Lo grave de este caso no es el deficiente sistema de nombramiento de jueces, que podemos perfeccionar sin duda, sino de jueces que no han estado a la altura de lo que se espera de ellos.
El llamado “caso Audios” ha develado las falencias de nuestro sistema de nombramiento de jueces.
En efecto, nos veníamos dando cuenta hace algún tiempo de que estas reglas que rigen el sistema de nombramientos se han venido empleando como una coartada para transacciones subterráneas donde se tomaban, en realidad, las decisiones. Pasó con la ministra Vivanco, pero también con otros ministros u autoridades.
Y esto era algo sabido y que toleramos durante mucho tiempo. Ejemplos hay varios, pero quizás el más representativo era el ritual denominado “besamanos”, que debía cumplir todo aquel que postulara a un cargo en que ministros de tribunales superiores elaboraran alguna nómina.
Pero los chats que se conocieron esta semana y que involucran a la ministra Vivanco son mucho más graves, porque mostraron a una integrante de nuestra Corte Suprema dispuesta a pagar por el favor dispensado a su favor, abandonando su deber posicional.
Esto es especialmente grave porque se trata, nada menos, que de una ministra de la Corte Suprema chilena, esto es, una autoridad que tiene la última palabra cuando se trata de resolver los problemas jurídicos.
Uno esperaría que las personas que integran la Corte Suprema sean individuos virtuosos, leales al deber que pesa sobre ellos y que, por supuesto, no se limita a aplicar el derecho correctamente, sino a decidir con imparcialidad, siendo ciegos a los intereses involucrados, especialmente los propios y haciendo abstracción de los vínculos o de las lealtades personales.
Lo grave de este caso no es el deficiente sistema de nombramiento de jueces, que podemos perfeccionar sin duda, sino de jueces que no han estado a la altura de lo que se espera de ellos.
Al final del día el tema relevante es si tenemos jueces dispuestos a cumplir su labor y resolver lo que en derecho corresponda o, por el contrario, estarán dispuestos a diversos intercambios a partir de la función pública que se les confirió.
Contar con una Corte Suprema legitimada es fundamental para nuestro Estado de derecho. Probablemente ninguno de los integrantes de nuestro máximo tribunal llegó allí “por obra y gracia del Espíritu Santo”, como se atrevió a decir una ministra cuestionada en el Pleno, pero cosa muy distinta es evidenciar una lealtad inaceptable con algo o alguien que no sea el derecho y la función pública.