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La historia del cronista chileno que se introdujo en el hampa bonaerense Ha publicado dos novelas de no ficción, una sobre un delincuente juvenil y otra sobre un clan narco

La historia del cronista chileno que se introdujo en el hampa bonaerense

Cristián Alarcón nació en Chile, pero poco después del Golpe su familia se fue a Argentina, donde transcurren sus historias. Periodista e integrante de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano de Gabriel García Márquez, habla de su infancia, el kirchnerismo y del próximo libro que prepara sobre Neltume.


Imaginemos que un periodista escribe la historia de un joven delincuente que roba a los ricos para repartir su botín en una pobla, hasta que es acribillado a tiros por la policía. Imaginemos que también cuenta la historia de un grupo de narcotraficantes peruanos con orígenes en Sendero Luminoso, aficionados a los ritos vudú. Pues bien, ambas historias, que transcurren en Buenos Aires, son los temas de dos libros que el multifacético periodista Cristian Alarcón acaba de publicar en Chile.

¿Por qué la editorial Aguilar ha dado este paso con Alarcón, uno de los mejores cronistas latinoamericanos?

Tal vez porque es chileno y ha nacido en La Unión, en la Región de los Ríos, en 1970, aunque a los cinco años haya emigrado junto a su familia a la Argentina.transa

Quizás porque Alarcón es uno de los herederos legítimos de Truman Capote y su libro A sangre fría, y también del periodista argentino Rodolfo Walsh, que inauguró la novela de no ficción con la publicación de Operación Masacre en 1957, y que desapareció trágicamente 20 años después a manos de la dictadura trasandina. Un «hermano cósmico» a nivel periodístico, por qué no, del italiano Roberto Saviano, que supo representar tan bien la mafia napolitana en su ya clásico Gomorra.

Y sin duda para que sirva de inspiración. Para que los periodistas chilenos nos animemos a escribir la historia novelada del “Cisarro” o del célebre clan narco legüino de “Los Gálvez”. Novelas que transpiren realidad, que huelan a sudor, a pólvora, a sexo, a marihuana, como los libros de Alarcón.

“Vidas shakespearianas”

Alarcón aclara que la suya no es una opción de lo marginal porque sí: “tiene que ver con la intensidad literaria de unas vidas muy shakespearianas”, atravesadas por temas que le obsesionan –“la traición, la maternidad”, así como una “condición rural” que conoce por sus abuelos chilenos–. Lo dice al teléfono desde Buenos Aires el también director de la revista Anfibia de la Universidad Nacional de San Martín y de la Agencia de Noticias Judiciales INFOJUS.

Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (Aguilar, 2013) es la historia del “Frente Vital”, un pibe chorro de 17 años muerto a tiros por la tristemente célebre policía de la provincia de Buenos Aires en 1999, y Si me querés, quereme transa es el relato de un clan narco peruano instalado en la villa 31-11-14 de Flores, en el sur de la capital trasandina. Un título que deriva de una frase que en un momento del libro le dice la protagonista a su nueva pareja: “Si me quieres, quiéreme narco”. O sea: “Acéptame como soy”.

Nueve años se demoró Alarcón, docente además de la Universidad Nacional de La Plata, donde también estudió, en escribir ambos libros. Indispensable fue su experiencia como reportero policial del diario transandino Página 12, en el que siempre trabajó con “respeto al otro”, “persistencia” y “transparencia” frente a las fuentes. Esta última, una cualidad que le parece indispensable a la hora de sumergirse en los bajos fondos y que en definitiva le permitió acercarse a los protagonistas de sus libros.

“Cuando el narcotraficante más complejo, más temeroso y más desconfiado sabe que vas a respetar su dignidad, es capaz de atenderte como me atendieron ellos en la cárcel para contarme quiénes son y por qué hacen lo que hacen”, asegura.

Una violencia familiar

¿Pero de dónde viene ese interés por la violencia, la muerte y la ilegalidad, temas tan presentes en estos dos trabajos? Es sin duda familiar: por las historias que escuchó de sus abuelos. Sabe que dos de sus ancestros –un bisabuelo y un tío abuelo, padre e hijo– murieron de forma violenta en rencillas entre particulares en Chile, la tierra de sus antepasados, uno en los años 30 y otro en los 50, ambos asesinados.

Una violencia que continuaría en los 70, aunque esta vez sería estatal. Tras disfrutar de esa breve prosperidad que durante la Unidad Popular experimentaron los jóvenes trabajadores de la época, con el golpe del 73 todo cambió. Su familia y amigos de La Unión, en su calidad de simpatizantes comunistas o socialistas, sufrieron la llegada de la cesantía y el hambre, la cárcel y el exilio.

Todos eran habitantes de la población “Georgia” de La Unión, “una aldea roja”, en palabras del autor. Dos años después, Alarcón, junto a su hermano, un tío y sus padres (él, electricista; ella, enfermera), en medio de problemas familiares y la dictadura como telón de fondo, emigraron a Argentina, a la ciudad de Cipoletti. En Argentina aún había democracia, y “la gente decía que la plata crecía en los árboles”.

No fue tan así. Recién llegados se produjo el “Rodrigazo”, llamado así por las medidas económicas que decretó el entonces ministro de Economía Celestino Rodrigo, una brusca devaluación combinada con una brutal subida de precios de la economía. Eran los estertores de una economía peronista que moría y daría paso al golpe del 76. Comenzaron viviendo, todos juntos por obligación, en una pieza de adobe. “¿Por qué estamos tan pobres?”, le preguntaba un Alarcón de cinco años, hasta entonces acostumbrado a nana y pieza propia, a su madre. Hasta una hepatitis le dio al entonces niño futuro escritor.

Por suerte las cosas mejoraron rápidamente. Su padre –“un trabajólico”, aclara– entró a trabajar en la industria petrolera e incluso inventó un aparato para detectar el flujo de crudo. El lazo con Chile nunca se perdió: todos los años, en los inviernos, las Fiestas Patrias y el verano, cruzaban a ver a la familia. Aunque el destierro deja huellas indelebles.

Un cruce que Alarcón ha seguido haciendo religiosamente (desde hace tres años pasa todos los veranos una temporada  en Puerto Octay), también por razones profesionales.

Su próximo proyecto literario –que ya tiene tres años de investigación– tiene que ver con Neltume, esa zona que fue testigo privilegiado del auge de la UP, con su Reforma Agraria y la toma de fundos, el terrorismo de Estado tras el golpe (recordemos que la Caravana de la Muerte también pasó por Valdivia), y el fracasado intento del MIR de montar una guerrilla en la región a comienzos de los 80. “Dos momentos de intensidad política, de tragedia colectiva, y de horror y espanto para cientos y miles de chilenos que pasaron por la tortura y la muerte”, sentencia.

Es un tema que le toca muy de cerca porque sus orígenes están en esa zona. “Mi familia directamente no se vio afectada, pero siempre el tema estuvo en esos fogones, en esas mesas, en el verano y el invierno cuando viajábamos al sur”.

cristianalarconPor ahora

Por ahora, Alarcón descansa de su último libro, presentado en Buenos Aires en septiembre, Un mar de castillos peronistas. Allí se despega del reportero judicial que lleva adentro y opta por crónicas que pasan de las favelas cariocas a su participación en una marcha por la legalización de la marihuana, de un trote por el legendario Parque Lezama a una boda colombiana, con un protagonista que es él mismo y que transita en un mundo “de artistas e intelectuales urbanos, donde hay muchísimo disfrute y goce”.

El título proviene de otra frase escuchada en un paseo familiar a la playa de Las Grutas (Río Negro, Argentina), compartida con tantos otros argentinos que acudían “con sus sillas y sombrillas, y sus heladeras llenas de comida y bebida” en medio de “una prosperidad ganada con el kirchnerismo por muchos sectores medios que no habían accedido al disfrute del verano y el tiempo libre en el mar, y ahora podían relajarse y disfrutar y jugar al tejo y al fútbol, y a construir castillos de arena. ‘Castillos peronistas’”.

Una prosperidad que fue fruto de un gobierno que sacó a la Argentina de su peor crisis social, política y económica de su historia, y que Alarcón defiende a brazo partido, “un populismo latinoamericano muy mal visto, por cierto, por los sectores liberales progresistas como los chilenos”, dice.

“Hasta mis amigos chilenos más de izquierda ven a (la presidenta) Cristina (Fernández de Kirchner) como una especie de (Hugo) Chávez con pollera y les cuesta mucho comprender las dinámicas políticas y culturales de un fenómeno como el peronismo”, lamenta.

Por eso rechaza comparar los saqueos de diciembre del 2001 (tras tres años de recesión y en medio de una pobreza que alcanzaba a la mitad de los argentinos) y que causaron la caída del gobierno de Fernando de la Rúa, con los últimos ocurridos en medio de huelgas de las policías provinciales y alentadas por estos últimos, según dice.

De hecho, un monitoreo que realiza constantemente la revista Anfibia en los sectores populares de Buenos Aires concluye que, a diferencia del 2001, ahora “no hay hambre”. “A pesar de que los niveles de desigualdad siguen siendo injustos, la desigualdad es tanto menor que cuando comenzó el kirchnerismo. Estamos hablando de otros tipo de necesidades”. Dicho de otra forma: el 2001 se llevaban carne; hoy se llevan plasmas.

Todo con una desigualdad mucho menos profunda “que la terrible desigualdad chilena”. Porque, sin lugar a dudas, frente al neoliberalismo chileno, “yo sigo eligiendo al peronismo y al kirchnerismo como formas sanas de acceso a una vida más digna para las mayorías”.

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