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Amor de madre, condena moral

María Isabel Peña Aguado
Por : María Isabel Peña Aguado Profesora titular del Instituto de Humanidades de la Universidad Diego Portales
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En las últimas semanas la discusión sobre las excelencias de la lactancia materna está ganando cierto protagonismo en los medios de comunicación chilenos. La lactancia materna parece ser la fórmula mágica, una panacea que asegura no solo un crecimiento y salud excelentes, sino también –y esto es lo más significativo– un futuro feliz gracias al apego y al vínculo incondicional con la madre. Calmar el estrés y la angustia con el pecho materno, nos dicen, es la antesala al equilibrio emocional; ¿también a las posteriores dependencias?, me pregunto yo.

Es innegable que amamantar a los retoños tiene ventajas y es muy sano, pero eso no justifica la parcialidad ingenua –quizá habría que elegir otro adjetivo, aunque siempre hay que conceder el beneficio de la duda– con que se está presentando la cuestión a la opinión pública. Para empezar, se nos quiere hacer creer dos cosas que se nos presentan como verdades incuestionables: primero, que hay algo así como un instinto maternal –sea lo que sea eso– y, segundo, que ese instinto como tal es ‘natural’, es decir, perteneciente al ámbito de la naturaleza y, por lo tanto, existente en todas las hembras (¿mujeres?).

Una no puede por menos de admirarse de dónde y por qué a estas alturas surge un discurso ideológico, históricamente ya muy manido, que pretende someter a las mujeres de nuevo a las dictaduras –nos da igual si vienen teñidas de progresismo o de estadísticas científicas– de una “disposición constante, inagotable y gratis” y no solo de su leche, sino también de su cuerpo y existencia. Esta descripción de la leche materna es justamente la que subyace al imaginario falaz del ideal materno: una disposición constante, absoluta y generosa hasta el olvido de sí.

Hablemos con franqueza, la nutrición del infante es solo una parte de lo que está en juego aquí. Lo que estamos tratando aquí es un asunto también ideológico. Sabemos que la maternidad y el amor materno, como muchos de los conceptos e identidades sociales, han sido entendidos y definidos de modos distintos en diferentes momentos históricos, atendiendo en muchos casos a necesidades, convenciones e intereses sociales y económicos. Elisabeth Badinter, en su ya clásico “¿Existe el amor maternal?“ nos recuerda que el amamantar se consideró una vulgaridad durante el siglo XVII, para convertirse, un siglo después, en la actividad más excelsa de una mujer, y la que realmente la convertía en una madre. Como puede deducirse de este breve apunte histórico no hay nada nuevo bajo el sol, y lo que nos muestra es que hay constantes que se mantienen a lo largo de los siglos. Así es como a la popularidad actual que rodea la lactancia materna le acompaña, al mismo tiempo, la polémica de aquellas mujeres que han sido ‘reprendidas’ por amamantar en lugares públicos. Aquí tenemos pues reunidas dos visiones que, como en los siglos mencionados, se utilizan de nuevo para construir –y manipular– la identidad social de las mujeres. Cada una de estas visiones reproducen a su vez constantes que han marcado en el tiempo el concepto de lo que debe de ser una mujer y una madre. Por un lado, la reducción a una existencia corporal y, por otro, el manejo de sentimientos como el amor y la culpabilidad.

[cita tipo= «destaque»]Asumir que la lactancia materna está incondicionalmente unida al amor materno y ensalzarla no solo tergiversa los hechos, sino que además atrapa de nuevo a muchas mujeres en una red ideológica de dilemas, responsabilidades y culpabilidades morales.[/cita]

En lo que al cuerpo se refiere, e independientemente del color, la raza, la condición y el talante individuales, el mensaje que aprendemos pronto es que nuestro cuerpo está a disposición de una colectividad: bien sea a disposición de los varones que lo acosan o lo castigan sometiéndolo a violencias de sexo, violándolo, mutilándolo o matándolo, llegado el caso; bien sea a disposición de la sociedad impidiéndonos decidir sobre si queremos o no seguir adelante con un embarazo o bien sometiéndonos a los dictados de cómo tenemos que criar a nuestros hijos. La cuestión es que no podemos disponer de nuestro cuerpo, ni decidir sobre él libremente. No se nos concede el derecho al criterio propio –de ahí que no se despenalice el aborto– ni el uso del mismo como nosotras queramos. Esa libertad personal asusta y colisiona con la imagen promocional de la mujer en cuanto madre.

La unión premeditada de los dos términos ‘maternal’ y ‘amor’ somete no solo el cuerpo de las mujeres sino también su voluntad. El ‘amor maternal’ justifica algo más que el alimento del bebé. Es igualmente alimento de culpabilidades, frustraciones y desilusiones que tanta mella hacen en el ánimo de muchas mujeres y de las que apenas se atreven a hablar. Ponerlas de manifiesto sería exponerse a la condena moral por no estar a la altura de ese ideal de amor. Asumir que la lactancia materna está incondicionalmente unida al amor materno y ensalzarla no solo tergiversa los hechos, sino que además atrapa de nuevo a muchas mujeres en una red ideológica de dilemas, responsabilidades y culpabilidades morales. Y, si la angustia y el estrés del bebé se calman fácilmente con una teta, ¿cómo y quién va a calmar la angustia y el estrés de esas madres que tanto si dan el pecho como si no están expuestas a la crítica moral y social?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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