Solo se pude decir que es imprescindible, más que nunca, el trabajo constante de desmontar la telaraña que encubre las opresiones, en las cuales nos criamos y portamos, nos guste o no, y que en cualquier momento reaparecen.
En el reciente Informe del PNUD la pregunta central que nos propone es ¿por qué a la sociedad chilena le cuesta cambiar?, y entrega un importante análisis sobre las tensiones sociales que explicarían esa dificultad. Muy marcada por el fallido proceso constitucional, en que se movilizaron energías de todos los sectores, para no llegar a acuerdos sobre cambios claramente demandados por la ciudadanía, vía estallido pero refrendadas por las encuestas. La institucionalidad permaneció intocada.
En materia de equidad de género destacan cambios institucionales, como la creación del Servicio Nacional de la Mujer en el año 1991, y del Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género en 2016, que “han sido determinantes en la transversalización del enfoque de género para el avance en materias como la protección de la maternidad, la coordinación de servicios estatales para impulsar políticas de igualdad de género y la creación de programas orientados a erradicar la violencia contra la mujer.”
Respecto a la situación legal de las mujeres, se han implementado reformas legislativas para eliminar la discriminación formal hacia ellas en el empleo (cambios al Código del Trabajo), la familia (ley de filiación, ley de divorcio) y la erradicación de la violencia (ley de violencia intrafamiliar, tipificación del femicidio en el Código Penal).
En otros planos los avances son menores, como el de los derechos sexuales y reproductivos, donde recién en 2017 se logró despenalizar el aborto, pero solo por tres causales, y de la regulación de la posición y autonomía de las mujeres al interior del hogar, de la corresponsabilidad en los roles de cuidado y de la participación y representación política de las mujeres.
En política, a nivel nacional se cuenta con una ley de cuotas que logró aumentar el porcentaje de mujeres electas al Poder Legislativo a 23% en 2018.
Mismo año en que hubo una intensa y extensa movilización feminista en las universidades del país en demanda de una educación no sexista y la erradicación de la violencia de género, lo que dio una nueva visibilidad política al movimiento feminista y sus demandas.
Los cambios institucionales resultan insuficientes para cambiar las desigualdades de género que se dan en la vida privada.
Las mujeres siguen asumiendo la mayor parte de la carga del trabajo doméstico y del cuidado no remunerado (5,89 horas diarias versus 2,72 los hombres), limitando sus posibilidades de autonomía y participación en la educación, el trabajo remunerado y la vida pública.
Como es sabido, durante la pandemia muchas personas perdieron sus trabajos, pero en 2020, mientras el 62% de los hombres habían recuperado su trabajo, y solo el 41% de las mujeres lo había logrado. Aumentaron las deudas por pensiones de alimentos y se aprobó la Ley 21.484 sobre responsabilidad parental y pago efectivo de deudas de pensiones de alimentos, que entró en vigencia en 2023.
Por otro lado, no ha habido avances significativos en cuanto a la eliminación de la violencia contra las mujeres y las niñas.
Las mujeres víctimas de violencia en los últimos doce meses subió de 18,2% en 2012 a 23,3% en 2022 (MIPP, 2023). La tasa de femicidios consumados, por otra parte, ha bajado moderadamente entre 2010 y 2022 de 0,6 a 0,4 cada 100 mil mujeres, mientras el número de femicidios frustrados subió entre 2012 y 2022 de 82 a 180 (Subcomisión de Estadísticas de Género, 2024). A fines de mayo de 2024 ya se registran 22 femicidios, un preocupante aumento en comparación con el mismo período del año 2023.
Además entregan un dato muy interesante para tener una visión más completa de las inequidades de género: “Se ha detectado un notorio retroceso en el Índice de Normas Sociales de Género (GSNI) medido por el PNUD en base a la Encuesta Mundial de Valores. Este indicador cuantifica sesgos capturando las actitudes de las personas sobre los roles ejercidos por mujeres en cuatro dimensiones: política, educativa, económica y de integridad física. Entre 2010-2014 y 2017-2022 el porcentaje de personas sin sesgos de género bajó de 25,8% a 20,3% en Chile. El porcentaje de personas con sesgos subió para todas las dimensiones incluidas en la medición, llegando a 59,0% para la política, 24,3% para la educativa, 35,9% en la económica y 55,5% en integridad física (UNDP, 2023)”.
Cabe notar que las mujeres presentan menos sesgo en la dimensión política (mujeres 51,99, hombres 66,82) al igual que en la económica (27.70 versus 44.90) y educacional (20.32 versus 28.79). La única dimensión en que el sesgo sexista es casi igual es respecto a la integridad física, 56,00 entre mujeres y 55,02 en hombres; al menos es la única dimensión en que el sesgo aumentó en solo 1%.
El dato resulta perturbador si se compara con los avances presentados: una institucionalidad que promueve la participación de las mujeres en la vida pública en general, cambios legales y políticas sociales que apoyan ese proceso, presencia de un movimiento feminista a nivel nacional y con influencia en partidos políticos progresistas (gobierno “feminista”).
Y nos obliga a reconocer que la “igualdad sustantiva” es bastante más difícil de alcanzar de lo que parece, porque el sistema patriarcal es una compleja red que ata, articula y produce sujetos en varios niveles, desde lo macrosocial a lo microsocial, a las subjetividades e identidades sociales.
Considerando la fortaleza de un sistema de relaciones de género que ha pervivido transformándose continuamente, adecuándose a los desafíos que surgen de los cambios estructurales y coyunturales, conservando su esencia de sistema expoliador en beneficio del género dominante, los procesos que hemos vivido en los últimos años en Chile, que nos conmovieron e ilusionaron, parecen apenas pequeños arañazos de los cuales el sistema autopoyético se recupera con más facilidad que nosotras de los desgastes de luchas que se agregan a la inagotables tareas cotidianas de las mujeres (cuidar, cocinar, lavar, estudiar, proveer, enseñar, curar, amar, etc.).
Las dificultades del cambio se hacen particularmente visibles en una situación de crisis como la vivida ante la denuncia de violación contra el exsubsecretario Monsalve. Que además contiene la complejidad de ocurrir en las altas esferas del poder político, donde las desigualdades de género se articulan con las desigualdades de capitales sociales, culturales y económicos.
Algo de eso vimos en las luchas al interior de la universidad, donde la movilización de las estudiantes (en un contexto de movilizaciones estudiantiles …) se hizo para luchar contra quienes utilizaban las desigualdades de género y de poder para acosar y abusar de las jóvenes hasta entonces, impunemente.
El espacio estudiantil ha sido uno de los más propicios para organizar estas luchas, ya que es un espacio donde se encuentran cotidianamente grandes números de mujeres y, aunque la edad y la situación de “alumna” es una desigualdad importante, se trata de una elite juvenil.
Sin embargo, la movilización se dio precisamente porque las voces de las estudiantes denunciando los abusos no eran acogidas por las autoridades, y se vieron casos de protección a victimarios por parte de destacados académicos, tanto por las vías institucionales internas (recontratación de profesores despedido) como en declaraciones públicas que pretendían invalidar las voces de las víctimas y de las estudiantes movilizadas.
La tensión entre los cambios institucionales, los discursos públicos y los discursos privados que señala el informe nos informan de algo bastante sabido: los cambios institucionales que se obtienen con las movilizaciones suelen tener un ritmo más rápido que los cambios culturales. Ha sido posible legislar sancionando las muchas formas de violencia contra las mujeres y disidencias; pero los actos violentos siguen ocurriendo. La sanción pública ante esos hechos, con el movimiento feminista presionando, ha sido creciente. Pero sabemos menos (y sospechamos bastante) de los discursos privados.
En los espacios de confianza, una proporción importante de las personas (como lo hicieron en la encuesta citada) sigue pensando (y actuando, a menos que los pillen) como siempre lo han hecho, es decir, reproduciendo lo que recibieron como la doxa de la sociedad patriarcal en que se criaron. Aquella que niega la subjetividad de las mujeres y solo reconoce como sujetos con autonomía a los varones heterosexuales.
Las mujeres (y las disidencias) somos la otredad, el espejo donde los hombres se miran para encontrar a un reflejo incompleto de sí mismos y que ellos pueden llenar de sentido, al imponerles su voluntad. Las mujeres no saben lo que quieren, por eso tiene sentido seducirlas, presionarlas, conquistarlas, para que comprendan al fin que su verdad subjetiva es realizar el deseo masculino.
Eso es lo que expresaba la antigua ley de matrimonio (Código Civil de 1855, art. 32), vigente hasta 1989, en que la mujer debía obediencia al marido, en tanto el tenía el deber de protección. Y es lo que está detrás de la confianza con que el exsubsecretario afirmó en el momento de renunciar públicamente en La Moneda: “Tengo la absoluta convicción de que no he incurrido en ninguna conducta constitutiva de delito”.
El hecho de ser superior jerárquico de la víctima en el trabajo, de que la presionaba para reunirse y que en el momento de los hechos ella no estaba en condiciones de otorgar su consentimiento, más que constituir en la evidencia del abuso, para él parecen ser las condiciones normales en las que “el hijo sano del patriarcado”, como nos han recordado LasTesis, opera para obtener el acceso sexual a las mujeres. Ejerciendo la combinación de poderes que le da el patriarcado y la estructura de clases.
Más complejo es entender la reacción primera del “gobierno feminista” ante la denuncia. Han pasado ya semanas, y aunque falta para saber exactamente qué ocurrió en los primeros días, los primeros movimientos indican que el denunciado por violación seguía contando con la confianza de su jefatura, como para permitirle la revisión de las cámaras de los lugares de los hechos, usar la policía bajo su mando para eso, mantenerse en su cargo tres días más y renunciar públicamente en La Moneda. Al parecer, funcionó la cultura patriarcal y el “hermano, yo te creo”.
Llama la atención en esos primeros días la escasa presencia pública de las mujeres ministras. Incluso el comentario de la ministra Orellana justificando el trato que estaba recibiendo el exsubsecretario porque no se trataba de un cargo cualquiera.
Solo se pude decir que es imprescindible, más que nunca, el trabajo constante de desmontar la telaraña que encubre las opresiones, en las cuales nos criamos y portamos, nos guste o no, y que en cualquier momento reaparecen, porque también somos todos hijos e hijas del patriarcado.
Por parte del movimiento feminista ha habido reacciones, declaraciones públicas y algunas convocatorias a movilizaciones. Sin duda el golpe de esta revelación del peso del patriarcado entre quienes se suponía aliados ha sido fortísima. Por eso hay que hablar de ella, reafirmar el lenguaje propio, recuperar el habla oculta de las subordinadas y hacerla pública, instalando una verdad distinta.
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