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La hipócrita apelación a la comunidad en tiempos de inseguridad Opinión

La hipócrita apelación a la comunidad en tiempos de inseguridad

Francisco Letelier Troncoso
Por : Francisco Letelier Troncoso Sociólogo. Académico Universidad Católica del Maule.
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En Chile existen más de 200 mil organizaciones comunitarias: juntas vecinales, clubes deportivos, de adulto mayor, etc. Pero este enorme número esconde una realidad preocupante: la cantidad de personas que participan en estas entidades es muy baja.


Cada cierto tiempo el Estado apela a las capacidades comunitarias para colaborar en asuntos de importancia. Sucede con frecuencia en momentos de crisis: terremotos, inundaciones, incendios, pandemias, depresiones económicas. Cuando el Estado no es capaz de resolver un problema, utiliza lo comunitario como un colchón que amortigua la precariedad.

Hoy se discute sobre el papel de las comunidades en la lucha contra la delincuencia. Existe acuerdo en que su labor debe ser la de coadyuvar a las instituciones estatales y no actuar directamente. Pero ¿en qué condiciones están las comunidades para participar del esfuerzo que es necesario hacer?, ¿cuál es el papel que pueden cumplir?

De acuerdo con el Mapa de Organizaciones de la Sociedad Civil, en Chile existen más de 200 mil organizaciones comunitarias: juntas vecinales, clubes deportivos, de adulto mayor, etc. Pero este enorme número esconde una realidad preocupante: la cantidad de personas que participan en estas entidades es muy baja.

Según varias encuestas citadas por Manuel Castells en su artículo “Movimiento de pobladores y luchas de clases en Chile”, en los años 70 más del 50% de los chilenos y chilenas participaba de organizaciones vecinales. Hacia el 2000, después de diez años de gobiernos democráticos, las cifras de la Casen mostraban que el 70% no participaba de ninguna organización y solo el 7% participaba de su junta vecinal. El panorama empeoró en los años recientes. Las cifras de la Casen 2022 muestran que solo el 6.5% de las personas participa de su organización vecinal y el 74,8% no forma parte de ninguna organización.

Lo anterior es coherente con el hecho de que las organizaciones están en los niveles más bajos de las escalas de poder, según varios estudios del PNUD. Asimismo, tienen dificultades para transmitir propuestas y demandas a las autoridades políticas y no logran integrarse en movimientos o corrientes asociativas de mayor alcance.

La debilidad de la dimensión organizada de lo comunitario es producto de muchos factores, pero uno fundamental es la acción del Estado que, en dictadura, activamente, reprimió, intervino y fracturó a las organizaciones y luego, en democracia, promovió la competencia y la dependencia. El Estado de Chile y sus gobiernos son cómplices de la realidad que vive la organización comunitaria: no han existido políticas públicas que promuevan la vida asociativa de manera sistemática. Es un problema que no se ha querido mirar.

Una oportunidad de visibilizar la precariedad de la participación fue la incorporación de la dimensión “redes y cohesión social” a la medición multidimensional de la pobreza en 2015. Efectivamente, dentro de esta dimensión se considera la subdimensión “apoyo y participación social”. Para sustentarla, el documento metodológico de Mideso cita al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo del año 2000, que identifica la participación en organizaciones como aportes relevantes en la creación de riqueza y de empleo, y principales determinantes de la cohesión social de un país.

La subdimensión se informa a partir de tres indicadores. Primero, que la familia conozca a una persona que pueda prestar apoyo en un conjunto de situaciones, entre ellas, en el cuidado en caso de enfermedad; facilitar un vehículo, prestar dinero en caso de emergencia, ayudar al hogar a resolver consultas o realizar trámites legales o financieros; ayudar en el uso de tecnologías, entre otros. Segundo, que un miembro de la familia participe en alguna organización social. Y, tercero, que un miembro de la familia participe de alguna organización relacionada con su trabajo.

Dos de estos indicadores están directamente relacionados con la participación. El problema está en que, para que una familia sea considerada como carente, debe incumplir, al mismo tiempo, los tres indicadores. Dicho de otro modo, basta con que una familia tenga una persona cercana, que incluso puede ser parte de su familia extensa, que la apoye en el uso de un teléfono celular, para cumplir con un estándar aceptable en apoyo y participación social.

Lo anterior produce que la crisis de participación asociativa comunitaria y laboral quede escondida detrás de redes amicales y familiares, que, por muy valiosas que sean, no pueden reemplazar las redes más complejas y la capacidad de organizarse. De hecho, tal como lo afirma el Comité Asesor Ministerial que asesoró la metodología de medición de la pobreza multidimensional, esto es aún más evidente en el caso de los grupos e individuos en situación de desventaja, pues la evidencia sugiere que “(…) les resultan más útiles aquellos vínculos fuera de sus círculos sociales más inmediatos. Adicionalmente, se ha establecido que cuando hay mayor cantidad de redes diversas en una sociedad, esta es mucho más cohesiva socialmente”.

¿Qué podemos pedir a las organizaciones en este contexto? No mucho. A lo más, que presenten un proyecto para poner alarmas o comprar silbatos. Es decir, que reaccionen frente al peligro, como lo hacen frente a un terremoto o una inundación, pero en ningún caso que sean parte de la construcción de barrios y ciudades más integradas, de mejores espacios públicos, de una mejor educación, de mejores condiciones de empleo, de un transporte más eficiente. Porque en todo eso es mejor que no estén muy empoderadas.

Apelar a las comunidades en tiempos de crisis esconde una incoherencia histórica del Estado de Chile. Por un lado, promueve su activación y protagonismo y, por otro, las debilita, las fragmenta y las clienteliza. Me parece que es momento de asumir que la crisis en que está sumida la participación comunitaria es un factor relevante de los problemas que vivimos como sociedad. Necesitamos políticas públicas que repongan el papel de la asociatividad territorial en la construcción de lo público y un mínimo punto de partida es hacer una reforma a la Ley de Juntas de Vecinos y Organizaciones Comunitarias.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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