿Por qué hacerlo, entonces?

Por dos razones. La primera es mostrarles, a quienes quieran tomar partido contra esas ideas, que necesitarán formular argumentos nuevos, y no descansar en que Mansuy, Herrera, Ortúzar y otros ya han hecho el trabajo; si quieren criticar el Régimen de lo Público tendrán que comenzar de nuevo, no asumir que esos “intelectuales” ya han dado cuenta de él, porque ellos solo han construido sobre sus propios prejuicios y preconcepciones. Pero esta no es la razón principal, porque los lectores de la primera o a la segunda generación leerán lo que sigue tal como leyeron la primera vez, no para entender sino para ratificar sus prejuicios.

La razón principal mira ni a los críticos ni a esos lectores, sino a los más jóvenes que ellos. Se trata de estudiantes o profesionales que comienzan sus carreras y que pretenden participar de la discusión de ideas y que, impresionados por el éxito que los críticos han tenido, los toman como modelo. Ellos creen (equivocadamente) que ese éxito muestra el valor y rigurosidad de sus escritos, cuando en realidad no es sino adulación de los poderes fácticos. Si abandonan ese modelo y buscan hablar con su propia voz, es posible esperar que en algún momento surgirá la tercera generación que hará posible la discusión.

El texto que explica que no se trata sino de distorsiones, prejuicios y tergiversaciones, precisamente porque hace solo eso, no contribuye al desarrollo de las ideas que discute. Por eso, no es digno de figurar como publicación en ningún registro académico; no justifica recurrir a una editorial ni esperar del lector que esté dispuesto a pagar por acceder a él. Por eso se libera de este modo: en formato abierto, para que esté disponible en el espacio virtual (en su §1 aparecen las referencias a todas las citas contenidas más arriba).

El lector lo puede encontrar siguiendo este vínculo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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