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Crítica de teatro: Acceso, el monólogo de Roberto Farías La dirección teatral de Pablo Larraín se invisibiliza ante la fuerza dramática del actor

Crítica de teatro: Acceso, el monólogo de Roberto Farías

“Acceso” es una muy buena obra, vale la pena verla, absolutamente, dejarse remecer, ya sea por el exotismo del personaje o por el reflejo de nuestra propia historia y realidad (el sujeto receptor verá como quiere o puede leerla), sin embargo, es un trabajo que no puede pasarse de largo, un trabajo que tiene su sentido propio y es la ocasión de ver a un actor de primera categoría en escena.


Roberto Farías ha sido destacado en varias ocasiones como uno de los grandes actores chilenos del momento. Por supuesto, cualquier persona que se precie de tener un mínimo de entendimiento, podrá saber que quienes son convertidos en artistas importantes de un contexto determinado, pueden llegar a ese podio por muy diversas razones, no siempre por su talento, asimismo, de vez en cuando, aparecen artistas reales, esos que se tragan a todo y todos y se imponen por la potencia de su trabajo. Esta es la ocasión, tal vez, de hacer algunas distinciones al respecto y pensar que, incluso, ninguno de los dos extremos existe de manera absoluta.

“Acceso” es la obra que reúne a Farías y Pablo Larraín en el Teatro La Memoria, un monólogo que sostiene de manera notable, Farías, de hecho, diría que la obra ES Farías.

[cita] Difícil, eso sí, pesquisar la dirección… yo no pude observarla, el trabajo de Larraín no se observa… es tal la fuerza interpretativa de Farías y es tan evidente que a momentos improvisa y que es su propuesta la que cuajó en el personaje, que resulta casi imposible seguir el rastro de la dirección, no digo que sea mala, seamos precisos: no se ve, no puede observarse, esto puede ser una falencia de este humilde servidor, ceguera crítica si se quiere. [/cita]

El desarrollo de la obra y las posibilidades que esta tiene de perturbar (un muy buen verbo para adjetivar este trabajo) al respetable (y burgués) público, se sostiene, sin duda, en la capacidad que tiene Farías de mimar el habla cotidiana, verborreíca, inventiva, a momentos ridícula y en otros descarnada, de las clases económica y socialmente deprivadas de este país, digo así, “socialmente deprivadas”, porque en la calle se dice punga, cuma, picante, en una palabra, flaite, pero yo, como un digno crítico de teatro no debería usar los mismos epítetos que el público usaba a la salida de la obra y que –sin duda, todo ha de ser dicho- deben usar a menudo refiriéndose a una importante cantidad de conciudadanos.

Farías mima esa voz y corporalidad con fuerza (no baja su energía y entrega durante todo el montaje y está solo en escena), maestría (sabe lo que hace, dice, sabe cómo moverse y cómo enfrentar al público) y una dimensión de realismo notable (su personaje es reconocible medio a medio como un arquetipo chileno); se evidencia aquí que lo que muestra al actuar, es un espacio que el actor conoce, que ha visto, un espacio en el que, por las razones que sea, ha estado, un lugar que no le es ajeno y, tal vez, sea esta una de las razones por las que no solo logra una interpretación tan acabada, sino también por la que impacta tanto y tan profundamente a sus receptores, aunque a estos últimos por una causa diversa: así como a Farías este espacio le resulta cercano o, al menos, factible de interpretar desde la metonimia (una cierta relación por contigüidad), al espectador promedio de la sala le parecerá exótico, fascinante y traumatizante a la vez, fundamentalmente por la obligada interacción, cara a cara, que durante poco más de una hora la obra obliga a sostener con un cuma, flaite, punga, o persona en situación social y económicamente deprivada.

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Un buen amigo, literato, profesor, escritor, entre vaso y vaso de vodka, me comentaría después que el fenómeno de la puesta en escena le hizo pensar en los tristemente célebres zoológicos humanos del siglo XIX. Así, el público reunido en la sala de La Memoria, observaba con atención y cuidado, la mera existencia, el accionar, la kinesis, discursividad e incluso la proxémica de un flaite, pero en un espacio cuidado, a salvo de todo posible daño. En otras circunstancias, decía mi amigo, el público que allí se había congregado esa noche (“otras circunstancias”: tres de la mañana en una calle solitaria) frente a este mismo personaje, habría huido despavorido, aterrorizado o habría llamado por teléfono (celular, de marca, digital, hiperconectado) a los buenos carabineros, aquellos en los que en esas “circunstancias” les parecerán confiables y queribles.

Es cierto, mi amigo no tiene demasiadas luces (lee mucho como para eso), pero su comentario es pertinente, hace sentido, tanto, que el mismo Farías así lo manifiesta al final de la obra. Sin embargo, hay un detalle que distinguir y que hace la actuación de Farías especialmente remarcable, un detalle que de tan evidente, se nos pasa de largo: Farías está actuando, no es su personaje, está interpretando y mimando una tipología, una suerte de arquetipo que, sino histórico, es al menos social. Este trabajo es notoriamente bien desarrollado, el talento de Farías es a toda prueba en este ámbito y, como ya se dijo, su trabajo sustenta la obra. Tal vez sea un lugar al que le resulta fácil llegar en el sentido de que es un espacio que conoce y maneja, pero no veo porque se le podría criticar a un artista sacar partido de sus propios insumos… eso sí, me parece fascinante la idea de ver a Farías haciendo otra clase de roles, no de campesino rústico ni de CNI ochentero ni de poblador, me parece interesantísimo pensar en cómo será su desempeño (imagino a priori que muy bueno) tomando el rol, por ejemplo, de aristócrata del siglo XIX o de empresario a principios de los noventa (se parecen harto ambos en todo caso), creo que precisamente por sus otros roles y sus experiencias de vida, podría integrar en esos personaje cierta lectura política que a otros actores o actrices no les vendría fácil construir.

Aunque hay un relato en la obra, esta no cuenta una historia, no desarrolla una narración en el formato principio, medio y fin, más bien, constituye un relato por acumulación de datos (hacia el final un tanto repetitivos), por acumulación emotiva también y que de tiempo en tiempo, impacta, ya sea por los códigos escénicos, actorales o discursivos; en el fondo, hay un carácter un tanto performativo en este trabajo, pues más que el trabajo estético mismo, lo que se instala como fuente sustancial de la obra es el efecto que produce en el publico (y en el actor, seguramente) y cómo esto se instala como la verdadera obra artística a vivir y no  simplemente a observar. Voy a ser claro: no digo que esta obra sea una performance, solo digo que comparte una (supuesta) base de sostén de ese estilo. Al final de cuentas, la pregunta más pertinente no es tanto qué quiere decir esta obra o que cuenta esta obra, como qué está haciendo Farías en escena.

Difícil, eso sí, pesquisar la dirección… yo no pude observarla, el trabajo de Larraín no se observa… es tal la fuerza interpretativa de Farías y es tan evidente que a momentos improvisa y que es su propuesta la que cuajó en el personaje, que resulta casi imposible seguir el rastro de la dirección, no digo que sea mala, seamos precisos: no se ve, no puede observarse, esto puede ser una falencia de este humilde servidor, ceguera crítica si se quiere. Las opciones estéticas que se desarrollan -muy pocas, pues la obra se sostiene en términos de puesta en escena desde la crudeza y casi ningún efecto de diseño- permiten ver una mirada que busca enfrentar al público de manera muy directa con la situación escénica, tal vez ello explique el (a mis ojos) pésimo manejo de las luces en la obra; no es una mala decisión que estas sean simples e inclementes, pero si es pésima decisión no manejarlas al ritmo del personaje, no movilizarlas con él y no dejar opción al público de observar con claridad las intenciones, movimientos y accionar del personaje, en una obra donde aquello es tan importante.

“Acceso” es una muy buena obra, vale la pena verla, absolutamente, dejarse remecer, ya sea por el exotismo del personaje o por el reflejo de nuestra propia historia y realidad (el sujeto receptor verá como quiere o puede leerla), sin embargo, es un trabajo que no puede pasarse de largo, un trabajo que tiene su sentido propio y es la ocasión de ver a un actor de primera categoría en escena.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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