En 1997, Arend Lijphart, un cientista político norteamericano de la Universidad de California, publicó en la revista The American Political Science Review un artículo titulado “Unequal Participation: Democracy’s Unresolved Dilemma”. En esta publicación, este politólogo sustentó la tesis de que el voto voluntario contribuye a la subrepresentación de los estratos sociales bajos de la sociedad, al tener estos menor educación y, por ende, menos interés en participar de los procesos electorales.
A partir del análisis de la experiencia democrática comparada, Lijphart concluye que la participación política disminuye con el voto voluntario principalmente entre los estratos socioeconómicos bajos, lo que generaría un efecto de elitización de la política, ya que, al no procesar sus demandas, el sistema institucional termina reproduciendo las desigualdades sociales naturales. En definitiva, el voto voluntario promueve la desigualdad.
En palabras de él, la igualdad política y la participación política son dos ideales democráticos básicos. En principio, son perfectamente compatibles. En la práctica, sin embargo, como los cientistas políticos saben desde hace mucho tiempo, la participación es muy desigual. Y la participación desigual explica la influencia desigual –un gran dilema para la democracia representativa en la que la «respuesta democrática (de los representantes electos) depende de la participación de los ciudadanos…». Además, como los cientistas políticos también saben desde hace ya mucho tiempo, la desigualdad de la representación y la influencia no se distribuye aleatoriamente, sino que sistemáticamente sesgada en favor de los ciudadanos más privilegiados –los que tienen mayores ingresos, mayor riqueza y mejor educación– y en contra de los ciudadanos menos favorecidos.
Este sistemático sesgo de clase se aplica con especial fuerza a las formas de participación más intensas y demandantes de tiempo. Steven J. Rosenstone y John Mark Hansen (1993, 238) encontraron que, en los Estados Unidos, entre más pequeño es el número de participantes en la actividad política, mayor es la desigualdad en la participación. En otros países, los ciudadanos más favorecidos son también quienes se involucran en estos modos más intensos de participación.
De acuerdo a esta teoría, la cual es avalada de manera contundente con análisis comparativos de distintas experiencias electorales de varias democracias del mundo, el sesgo generado por la voluntariedad del voto es claramente favorable a los sectores de mayor nivel educacional, los que tienen mayor preocupación cívica, traduciéndose esto en una mayor participación electoral. A su vez, este tipo de sesgo va acompañado por un patrón de apoyo político a las ideologías más conservadoras.
La segunda razón por la que la baja y desigual participación de voto debe ser una seria preocupación, es que quien vota, y quien no lo hace, tiene importantes consecuencias para quien resulta electo así como para los contenidos de las políticas públicas. Y de esto se deriva que las políticas públicas de los Gobiernos tiendan a incorporar las demandas de los grupos que participan dentro del sistema, subrepresentando aquellos grupos cuya participación se sabe más baja.
Además de la clara relación entre el nivel socioeconómico y la participación, hay dos vínculos importantes. Uno de ellos es el claro nexo entre el nivel socioeconómico, por un lado, y la elección del partido y el resultado de las elecciones, por el otro. El segundo vínculo crucial es el que existe entre tipos de partidos, especialmente partidos progresistas frente a conservadores, y la política que estos partidos persiguen cuando están en el poder. Hay una extensa literatura comparada relativa al bienestar, la redistribución, el pleno empleo, la seguridad social y las políticas de gasto público global, la cual es unánime en concluir que los partidos políticos son importantes.
Lijphart incorpora así, desde la óptica consecuencialista, una importante relación entre libertad de sufragio y calidad de la democracia. Al hacer este vínculo entre voluntariedad, participación y sesgo de clase, configura un sistema que atiende principalmente a la capacidad que tienen las democracias de procesar y sintetizar adecuadamente las demandas sociales, lo que sin lugar a dudas es muy relevante para la estabilidad de los regímenes políticos.
Aplicando esta tesis al caso chileno, en la última elección presidencial había 14.347.228 de personas habilitadas para sufragar, de las cuales votaron en segunda vuelta tan solo 7.032.523, lo que representó un 49,02% del padrón electoral.
En dicha elección, el Presidente Piñera obtuvo el 54,58% del total de personas que sufragaron, que corresponde al 26% de los habilitados.
Cuando uno se pone a analizar la participación por comunas, advierte que mientras en Vitacura votó el 73%, en donde el candidato Piñera obtuvo un apabullante 87,99%, en La Pintana votó el 37,3%, ganando el candidato Alejandro Guillier con un 56,42%.
Esta tendencia de la última elección presidencial se repite en prácticamente todas las regiones de Chile, en donde la derecha obtiene altos porcentajes de votación en comunas acomodadas, pero, además, es en esas comunas en donde se produce la mayor participación electoral.
De este modo, resulta interesante constatar cómo el voto voluntario, aprobado en su momento transversalmente, ha ido generando un fenómeno de baja participación, unido a una elitización del voto, extremadamente peligrosa, que de no corregirse probablemente aleje de forma irremediable a los sectores más vulnerables de la actividad política.
Dicho fenómeno claramente beneficia a aquellos partidos que sustentan su fuerza electoral en la clase alta de la sociedad, traduciéndose en que las ofertas políticas sean dirigidas preferentemente a aquellos grupos que votan, marginando las demandas de los sectores más vulnerables e introduciendo un discurso caracterizado por la estigmatización, la criminalización, el odio y el miedo.
Si bien aquellas tesis liberales que sustentan la voluntariedad del voto en las libertades individuales son respetables, no podemos pasar por alto que la historia del sufragio en Chile es la historia de las reivindicaciones de diversos sectores de nuestra sociedad y de sus luchas por ser protagonistas del desarrollo institucional del país. Desde la disputa por eliminar los sesgos sociales, pasando por el sufragio femenino hasta la incorporación de los jóvenes, la madurez de nuestra institucionalidad republicana estuvo fuertemente vinculada con la participación electoral y el fin de los privilegios basados en el patrimonio, la cuna o el género.
Por esta razón, resulta necesario que, transcurridas 4 elecciones con voto voluntario, nos hagamos la pregunta de si no será necesario, para salvaguardar la salud de nuestra democracia, retornar el voto obligatorio, instalando esta discusión y abordándola de forma madura y seria, pensando en qué es lo mejor para nuestro país.