La antigua atribución presidencial que nos ocupa se reiteró en la Carta de 1980, ningún Jefe de Estado la ha ejercido en los 34 años desde el retorno a la democracia, motivo por el cual llamó tanto la atención que dos ministros de Estado la hayan mencionado.
A propósito de las más serias denuncias que se han efectuado por estas semanas en contra de integrantes de la Corte Suprema (esto es, las realizadas en contra de la ministra Ángela Vivanco) en el contexto del denominado “caso Audios”, y casi en paralelo a que el Pleno de dicha Corte decidiera abrir un cuaderno de remoción de la ministra mencionada, tanto la vocera del Gobierno, Camila Vallejo, como el ministro de Justicia, Luis Cordero, hicieron mención a una –poco conocida– facultad presidencial que se remonta a los propios orígenes de Chile como república independiente; esto es, la posibilidad de requerir al máximo tribunal para que actúe contra un juez que exhiba un “mal comportamiento”, dentro del contexto del deber presidencial de “velar por la conducta ministerial de los jueces”.
Si bien la rápida decisión adoptada por la Corte Suprema de iniciar un proceso de remoción contra Vivanco (el lunes 9 de septiembre, menos de 48 horas después de conocerse las más graves denuncias realizadas contra la ministra), la mención de la facultad que nos ocupa llamó la atención.
La atribución presidencial que mencionamos se desprende de dos normas constitucionales, el artículo 32, número 13, y el artículo 80 de la Constitución Política de la República.
Mientras que el primero dispone que es una atribución especial del Presidente “velar por la conducta ministerial de los jueces y demás empleados del Poder Judicial y requerir, con tal objeto, a la Corte Suprema para que, si procede, declare su mal comportamiento, o al ministerio público, para que reclame medidas disciplinarias del tribunal competente, o para que, si hubiere mérito bastante, entable la correspondiente acusación”, el segundo artículo mencionado prescribe que “la Corte Suprema, por requerimiento del Presidente de la República, a solicitud de parte interesada, o de oficio, podrá declarar que los jueces no han tenido buen comportamiento y, previo informe del inculpado y de la Corte de Apelaciones respectiva, en su caso, acordar su remoción por la mayoría del total de sus componentes. Estos acuerdos se comunicarán al Presidente de la República para su cumplimiento”.
Estas normas, que replican casi a la letra lo que disponían el artículo 72, número 4, y el artículo 85, inciso 4º, de la Constitución de 1925, se remontan, en el caso de la atribución presidencial de velar por la conducta ministerial de los jueces, al artículo 82, número 3, de la Constitución de 1833; al artículo 84, número 5, de la Constitución de 1828 y, finalmente, al artículo 18, número 12, de la Constitución de 1823, que prescribía que “son facultades exclusivas del Director Supremo: Velar sobre la conducta ministerial de los funcionarios de justicia y cumplimiento de las sentencias”.
Como se puede apreciar, estamos en presencia de una norma con más de 200 años de existencia, y que, por tanto, data de una era en que la separación entre el Poder Ejecutivo y la judicatura apenas se esbozaba en el naciente derecho constitucional chileno.
Durante el siglo XIX, la prerrogativa presidencial de velar por la conducta ministerial de los jueces consagrada en el ya mencionado artículo 82, número 3, de la Carta de 1833 fue criticada por el jurista Manuel Carrasco Albano, quien observó que “la presente atribución está concebida en términos mui (sic) vagos i falta una lei especial que la haga efectiva i detalle los casos en que el presidente debe usar de esa facultad, no sabiéndose entre tanto a cuánto se estendería (sic) la atribución”.
Luego de plantear una serie de hipótesis de aplicación de dicha facultad (a su juicio inaceptables, por el peligro de que representaran una “usurpación” presidencial de las atribuciones del Poder Judicial), Carrasco Albano concluye que “en verdad no se descubre cómo reducirla a límites fijos, a una órbita determinada. Tal vez sólo se ha querido asentar en principio esa tuición jeneral (sic), esa superintendencia jeneral (sic) y vaga que se ha querido atribuir al Ejecutivo sobre todas las esferas de la vida social”.
Esto, en una época en que no pocos constitucionalistas consideraban que la Constitución de 1833 había consagrado una suerte de monarquía con ropaje republicano.
Más adelante, ya bajo la vigencia de la Constitución de 1925, otro importante constitucionalista, José Guillermo Guerra, defendería, en cambio, la norma que permitía al Presidente de la República velar por la conducta ministerial de los jueces y solicitar la remoción de los mismos, argumentando que –desde 1891– el personal del poder judicial se había “maleado”, a consecuencia del “desquiciamiento moral producido por la revolución de 1891”, producto de lo cual se hacía necesario establecer un “camino más expedito de remoción de los malos jueces”, aunque, más allá de esa retórica algo inflamada, ello implicara que el Presidente solo podía solicitar la remoción de algún juez, quedando ella a discreción de la Corte Suprema, la que podía adoptar tan drástica decisión por dos tercios de sus integrantes.
No es este el lugar para ensayar una relación circunstanciada del uso que se hizo de esta atribución presidencial bajo el imperio de la Constitución de 1925, aunque se puede adelantar que ella fue escasamente utilizada.
Finalmente, si bien la antigua atribución presidencial que nos ocupa se reiteró en la Carta de 1980, ningún Jefe de Estado la ha ejercido en los 34 años desde el retorno a la democracia, motivo por el cual llamó tanto la atención que dos ministros de Estado la hayan mencionado cuando el Pleno de la Corte Suprema se aprestaba a abrir el cuaderno de remoción de una de sus integrantes por primera vez en casi un cuarto de siglo.