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La crisis intelectual de la derecha en sus libros VI: Cristián Larroulet, “Chile camino al desarrollo” Opinión

La crisis intelectual de la derecha en sus libros VI: Cristián Larroulet, “Chile camino al desarrollo”

Hugo Eduardo Herrera
Por : Hugo Eduardo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales.
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Cuando Larroulet habla de educación lo hace con cuidado. Repara en la frialdad de los economistas y de la expresión “formación de capital humano”. Se detiene en la contribución de la enseñanza a la “realización personal” y el “respeto y la tolerancia”. Estas alusiones son poco más que retórica mientras no se diga cómo es posible y cuáles son los requisitos con los que debe cumplir la educación si ha de contribuir en dichas direcciones.


¿Tiene sentido, si se es de derecha, denunciar la crisis intelectual por la que atraviesa el sector? ¿No se es desleal con la derecha cuando se la crítica desde dentro de ella misma?

Estas preguntas se las han formulado varios frente a las columnas y artículos que he venido publicando desde hace tiempo y en los que, tanto respecto de la derecha en general, cuanto con ocasión de algunos de sus últimos libros, he venido mostrando la ausencia allí de un discurso dotado de la complejidad suficiente como para comprender y darle orientación al momento presente.

Mi respuesta a ambas preguntas es que no, y al contrario.

Reparar en la crisis por la que atraviesa el sector es no sólo una opción, sino, y especialmente, un deber con un conjunto complejo de tradiciones de pensamiento más que centenarias, así como con un electorado fiel a una cierta cosmovisión derechista y que ve cómo las actuales voces de ese sector han sido incapaces de articular un discurso sofisticado y pertinente. Esta incapacidad es tan grave que la derecha hoy, salvo excepciones, no puede ya intervenir con prestancia en los principales foros nacionales de talante intelectual. Esta ausencia de discurso no se deja entender como la falta de un ornamento, de un adorno del que la derecha pueda eventualmente prescindir.

Señalan algunos que basta hacerlo bien en economía. Si eso ocurre, se dicen, ¡que más importa la ideología o el discurso! Otros piensan que es suficiente simplemente insistir en el discurso que se usó para la Guerra Fría –de subsidiariedad negativa y defensa del derecho de propiedad concebido de modo individualista–, sólo que con más entusiasmo o coraje y el afecto popular regresará.

Sucede que son estas últimas visiones y no la primera –y, más en general–, no la autocrítica sino el economicismo, la autocomplacencia o la jactancia en un relato que ha devenido obsoleto, dadas las nuevas circunstancias por las que atraviesa el país, los más criticables. Pues a esta altura viene resultando claro que la falta de un discurso complejo y a la altura de la época presente, ha producido que la derecha no pueda hacer valer sus ideas en foros de vanguardia. Ella ha perdido, consecuentemente –y como ya he dicho–, presencia en estructuras legítimas de poder: los sindicatos, las organizaciones vecinales, los gremios, las universidades. Esa pérdida se refleja en la correlativa caída dramática del apoyo electoral, que ha retrocedido casi al tercio histórico en las pasadas presidenciales. Me atrevería a recordar lo siguiente: mientras la derecha no reconstituya un discurso lo suficientemente sofisticado como para comprender adecuadamente el momento actual, ella no recuperará su presencia en estructuras legítimas de poder y, mientras esto no suceda, no remontará decisivamente en su alicaído respaldo electoral.

[cita]Es notoria –aunque esto, en verdad, es común a todos los últimos libros de la derecha, salvo dos excepciones– la escasa consciencia histórica que manifiesta Larroulet en el texto.[/cita]

Ciertamente la crisis económica puede acentuarse y los chilenos ver en la derecha nuevamente una alternativa al estancamiento. Pero esa será golondrina que no hará verano, si no existe el sustento más firme que provee una articulación diferenciada de ideas capaces de dar luces al instante actual.

En consecuencia, habida cuenta de todos estos antecedentes, me parece que lo criticable y descuidado –por no decir lo desleal– con el acervo intelectual de la derecha y con los ciudadanos que comparten la mentada cosmovisión derechista, es, precisamente, silenciar la crisis, evadirla, hacer como si no existiese o fuese, cuanto más, un asunto de marketing o de mera insistencia en un discurso obsoleto, y acallar –con descalificaciones u otras medidas– las voces que buscan reparar en ella. Sólo dándose uno cuenta de una enfermedad puede ésta ser sanada, sólo reparándose en la existencia y las dimensiones de un problema se está dando recién el primer paso para solucionarlo.

En esta ocasión comentaré un libro aparecido hacia finales de 2012, firmado por el ex ministro Cristián Larroulet. Este es un texto –comparativamente– bien acabado, pero, con toda claridad –sino sólo, al menos preponderantemente–, la obra de un economista de profesión.

Su punto de partida es la alternativa entre tres modelos posibles, a saber, el socialismo, el capitalismo en su versión chilena y el Estado de Bienestar. Larroulet descarta al socialismo con tres argumentos, en principio plausibles, que ilustra con el caso de Venezuela, a saber, que en él disminuye el ingreso per cápita, que con él la libertad política retrocede y la criminalidad aumenta (p. 24). En cambio, respecto del “modelo de bienestar europeo continental” la argumentación es menos certera. Señala que se trata aquí de un sistema que “no incentiva el empleo, sofoca la innovación y lleva a una política fiscal insostenible” (p. 25). Estas afirmaciones confunden el modelo con sus degeneraciones. Las políticas irresponsables de los Estados del sur de Europa no comprometen para nada los niveles de empleo, de innovación, de cohesión y bienestar cultural, político y social que evidencian Alemania, Suecia, Dinamarca, Holanda, Noruega o el Reino Unido. Larroulet, luego de mencionar los problemas de España, concluye que “no hay un modelo alternativo mejor para Chile” que el “que tenemos” (p. 25).

Las mejores partes del libro, relevantes en las discusiones políticas particulares de la actualidad, aunque menos significativas en el plano que aquí nos interesa, son aquéllas donde Larroulet aborda con pulcritud una serie de tópicos en los cuales combina datos y razonamientos para mostrar que el liberalismo en la versión asumida por Chile es la variante preferible para alcanzar el desarrollo. Así, por ejemplo, su defensa de lo que llama una “sociedad docente” frente al modelo de un Estado que concentra y centraliza toda la educación, apunta en la dirección adecuada, no obstante que pueda resultar criticable la argumentación mediante la cual realiza esta defensa. En ella se mezclan nociones como la de “creatividad” (p. 84), concepto, me parece, carente de significado en esta discusión (una institución de educación estatal puede ser tan creativa como una privada y, al contrario: entidades educativas donde predomine una racionalidad de mercado son muchas veces más reticentes a dar a sus docentes un uso libre del tiempo suficiente para que emerja la auténtica creatividad, que no es muy distante a la poesía y sí lo es de cualquier tipo de mecanismo), con otro concepto más atingente, el de “pluralismo” (p. 83), el que sí se pone gravemente en riesgo cuando se concentra y centraliza el poder educativo.

Larroulet también efectúa una recapitulación de medidas del gobierno del ex Presidente Piñera que apuntaban a potenciar el neoliberalismo económico y complementarlo con la atención de asuntos sociales y culturales. Dentro de estas medidas se incluyen el fomento al emprendimiento, el resguardo de los consumidores, el apoyo a la educación, políticas sociales, de seguridad, salud, reconstrucción, familia, etcétera.

Todo lo anterior está bien, pero, en cambio, la contribución del libro en las discusiones teóricamente más exigentes y las cuestiones que se hallan en juego en ellas, es escasa y puede decirse que el economista Larroulet no alcanza a intervenir allí con pertinencia. Los defectos del libro en esta parte son más llamativos en la precisa medida en que las referencias a teóricos políticos son realmente escasas y el universo de textos de los que se nutre intelectualmente uno de los ex ministros más políticos de Piñera es estrechísimo.

Llama la atención, por ejemplo, que la “base filosófica” del liberalismo de Larroulet, sean dos autores, uno al cual menciona, John Locke, y otro al cual no menciona, pero parafrasea: Immanuel Kant. A Locke lo cita para justificar que la “centroderecha” no le tiene “fobia al Estado”. “[E]l gran filósofo y político inglés de fines del siglo XVII”, nos dice, uno de los “liberales clásicos”, “hace una firme defensa del insustituible papel del Estado en la protección y garantía de las libertades y derechos de las personas y en la configuración de las condiciones necesarias para acceder a una mejor vida en sociedad. Sin Estado, pensaba Locke, es imposible el disfrute seguro de la libertad y de todo lo que ella es capaz de generar” (p. 42). Esta visión, dice Larroulet, sería “sustentada por prácticamente todos los autores liberales y conservadores de relevancia” (pp. 42-43). Conviene moverse lento en estos asuntos y distinguir. Resulta significativo que Larroulet no advierta que está citando a un autor que restringe el papel del Estado al de lo que Marx llamó después el gendarme, aquél guardián de los intereses del capitalista. Un Estado que nada tiene que ver con algo así como el bien común o el interés general, sino que se limita a ser –bajo las condiciones de una economía moderna– el policía de los ricos, su vida, sus bienes y su libertad. El Estado de Locke es uno de los más liberales y enajenantes órdenes políticos concebibles, si se lo pone en relación con la situación capitalista de acumulación y concentración de los medios técnicos de producción en unas pocas manos.

El otro liberal, al cual Larroulet no menciona, pero parafrasea, es Kant, cuando indica que entiende a la “libertad” “como un fin en sí misma”, en la medida en que “sólo garantizándola tratamos a las personas como seres dotados de dignidad. La libertad es lo que nos hace realmente personas” (p. 37). Larroulet omite las difíciles justificaciones de la libertad que realiza Kant en sus complejos textos y se queda con una exposición de sus resultados. Ahora bien, como es Kant a quien Larroulet acude, uno tiene que preguntarse si las implicancias que se siguen de las teorías kantianas de la moral y el derecho aplican en el caso de Larroulet. Pues habremos de recordar, entonces, que Kant es un liberal de vieja escuela, para quien el Estado no debe intervenir sino hasta allí donde haya garantizado, mediante el mecanismo coactivo del derecho, que a todos los individuos se les respete su libertad. Nada más.

Tanto la versión lockeana del liberalismo cuanto la kantiana parecen acercarse a algo así como la concepción más extrema de esa corriente, en virtud de la cual el Estado simplemente no puede más que restringir su acción a garantizar el orden público. En lo demás, capitalismo salvaje. Probablemente Larroulet no esté dispuesto a asumir consecuencias tan radicales, si es férreo defensor de un gobierno que remarcaba la importancia de la red de apoyo social que necesitan los ciudadanos para actuar con la prestancia y seguridad de los trapecistas. Pero esta inadecuación entre las implicancias directas del pensamiento de los “teóricos” que usa y lo que quiere defender (una versión algo menos salvaje del capitalismo) evidencia que su texto es de poca utilidad en lo que toca a dar luces teóricas sofisticadas sobre la discusión de fondo.

Cuando Larroulet habla de educación lo hace con cuidado. Repara en la frialdad de los economistas y de la expresión “formación de capital humano” (pp. 15, 79). Se detiene en la contribución de la enseñanza a la “realización personal” y el “respeto y la tolerancia” (p. 81) (estas alusiones son poco más que retórica mientras no se diga cómo es posible y cuáles son los requisitos con los que debe cumplir la educación si ha de contribuir en dichas direcciones; los líderes de la Revolución Rusa y la Francesa fueron todas personas bien educadas; en la Italia prefascista, en la Alemania de Weimar, los niveles de la educación no sólo de los líderes, sino de vastas capas del pueblo eran muy elevados). Todo este cuidado no logra, empero, debilitar la atadura principal que el autor establece entre educación y funcionalidad productiva. Mientras ese lazo se mantenga firme cabe siempre seguirse preguntando si para Larroulet la realización personal puede llegar a ser entendida como algo distinto de la subsunción del ser humano bajo la dinámica instrumental de la racionalidad económica. Ocurre que no fue Marx, sino antes que él Rousseau, el amigo de David Hume (otro liberal), quien mostró que la incorporación del sujeto en los ritmos y trámites de la racionalización funcional moderna no sólo significaba dificultar una vida auténtica, sino que le oponía obstáculos insalvables. ¿Cómo compatibilizar, entonces, los ideales emancipatorios de la educación, la liberación que ella debiera perseguir respecto de las cadenas que impone al individuo la racionalización técnico-productiva de su existencia, con las ideas que Larroulet tiene de la enseñanza y según la cuales esta es precisa y fundamentalmente un mecanismo de adiestramiento del ser humano, de sujeción y domesticación de sus fuerzas vitales, de su inconmensurabilidad, según el criterio funcionalizante que lo reduce a “capital humano”?

Es notoria –aunque esto, en verdad, es común a todos los últimos libros de la derecha, salvo dos excepciones– la escasa consciencia histórica que manifiesta Larroulet en el texto. Al presentar a uno de los pensadores más relevantes de la derecha del siglo XX, Encina, afirma que sus “conclusiones” serían “decepcionantes, pues apuntaban a factores estructurales muy difíciles, si no imposibles, de modificar”, a saber, “la ubicación geográfica, las características del territorio, la cultura, incluso la raza, la estructura social o la conformación de la propiedad”. Pero “la realidad”, nos dice Larroulet con vigoroso optimismo, sería “mucho mejor de lo que tantos pesimistas creyeron” (pp. 14-16). Más adelante señala que Encina “se equivocó” al indicar como “debilidades” nuestras “la raza” y “la geografía”, mientras que al entender a “la educación” como factor de desarrollo habría acertado (pp. 115-116). Debe decirse aquí que las características del pueblo y la geografía no eran para Encina obstáculos o defectos, sino condiciones de partida, que tenían aspectos negativos, aunque siempre superables, pero también y especialmente aspectos positivos. “El pueblo chileno está en circunstancias particularmente favorables para ser moldeado por la educación”. Es una “masa plástica extremadamente sensible a todas las influencias. Lo que constituye su más grave defecto encierra al propio tiempo la posibilidad de su grandeza” (Encina, Nuestra inferioridad económica. Santiago: Universitaria, 1981, 5ª ed., p. 82). El “malestar”, que Encina y la “Generación del Centenario” detectan, alude a un desajuste sociológico entre los sentimientos del pueblo y su institucionalidad económica, política y social.

En términos generales, la solución de Encina es parecida en su tipo a la que propone Larroulet. Se trata de modificar formas institucionales y políticas públicas, en concreto, de un nuevo sistema de enseñanza. Salvo que la lucidez de Encina le impedía simplemente dejar a un lado no sólo el acervo intelectual de su tiempo, sino las innegables condiciones concretas que todo proceso educativo y toda comprensión política deben considerar si han de ser más que especulación libre, entre ellas, la importancia que desde el inicio poseen el talante y los sentimientos del pueblo y las características del territorio.

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