Los progresos en materia de igualdad son indudables, especialmente sobre el plano legislativo, y han cristalizado en una mayor visibilidad de las injusticias que sufren las mujeres.
Se suele situar a finales de los años 90 el momento en que la violencia machista comienza a adquirir visibilidad en España. Se trata, sin embargo, de una visibilidad precaria y del todo casual, a tenor de la numerosa documentación audiovisual que nos dejan, sobre todo, las entonces ya asentadas televisiones privadas.
Desde principios de los 90, los nuevos medios audiovisuales privados exploran vías para conectar con la audiencia que pasan por ofrecer a esta última espacios para la expresión de experiencias en primera persona, en una búsqueda en la que juegan también un importante papel las televisiones autonómicas. Esto se debe a la mayor proximidad de estas últimas al ámbito local y, por lo tanto, a la experiencia cotidiana de la ciudadanía.
En efecto, una rápida consulta a contenido de este tipo nos invita a pensar que no habría habido grandes cambios a finales de los 90 respecto a principios de la misma década, cuando humoristas de moda hacían chistes muy celebrados teniendo como protagonistas a mujeres maltratadas o parodiando, no ya el maltrato, sino directamente el asesinato.
En cambio, desde una relatividad con la que la ciencia social lleva atreviéndose desde hace algunas décadas, podemos constatar desde entonces hasta hoy una celeridad en los avances en materia de igualdad que no debe hacernos caer en triunfalismos: nuestros datos advierten de que las nuevas generaciones tienden a seguir reproduciendo los viejos patrones machistas, especialmente en el plano de las relaciones.
Jóvenes negacionistas de hoy que accedieran al contenido televisivo explícitamente violento contra las mujeres típico de los años 90 no podrían negar la certeza de esas imágenes, pero sí tacharlas de meras recopilaciones de casos aislados previamente seleccionados de acuerdo a un sesgo ideológico proveniente del tiempo actual y, por tanto, nada representativas de la sociedad de entonces.
Pero lo que se busca en ejemplos de hace 30 años no es representatividad estadística, sino analizar la normatividad que subyace a esas expresiones públicas: esas personas, que desde una lectura actual lo que hacen es banalizar la violencia machista, lo que hacían entonces era afirmar su derecho a acogerse a una norma que podía estar jurídicamente sancionada, aunque fuera de forma muy laxa, pero que desde luego no lo estaba socialmente.
Se trata este de un matiz que es sustancial y que se entiende mejor con un ejemplo actual: la descarga ilegal de música por internet está penada, pero no se encuentra sujeta a sanción social.
Sin embargo, los agentes socializadores encargados de preparar a la juventud para la vida en una sociedad democrática, en especial la escuela, no han sido dotados de argumentos con capacidad de cuestionar la normatividad que explica la reproducción del sexismo entre las nuevas generaciones, quedándose en el plano descriptivo que aporta la estadística.
Como hemos reconocido con anterioridad, la estadística ha dado visibilidad y ha permitido calibrar la urgencia del problema, lo que ha impulsado la creación de herramientas con vocación disuasiva materializadas en una frenética actividad legislativa desde la aprobación de la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género de diciembre de 2004. Pero, al mismo tiempo, ha impregnado los discursos de la vida cotidiana, acaparando los repertorios argumentativos y haciéndolos dependientes de elementos muy ostensivos, como la violencia explícita, que han solapado las configuraciones normativas que regulan las relaciones, las cuales son una mina de actitudes sexistas.
Por tanto, celebrar los avances legislativos que nos han aproximado al sueño de la igualdad jurídica entre hombres y mujeres no nos impide reconocer que lo más complicado queda por hacer: la desigualdad de género sigue siendo el sustento fundamental de las políticas emocionales que regulan la vida cotidiana de las personas, convirtiendo a la juventud en conductora del machismo, que queda reafirmado en sus relaciones.
Por ello, a pesar de los avances, las políticas emocionales, tanto en la sociedad de antes como en la de ahora:
Así pues, los progresos en materia de igualdad son indudables, especialmente sobre el plano legislativo, y han cristalizado en una mayor visibilidad de las injusticias que sufren las mujeres, una creciente sensibilidad frente a estas injusticias, una efectiva actividad disuasoria frente a los delitos machistas, una proporcionada capacidad sancionadora hacia los agresores y una mejora sustancial de las medidas de protección de las víctimas.
Sin embargo, se ha puesto y se sigue poniendo insuficiente atención sobre la creación de herramientas de análisis e intervención en los entramados normativos bajo los que subyace el patriarcado, los cuales encuentran en la escuela un conductor. Esto tiene como consecuencia que la juventud traduzca los modelos machistas del pasado a los tiempos actuales en los que dispone, además, de excelentes canales para su difusión masiva.