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La crisis del ideal democrático a 300 años de Kant Opinión

La crisis del ideal democrático a 300 años de Kant

Álvaro Ramis Olivos
Por : Álvaro Ramis Olivos Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC).
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Hoy los nuevos déspotas, los meganarcos y los criminales a gran escala nos devuelven a una nueva forma de esclavitud, donde la ciudadanía se tiene que mover de acuerdo con los estímulos del temor al castigo y las recompensas del mercado y la sumisión a los poderosos.


El 22 de abril se conmemoraron los 300 años de nacimiento del Immanuel Kant. Pocas figuras pueden compararse en relevancia e impacto con el sabio de Königsberg. Su legado resulta fundamental en campos tan amplios como la delimitación de las fronteras entre la ciencia y el pensamiento filosófico, la estructura de la racionalidad moderna y los principios de la vida ética, jurídica y política, en el marco de un pensamiento crítico y autónomo.

Por algo se le ha llamado el Newton del mundo moral, ya que el giro que imprimió a nuestra manera de ver el mundo transformó las bases de nuestra comprensión de la realidad. Con Kant entendimos que solo podemos acceder al conocimiento –de manera universal y necesaria– si ese objeto del conocer depende de nuestro pensamiento para ser conocido, y no a la inversa. Ese es el supuesto del que parte la filosofía trascendental kantiana, y de ello se desprende una comprensión del sujeto como centro gravitacional del cosmos.

La omnipresencia kantiana en las bases de nuestra racionalidad contemporánea nos hace olvidar su impacto en la base de nuestra convivencia social y política. Aunque nunca se haya leído una sola línea de su obra, Kant participa cotidianamente en nuestra vida. Su huella se siente desde que nos parapetamos en la noción de autonomía personal para relacionarnos mutuamente, por la vía de un contrato o del libre consentimiento. Su sello es tangible en los principios prácticos de la ética pública, basada en los derechos humanos y en una compresión del Estado como institución democrática, fundada en el deber de igualdad y justicia.

Este aniversario nos obliga a prestar atención a su obra en una época como la actual. Necesitamos hacer un balance de la recepción que la humanidad está haciendo de su legado. Y no es difícil concluir que esa evaluación es desalentadora y preocupante. La forma más simple de medir el avance o retroceso de nuestras sociedades de acuerdo con el horizonte propuesto por Kant es observar la evolución del sistema político mundial.

En 1795 se publicó una de sus obras más originales. Bajo el título Hacia la paz perpetua, constituye un tratado cuyo objetivo es ofrecer una perspectiva de gobierno a escala global que favorezca la paz. La solución que imagina Kant radica en la construcción de un orden internacional basado en reglas, de carácter permanente, que se despliega en etapas sucesivas hasta el desarrollo de un Estado cosmopolita como meta final de la historia humana.

Para Kant ese orden cosmopolita requiere que los Estados asuman formas constitucionales republicanas, que permitan administrar las naturales tendencias antagónicas de la condición humana (lo que él llama la insociable sociabilidad). Por lo tanto, la construcción de la paz mundial se articula con la superación de los aspectos destructivos del antagonismo por medio de mecanismos institucionales que obliguen a los diversos actores a trabajar colaborativamente en la consecución de ese fin. La paz perpetua es el resultado de la aplicación conjunta de principios de política interna y de política exterior, que de forma realista pero ambiciosa, orientan la conducta de los individuos y de las instituciones.

En este plano es evidente que el orden internacional, y también nuestra convivencia nacional, muestran un claro deterioro. Las instituciones mundiales, desde el sistema de Naciones Unidas hasta los sistemas de integración regional, subregional y otros mecanismos de cooperación internacional, viven sus horas más difíciles. El rebrote de la guerra a gran escala en Siria, Ucrania, Gaza, África y otras latitudes muestra que la violencia entre los Estados se ha reinstalado como factor dirimente de los conflictos. Ello es el resultado de cierta descomposición institucional, como la imposibilidad del Consejo de Seguridad de la ONU de administrar sus diferencias y lograr legitimidad en sus decisiones.

En el plano de la paz interna de los Estados, todo alerta sobre formas inéditas de pérdida de control territorial por parte de las autoridades democráticas. El narco y el crimen organizado construyen sus propias estructuras paraestatales, basadas en la coerción y la degradación de todos los engranajes funcionales del Estado de derecho. Pero no es necesario remitirse al renovado poder de los delincuentes para observar este fenómeno de desmantelamiento de un marco de convivencia basado en la libre corresponsabilidad. Hoy son los propios gobernantes, los Milei, los Netanyahu, los Maduro o los Ortega, quienes dinamitan desde el interior de las propias estructuras estatales las condiciones de posibilidad de una convivencia pacífica, basada en la libertad y la igualdad.

La proliferación de los enemigos de lo público está horadando el precario avance que se gestó con el consenso internacional de 1948, que permitió el desarrollo del sistema de Naciones Unidas y la promulgación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Hoy los nuevos déspotas, los meganarcos y los criminales a gran escala nos devuelven a una nueva forma de esclavitud, donde la ciudadanía se tiene que mover de acuerdo con los estímulos del temor al castigo y las recompensas del mercado y la sumisión a los poderosos. Este 300 aniversario coincide con la proliferación de los discursos nacionalistas más rancios, que se amparan en el fantasma del “globalismo” para defender el chauvinismo, el racismo, el fundamentalismo religioso y otras formas de supremacismo clasista, machista e identitario.

Es necesario volver a leer Hacia la paz perpetua, donde se nos da una pista del tipo de liderazgo que necesitamos para salir de esta encrucijada. Se requiere “un político moral para quien los principios de la prudencia política puedan ser compatibles con la moral, mas no un moralista político que se forja una moral según la encuentre adaptable al provecho del estadista”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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