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La crisis intelectual de la derecha en sus libros VII: F.J. Urbina y Pablo Ortúzar, Gobernar con principios Opinión

La crisis intelectual de la derecha en sus libros VII: F.J. Urbina y Pablo Ortúzar, Gobernar con principios

Hugo Eduardo Herrera
Por : Hugo Eduardo Herrera Abogado (Universidad de Valparaíso), doctor en filosofía (Universidad de Würzburg) y profesor titular en la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales.
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El comprimido texto obliga a hacerse varias preguntas, que no encuentran allí respuesta. ¿Hay diferencia entre discurso y relato? ¿Las convicciones, operan respecto de los principios, la visión, las medidas, todos a la vez? ¿Cómo? ¿En qué sentido pueden estar “antes” que los principios? ¿En qué se distinguen los principios y las ideas, y ambos, por su parte, de la “visión de país”?


Gobernar con principios es, antes que un tratado con pretensiones de agotar el tema de la derecha actual, un ensayo de circunstancias, una “canción urgente”. Con seguridad los resultados habrían sido otros –dados el talento y la formación teórica de Pablo Ortúzar y Francisco Javier Urbina– de haberle dedicado los autores más tiempo al texto. Aun así, en la medida en que el libro realiza un diagnóstico y hace una propuesta de principios, merece un análisis detenido que incorpore exigencias filosóficas razonables.

Urbina y Ortúzar parten de una visión de la realidad compartida con otros de quienes comento en esta parte: a ese sector le falta “reflexión intelectual” (p. 23). Esta ausencia de reflexión se evidencia especialmente en el caso del “reclamo de los estudiantes” que el gobierno –detectan aquéllos con lucidez– no supo contestar en el mismo “nivel de la discusión” en el que éstos operaban, vale decir, el de “los principios”. La administración Piñera se concentró, en cambio, a esgrimir como argumentos “la inversión educacional y correcciones en políticas públicas” (p. 15).

[cita]El abigarrado conjunto de nociones que emplean los autores oculta, en último término, el núcleo del problema comprensivo político, a saber, cómo iluminar la situación según unos principios generales sin dejarla abandonada en su singularidad ni oprimirla en una subsunción mecánica. El énfasis de Urbina y Ortúzar está puesto fundamentalmente en la atención que debe prestarse a los principios en la comprensión, pero, con algo de candor, omiten la exigencia hermenéutica de atender a la situación y su singularidad, si la decisión ha de ser justa, adecuada a ella, algo distinto a una voluntariosa reducción.[/cita]

Los autores convocan a desarrollar esa reflexión intelectual, lo que exige también, a su juicio, “hacerse cargo de la historia –parte fundamental de la identidad– de un sector político con una larga tradición” (p. 17). Esta remisión a la historia debe ser especialmente destacada: no tiene la derecha un lugar puramente ideal desde el cual volver más complejo su pensamiento. Sin embargo, la parte del libro destinada a la historia es muy breve. Si bien Urbina y Ortúzar reconocen todas las tendencias fundamentales de la derecha (cristiana liberal, socialcristiana, laica liberal y nacional-popular), no hay un análisis pormenorizado de las posiciones y a veces la exposición es, debido a lo comprimida, poco clara (pp. 18-23). Francisco Antonio Encina es simplemente mencionado, y puesto en el grupo de los pensadores a los que Urbina y Ortúzar llaman pesimistas (pp. 20-21). Aunque la matriz pesimista a la que se alude es la de Oswald Spengler (según la cual “las dinámicas a las que están sujetos los pueblos en su evolución política son sinos ineludibles”;  p. 20), poner a Encina sin más aclaraciones en ese grupo, no obstante que da con un tono de época, significa desconocer los textos expresos de un inveterado optimista. Encina creía que mediante la enseñanza se podía efectivamente superar nuestra inferioridad económica y el profundo malestar espiritual en su base. La educación, escribe, “puede llenar en parte” el “vacío” que detecta en el pueblo chileno, “existe para eso, su fin social es conservar lo bueno de la herencia, atenuar lo malo y llenar sus vacíos”. Prosigue destacando que “[e]l pueblo chileno está en circunstancias particularmente favorables para ser moldeado por la educación”. Es una “masa plástica extremadamente sensible a todas las influencias. Lo que constituye su más grave defecto encierra al propio tiempo la posibilidad de su grandeza” (p. 82).

Encina y la derecha del Centenario no aparecen suficientemente reconocidos en el capítulo 2, donde Urbina y Ortúzar plantean que la derecha se ha caracterizado a lo largo de su historia por “la concesión de la hegemonía ideológica al adversario” (p. 27). Si se tiene en cuenta, por ejemplo, que en el debate alrededor del “Congreso Nacional de Enseñanza Secundaria” de 1912 no fueron las ideas de Enrique Molina, sino las nacional-populares de Encina, seguidas por Luis Galdames y Darío Salas, las que resultaron triunfantes, la afirmación se vuelve problemática. Tampoco queda perfilada con nitidez la figura de Jaime Guzmán. Si bien Urbina y Ortúzar reconocen su importancia y lo consideran “el más grande intelectual orgánico de la derecha en la segunda mitad del siglo XX” (p. 22), no problematizan las diversas fases o etapas que evidencia su pensamiento y se quedan en algunas de las fórmulas usuales con las que se termina ocultando su dinamismo interno.

En el capítulo segundo, los autores identifican dos actitudes a las que consideran criticables y que serían usualmente asumidas por la derecha. De un lado está el “martirio” (p. 27), que consiste en mantenerse firme en unas posiciones que se saben justas, pero condenadas a ser arrasadas. Una variable de esta actitud es la “interpretación apocalíptica e hipermoralizada de la situación”, que entiende todo desde una perspectiva ética, la cual combina “programas de redención radicales y minoritarios” con el descuido de “aspectos económicos e institucionales básicos” (p. 28). Urbina y Ortúzar señalan que esta actitud estaría en el origen de la Falange Nacional, lo que vuelve difícilmente aplicable a la indicada actitud el calificativo de apocalíptica (tampoco parece correcto decir que la Falange Nacional asume esa actitud del mártir: si en la base de esa actitud está la creencia de que “no es posible ganar con las ideas propias”, no resulta entonces comprensible el ardor mesiánico que en su momento poseyó a esa parte de nuestros socialcristianos).

De otro lado está el “entreguismo”, que consiste en “conceder, además del diagnóstico, varias de las supuestas soluciones planteadas por el adversario” (p. 28). Lo que se busca, en este caso, sería algo así como una enfermiza “aprobación de la izquierda”, cuyo papel asemejan al que juega “[e]l captor” (p. 29) en el secuestro. Indican que tanto el entreguismo como el martirio partirían de un “diagnóstico” común, a saber, que “no es posible ganar con las ideas propias” (p. 29). Junto a lo discutible que para los autores resulta este diagnóstico, habría que preguntarse, a juicio de ellos, si no se está, con él, “haciendo goles en el arco equivocado” (p. 29).

Me parece que esta última metáfora no resulta lo suficientemente adecuada como para captar la dinámica de procesos de comprensión colectivos definidos estructuralmente por una interdependencia recíproca. Si en deportes de goles o en la guerra se trata de “juegos” de suma cero (lo que uno gana, el otro lo pierde), en política puede ocurrir que el debate entre los bandos haga que las ideas se vayan perfilando, pero de tal suerte que la comprensión de las partes en su conjunto se enriquezca. La condición, empero, del enriquecimiento, es una discusión en la cual la derecha sea capaz de abrirse al discurso de la izquierda, entenderlo y mostrar, recién luego de realizado ese ejercicio, qué está bien en él y –de manera especialmente clara– dónde se equivoca. No tiene sentido simplemente darlo por erróneo y criticar al que pretenda realizar aquél esfuerzo de comprensión, pues en ese caso se está nada menos que renunciando al proceso deliberativo.

En términos más generales, cabe preguntarse realmente si la derecha ha sido o es derrotista. Ya me he referido a la victoria que cosecharon Encina y la derecha del Centenario ante el auditorio público en el Congreso Nacional de Enseñanza de 1912. Urbina y Ortúzar reconocen que la combinación de los pensamientos de Jaime Guzmán y los “Chicago boys” dio lugar a un discurso que se logró imponer, al menos “en su propio sector” (p. 31). Quizás –habría que hacer este ejercicio– quepa entender la calificación de “derrotismo”, que hacen los autores, como el producto de la combinación de una consciencia histórica que por momentos se vuelve menos nítida con una interpretación a veces excesivamente purista de lo político, que piensa que hay derrotismo cada vez que en la derecha despierta la vocación de incorporarse a la deliberación pública, lo que supone la disposición a comprender las posiciones ajenas y buscar premisas comunes de discusión. Mas el purismo no es compatible, como lo notan lúcidamente ellos mismos, con la democracia.

Urbina y Ortúzar proponen como salida al “derrotismo” “un trabajo serio de articulación intelectual y política del sector” (p. 31). Esa indicación ha de ser saludada. Indican que la alternativa de la derecha actual es o bien sucumbir a la “tentación del pragmatismo” o bien “gobernar con principios” (p. 32). Proponen un esquema: hay, en lo que llaman el campo de las ideas, “principios”, “visión de país” y “medidas”. La relación entre ellos es descrita por un “relato”, que opera en lo que denominan el ámbito del “marketing”, “relato” que explica y justifica las “medidas” (p. 34). Habría que ver hasta dónde las medidas se hallan propiamente en la dimensión de las ideas, en qué sentido el marketing y el relato se distinguen de esa dimensión y cómo se compatibiliza un relato suficientemente complejo con su reducción al nivel del marketing. Más adelante Urbina y Ortúzar incorporan la noción de “discurso” (pp. 34-35), sin precisar en qué nivel se ubica. El discurso depende de que haya principios. En ocasiones ocurre que “faltan los principios” (p. 34). Después dicen que, antes todavía que los principios, están las “convicciones” (p. 35). Esas convicciones se articulan y profundizan mediante la “discusión intelectual”, entonces pasan de ser “meras intuiciones morales a principios precisos capaces de orientar y explicar con eficacia la acción política” (p. 35). El comprimido texto obliga a hacerse varias preguntas, que no encuentran allí respuesta. ¿Hay diferencia entre discurso y relato? ¿Las convicciones, operan respecto de los principios, la visión, las medidas, todos a la vez? ¿Cómo? ¿En qué sentido pueden estar “antes” que los principios? ¿En qué se distinguen los principios y las ideas, y ambos, por su parte, de la “visión de país”?

El abigarrado conjunto de nociones que emplean los autores oculta, en último término, el núcleo del problema comprensivo político, a saber, cómo iluminar la situación según unos principios generales sin dejarla abandonada en su singularidad ni oprimirla en una subsunción mecánica. El énfasis de Urbina y Ortúzar está puesto fundamentalmente en la atención que debe prestarse a los principios en la comprensión, pero, con algo de candor, omiten la exigencia hermenéutica de atender a la situación y su singularidad, si la decisión ha de ser justa, adecuada a ella, algo distinto a una voluntariosa reducción.

Continuará…           

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