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Contra el populismo penal actual


Nuestro país se enfrenta, nuevamente, a una nueva ola de populismo penal. Ciertos sectores políticos abogan –nuevamente- por un aumento de las penas, de insertar en nuestro -ya robusto- Código Penal, nuevas tipificaciones de delitos contra la propiedad, contra la vida, etc., dotar de mayores atribuciones a las fuerzas de orden y seguridad y otras medidas de distinta intensidad. La televisión nos bombardea mañana, tarde y noche con una amplia y variada gama de hechos delictuales, todos ellos lamentables y ciertos, pero que en mi opinión no representan un clima real de la sociedad chilena.

Por cierto que las víctimas de algún hecho delictual merecen todos los respetos y la mayor empatía posible, pero lo anterior no se contrapone con el hecho de que al analizar el panorama actual debemos hacerlo con una mirada objetiva y sin apasionamientos, sin minimizar pero sin sobredimensionar las cosas.

Desde antiguo, religiosos, filósofos, políticos y juristas han discutido sobre la fundamentación de la pena (punitur quia?). Mucho se ha dicho a lo largo de los siglos y mucho ha variado la opinión de las sociedades sobre la materia. En las sociedades occidentales contemporáneas se ha llegado a cierto consenso al respecto y se piensa que la pena tiene una finalidad rehabilitadora de la persona que ha infringido la ley, el orden social; que le permita reintegrarse a la sociedad a la cual afectó con su comportamiento y ser un miembro positivo de la misma, una vez cumplida la pena. Pena que no necesariamente debe ser siempre la privación de libertad, reservándose la privación de libertad solamente a aquellos delitos más gravosos para la sociedad.

En el Chile del año 2016 debemos preguntarnos con sinceridad, ¿permiten las cárceles chilenas la rehabilitación de los internos y su reinserción en la sociedad chilena? Con sinceridad, debo reconocer que solamente en dos ocasiones he visitado –brevemente- una cárcel; pero lo poco que vi no me gusto. Los estudios disponibles que he podido revisar, las noticias que periódicamente consumo en los medios de comunicación y una suerte de acervo cultural (o intuición) que todos tenemos, hacen que me incline a pensar que la cárcel no es para nada socializadora sino que todo lo contrario. Un estudio de la Fundación Paz Ciudadana que tomó los datos proporcionados por Gendarmería de los condenados el año 2007 (universo de 16.911 condenados) indica “…. que el 50,5% de los egresados durante el año 2007 reingresó a la cárcel por la comisión de un nuevo delito por el cual se impuso una nueva condena en un período de 36 meses” (Fundación Paz Ciudadana. La reincidencia en el Sistema Penitenciario Chileno. (2012). Santiago. Pág. 32). Estas cifras no son nada alentadoras.

Pero a veces, sólo a veces, un rayo de luz ilumina la oscuridad y contra todo pronóstico el milagro se produce.

En Los Ángeles (California, EE.UU), a finales de la década del 60’ se formó una pandilla criminal juvenil (street gang) en el lado sur de la ciudad (un barrio pobre y con alto desempleo producto de la economía post-segunda guerra mundial), que al cabo de pocos años se transformó en una de las más importantes del mundo, se hacían llamar “Los Crips”. En la actualidad se estima que cuenta con cerca de 30.000 miembros articulados inorgánicamente, son famosos por usar pañuelos y otras prendas de vestir de color azul lo que les otorga una identidad y los distingue de bandas rivales, son los causantes de cientos y diversos crímenes que afectan anualmente a la ciudad de Los Ángeles hasta el día de hoy.

Uno de los miembros fundadores fue Stanley “Tookie” Williams, un joven afroamericano de sólo 17 años. Los Crips pronto pasaron de riñas y disputas callejeras con pandillas de otros barrios a delitos más serios: tráfico de drogas y armas, asesinatos, extorsiones, robos, etc. En ese contexto y como líder de la banda, Stanley fue acusado y condenado por un jurado popular, en 1981, por matar al dueño de un pequeño hotel de carretera y a su hija, durante un robo en el que participaba junto a otro miembro de su pandilla. Además se le atribuyó participación en otro robo con homicidio. Aunque Stanley siempre negó que fuese el culpable y su participación en los hechos, reconoció ser miembro y fundador de Los Crips. El jurado no le creyó y lo declaró culpable de los cargos.

Fue condenado a muerte (legal en el Estado de California), con 28 años, y fue trasladado al corredor de la muerte, como se conocen el pasillo de las celdas que ocupan los condenados mientras esperan a que se ejecute la pena.

Usualmente ONG’s relacionadas con los Derechos Humanos realizan una encomiable labor para que esas sentencias no se ejecuten y se conmute la pena por una cadena perpetua. Elevan múltiples solicitudes a la Suprema Corte de Estados Unidos aduciendo vulneraciones constitucionales y otros argumentos pertinentes, que dependiendo de la integración e inclinación de sus integrantes, se muestra favorables o no hacia las solicitudes que presentan las ONG’s, pudiendo paralizar la ejecución por largo tiempo. Es así que en estos trámites procesales los condenados esperan a veces años, a veces décadas, en el corredor de la muerte; inclusive, algunos mueren por causas naturales sin que se llegue a ejecutar la sentencia.

Entre cuatro paredes, en confinamiento solitario, encerrado en una celda la mayor parte del día, el ser humano tiene dos opciones: Enloquecer o tratar de llenar el tiempo. Stanley optó por lo segundo y comenzó a reflexionar sobre su vida, su historia y las decisiones que había tomado en su juventud. El milagro se produjo. Stanley cambió su vida en 180º. Pasó de ser un ícono criminal a un líder social con un mensaje positivo y esperanzador. Su activismo y la particularidad de su historia llamaron la atención de la prensa y la televisión, su historia de vida se hizo conocida y su mensaje antiviolencia se masificó. Inclusive, sus seguidores y simpatizantes, lo nominaron en dos ocasiones al premio Nobel de la Paz y en el año 2003 se realizó una película sobre su vida (protagonizada por Jamie Foxx).

Sus detractores, no creían en su arrepentimiento y le reprochaban que no se hubiese declarado culpable de los cargos durante el juicio.

En la cárcel, Stanley escribió varios libros donde narraba sus vivencias y puntos de vista, dio entrevistas a la televisión, se hizo todo un personaje público. Comenzó a tener cientos de seguidores que creyeron en su mensaje y en su causa. Exhortó activamente a los miembros de la pandilla que él mismo había fundado años atrás a que abandonaran la vida criminal. Su mensaje se centraba en los jóvenes de barrios pobres advirtiéndoles sobre los riesgos, el futuro y la vida real al interior de las pandillas callejeras, donde el final del camino era la cárcel o morir acribillado por una banda rival o la policía. Stanley donó todas las ganancias de sus libros a organizaciones benéficas.

Como chilenos, la historia de Stanley nos recuerda el caso del Chacal de Nahueltoro; es cierto, hay muchos puntos comunes. En el caso de Stanley, la cárcel sí cumplió su misión, aunque parezca una contradicción hablar de reinserción para alguien condenado a pena de muerte.

Historias como la de Stanley podrían ser la regla general y no la excepción, como es en la actualidad tanto en Chile como en Estados Unidos. Una buena, humana y justa, política penitenciaria, podría permitir la rehabilitación de muchos reos para que vuelvan a sus comunidades y a la sociedad como elementos positivos, bajando la reincidencia de los condenados.

[cita tipo=»destaque»]Como chilenos, la historia de Stanley nos recuerda el caso del Chacal de Nahueltoro; es cierto, hay muchos puntos comunes. En el caso de Stanley, la cárcel sí cumplió su misión, aunque parezca una contradicción hablar de reinserción para alguien condenado a pena de muerte.[/cita]

Medidas que –únicamente- se enfoquen en elevar las penas, sancionar y crear nuevos tipos penales que sancionen toda clase de conductas, y en definitiva incrementar el poder punitivo del Estado; y, pretender, que esa es “la” solución para el fenómeno de la delincuencia, me parecen medidas equivocadas y poco eficientes, y que en la práctica no solucionan nada sino que solo sirven para complacer a la opinión pública, en definitiva para generar votos.

Una frase que popularmente se le atribuye a Gandhi dice así: “Ojo por ojo y el mundo terminara ciego”. La pena no es una venganza contra el infractor del ordenamiento jurídico.

Pero… ¿Qué pasó con Stanley? El martes 13 de diciembre de 2005, cuando tenía 51 años, luego que el entonces gobernador del Estado de California, Arnold Schwarzenegger (republicano), rechazara la última petición de clemencia (potestad que sólo tienen los gobernadores para que no se ejecute a un prisionero) que habían presentado sus abogados, Stanley recibió dos inyecciones letales. Se dice que tardó doce minutos en morir. Algunos creen (o quieren creer) que no sufrió y se fue en paz. Testigos que presenciaron la ejecución dicen que se veía calmado.

Muchos artistas, activistas, religiosos y adherentes solicitaron infructuosamente que se le concediera la clemencia y se conmutara la condena por el presidio perpetuo, pero el gobernador de California, al igual que nuestros políticos, quería dar un mensaje de mano dura.

Es hora que nuestra clase política entienda que llenar las cárceles de Chile no nos hará una sociedad mejor y más segura, sino que generará el efecto contrario.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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