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Crítica de cine: “Gringo rojo”, la anatomía pública de un fantasma Una película de Miguel Ángel Vidaurre

Crítica de cine: “Gringo rojo”, la anatomía pública de un fantasma

Inspirado en la biografía artística y política del cantante norteamericano Dean Reed, el largometraje documental del realizador santiaguino Miguel Ángel Vidaurre, se alza como un crédito audiovisual que encara a un personaje novelesco y peculiar, inserto en un período convulso de la historia mundial: las presentaciones y la fama de las que gozó el llamado “Red Elvis” en el Chile de la Unidad Popular, el resto de Sudamérica y en las naciones de la órbita socialista, durante los años ’60, y hasta mediados de la década de 1980.


“Señora, dicen que dónde / mi madre dicen, dijeron, / el agua y el viento dicen / que vieron al guerrillero”.

Pablo Neruda, en Canto general

Esta es una obra atípica, sin duda. No tanto porque su centro de atención aborde la silueta de una personalidad que tuvo una amplia difusión en estas latitudes, al momento de su gloria creativa, pero que, finalmente, constituye un enigma y un hombre de intimidad “desconocida”. Dean Cyril Reed (1938 – 1986), fue un cantante estadounidense de mediocre éxito en su nación, cuasi anonimato que contrarrestó al obtener la celebridad y los aplausos en México, Sudamérica, y posteriormente en el otro mundo que conformaban los países de la Europa oriental, o zona de influencia soviética de esos tiempos.

Con esa excusa y tópico, Miguel Ángel Vidaurre (Santiago, 1969), cimienta una pieza documental particularísima: ya lo anotamos, inicialmente, gracias a lo fascinante de su trama y, también, debido a la forma narrativa y audiovisual, con que expone el autor su argumento y singular perspectiva de aquel artista llamativo, y a la manera fragmentaria de analizar y describir, el inquietante período, donde a éste le correspondió desenvolverse.

Salvo dos entrevistas que efectúa el director (la primera a un cineasta de los años ’70, y la otra a un conocedor y crítico de música popular), el resto de la estructura fílmica de la obra está compuesto por material de archivo: reportajes, fotografías de revistas impresas de antaño, y el sonido perpetuo de una voz en off, encargada de relatar los pormenores y de entregar las explicaciones venidas al caso. Eso genera que Gringo rojo (2016), en esa dinámica de armar sus secuencias, responda a los códigos de una polifonía narrativa, por lo demás muy propia de los documentales que echan mano, en gran medida, a formatos ya producidos, editados o lanzados con anterioridad, como los descritos.

Condescendiente a esos lineamientos, se podría esperar que el montaje de esta pieza apelara en cierta forma a unos “usos” convencionales para prodigar la información escogida, con el propósito de estructurar su libreto. Sin embargo, al plantearse aquella interrogante, la realización opta por el camino que finalmente hace de este largometraje, un crédito más que respetable en su valoración estética: bosquejar una imagen de Dean Reed acorde al mito (legado), que se forjó acerca de su trayectoria pública y privada.

Gringo rojo 3

Es decir, situar el nudo dramático de la obra, en las fronteras de un “fuera de campo” narrativo, y abandonar al cantante en la esfera mitológica, de espectro y de fantasma histórico, que siempre ha sido: se conoce su derrotero mediático, empero, su intimidad, sus razones y motivos últimos, además de sus afectos primordiales, permanecen ocultos, vedados y enterrados, como el lodo del lago acuático y germano, en donde misteriosa, y sospechosamente, falleció (¿asesinado?).

La elección de esa postura narrativa y audiovisual, si efectivamente es una consecuencia de una opción consciente de esas características (en el montaje y en la postproducción), resulta atractiva y creativamente audaz. La efigie de Dean Reed, así, se perfilaría en la línea de un lenguaje fílmico sensato, por lo menos al interior de esos mismos parámetros de significancia histórica (en un conducto diegético, al final de cuentas), que en la realidad: Vidaurre configura en las oraciones visuales y de sentido, restrictivas de un discurso cinético, a un ser casi ficticio, equivalente en su esencia de la realidad tridimensional, a esa trayectoria paralela, y majestuosa, de un registro documental.

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El director, dice: “Reed es un mito”, y recoge todo lo que puede de los archivos y textos de la época, a fin de manifestar ese sentencia incontestable: “Sí, Dean parece un misterio, y su vida, sus días y hasta su misma muerte, lo fueron”. Y ante la imposibilidad de explicar situaciones extrañísimas: ese deceso, que puede ser un ahogo involuntario o un suicidio, estarían determinados por la extravagancia de esa biografía, desde que, sin mayores indicios, abrazó la causa de los pueblos oprimidos, en la lógica de un nacionalismo anticolonialista, marxista y de izquierdas, de la mano de su guitarra, y beneficiado por una estampa de galán hollywoodense.

En ese viraje ideológico (al dictamen, por simple osmosis ambiental, a causa de su estadía en Chile y en la Argentina, a mediados de la década de 1970), irrumpe el cantante amigo de Víctor Jara (a quien encarnó con posterioridad en una película alemana de 1978), y el ciudadano norteamericano cercano al proceso político y social, que culminaría con el triunfo de la Unidad Popular y el advenimiento de Salvador Allende, a la presidencia de la República.

Vidaurre, entonces, sólo muestra esa evolución con una impersonalidad que, repito, si equivale a un programa de producción estética y simbólica, se cumple a todas luces en una conjunción acertada y asombrosa, que rayana sin molestar con la ficción, al interpelar al espectador para sacar sus propias conclusiones y definiciones, en torno a ese artista incomprensible, cautivante y que sobresalía con su pura presencia. De hecho, se aclara en una cuña completísima, que Reed era un intérprete dueño de cualidades escénicas y vocales, fuera de lo común.

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La compleja deliberación del director en torno al cantante, evita la sensiblería, pero no la identificación afectiva: el “gringo”, se tenga o se opine lo que se piense de la turbulenta etapa histórica en que le tocó respirar, fue un tipo carismático y heroico, si se me permite el lugar común. Y, sin ninguna tertulia de discusión, Reed era un solitario impenitente: sólo de oídas nos enteramos que tuvo tres esposas, y que hasta engendró hijos y descendencia.

Entiendo que, en la retórica audiovisual y narrativa utilizada por Miguel Ángel Vidaurre (un documental que cede a la tentación imaginativa de lo diegético), fabricar una óptica del “sujeto real”, en tanto ser y alma ignota y lejana, podía ser lo que mejor se ajustaba a sus propósitos artísticos y de personalísima convicción. No obstante, los imperativos de una investigación, siempre impulsarán a las audiencias, a preguntarse por algunas cotidianidades que serán de suyo útiles y necesarias.

La realización evitar contestar, y omite juicios, sólo expone, pero tampoco aporta nuevas aristas con el objetivo de comprender a ese rockero de baladas románticas y melódicas, que renunció a su sangre, a su patria, para nacer de nuevo, en otro hombre, en un ciudadano del mundo rojo, un espacio humano y urbano que bullía detrás de la Cortina de Hierro, en las selvas del Congo, en el caribe de Cuba, en el trópico de Vietnam, en el frío austral de Chile.

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Nunca terminamos de encontrar a Dean Reed. Una secuencia cinematográfica de Gringo rojo, quizás, ofrece más pistas al respecto.

1983, y el gobierno de Augusto Pinochet tiembla en la cuerda floja de su “legitimidad” política y económica, a causa de las masivas protestas ciudadanas y los “paros” de actividades, que cruzaban Santiago y el país. Llega el trovador como turista, y se presenta en el anfiteatro abierto del ex Pedagógico, en el corazón de Macul. Entona “Venceremos”, y el estudiantado que lo observa, le acompaña vibrante y entusiasta. Un gesto valiente y temerario, que sirve para clasificar el talante y el arrojo, del hombre comprometido.

Repetiría la provocación y la actitud confrontacional, en un auditorio compuesto por mineros del cobre, en alguna localidad sin nombre de la Sexta Región. Los improvisados conciertos le pudieron haber costado una paliza de fatales consecuencias, aunque sólo le valieron la expulsión de Chile por las autoridades pertinentes.

Tres años después, agobiado por la tristeza y los recuerdos, deprimido, tendría un final solitario y apenado, enfrentado, quizás, consigo mismo, con sus misteriosas decisiones vitales, y quien sabe, nunca lo sabremos, también, es probable, en compañía de otra alma que le hizo de verdugo. El escenario no pudo ser más tétrico: un lago alemán, la neblina, y el silencio “definitivo”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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