Cuando cambiamos los horarios de dormir y comer los fines de semana, confundimos a nuestro reloj biológico. Como no está programado para distinguir entre un sábado o un lunes, el metabolismo se “altera”.
Somos muchos los que aprovechamos los fines de semana para dormir más, despertarnos tarde y desayunar a las mil. O, incluso, juntar el desayuno con el almuerzo. Y ahora que vamos a pasar varias semanas confinados por el Covid-19, en la mayoría de los casos sin trabajar, ese desfase horario en las comidas podría prolongarse durante días.
Recientemente, nuestro equipo de investigación ha demostrado que la diferencia en los horarios de las comidas entre los días laborables y los festivos, a la que hemos denominado “eating jet lag”, se relaciona directamente con la obesidad. Este trabajo ha sido publicado en la revista científica internacional Nutrients.
Pero, ¿qué tienen que ver nuestros horarios de dormir y comer con el peso? Muy sencillo. Todos tenemos un reloj biológico, localizado en el cerebro, que nos ayuda a funcionar dependiendo de si es de día o de noche. Mientras es de día y hay luz estamos activos, comemos y, por tanto, digerimos alimentos y absorbemos nutrientes. Sin embargo, cuando cae la noche nuestro reloj nos prepara para dormir, repararnos y ayunar.
Para que este ritmo se mantenga constante, el organismo debe permanecer atento a las manecillas del reloj interno y así anticipar continuamente los cambios que se van sucediendo cada 24 horas. Eso explica por qué cada día nos da hambre a la misma hora o por qué si nos quedamos despiertos más tiempo de lo habitual nos cuesta horrores mantener los ojos abiertos.
La sensación intensa de hambre o sueño no es más que nuestro reloj actuando “justo a tiempo” y preparando al organismo para lo que viene. Es importante resaltar que esta sincronía se mantiene durante todo el día, cada día de la semana. Es un 24/7. Y no hay más: a nuestro reloj biológico le encanta la rutina.
Cuando cambiamos los horarios de dormir y comer los fines de semana, confundimos a nuestro reloj biológico. Como no está programado para distinguir entre un sábado o un lunes, el metabolismo se “altera”.
Imaginemos que cada día, durante la semana, nos levantamos a las 7 a.m. y desayunamos a las 7:30 a.m. De pronto llega el sábado y cambiamos el ritmo. Ya no es laborable y es normal que se nos peguen las sábanas, ¿verdad? Nos despertamos a las 10 a.m., sin prisas, y retrasamos la hora del desayuno hasta las 11:00 a.m. Pues bien, en un día así a nuestro cuerpo le costará más de lo normal gestionar correctamente los nutrientes que ingerimos, en particular la glucosa, entre otras razones porque se reduce la respuesta a la insulina, que es la que organiza qué hacer con los azúcares.
Y esta diferencia entre los horarios de días laborables y días festivos, el denominado eating jet lag, es lo que a largo plazo puede influir de forma negativa en nuestro peso.
En concreto, lo que hemos encontrado en nuestra investigación es que si al llegar el fin de semana posponemos las comidas más de 3 horas y media, a la larga podríamos subir hasta 4 kilos de peso con respecto a aquellos individuos que presentan un menor eating jet lag o, sencillamente, que no lo tienen. Es interesante destacar que esto sucede aunque comamos lo mismo, porque es la irregularidad lo que nos hace engordar y no las calorías.
Aunque nuestro estudio se limita al efecto del eating jet lag durante los fines de semana, es probable que mantener la irregularidad en nuestros horarios durante todas estas semanas de cuarentena nos haga ganar algo de peso.
Por ello, recomendamos establecer una rutina saludable. Lo importante es que nos sea fácil de seguir y que podamos mantenerla.
Lo primero es plantearse las siguientes preguntas: “¿A qué hora me siento cansado y necesito ir a dormir?” y “¿Cuántas horas necesito dormir para sentirme bien?”
A partir de aquí, nos será sencillo planear el día:
Maria Izquierdo-Pulido, Catedrática del Departamento de Nutrición, Ciencias de la Alimentación y Gastronomía, Universitat de Barcelona y Maria Fernanda Zeron Rugerio, Investigadora del Departamento de Nutrición, Ciencias de la Alimentación y Gastronomía, Universitat de Barcelona
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.