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Crítica de teatro: «Palo Rosa», el odio nacido del amor La obra se presenta en el Teatro de la Universidad Católica hasta el 8 de noviembre

Crítica de teatro: «Palo Rosa», el odio nacido del amor

La obra escrita por Juan Andrés Rivera y dirigida por Alexandra Von Hummel es una pieza teatral que vale la pena ser vista. Es un montaje interesante y que permite poner en discusión temas pertinentes a Chile , especialmente aquellos que dicen relación con la identidad y la cultura, entre los discursos monológicos e imperantes y frente a los lenguajes del margen y su lugar en la red ambigua, movediza y dinámica que es la sociedad capitalista tardía en la que estamos inmersos.


La Royal Court Theatre dictó talleres de dramaturgia durante el año 2012 y 2013 en Chile, de esa experiencia, emergen varios trabajos de autores relativamente jóvenes que desarrollaron diversas obras, evidentemente, la idea es potenciar el lenguaje de nuevos escritores de teatro, señalando la importancia de este oficio y la necesidad (evidente) de la aparición de nuevas voces en la red de significaciones del medio teatral nacional. El estreno de algunas obras que fueron el resultado de este laboratorio -con el sustento de un Fondart regional- en la sala de teatro UC, es un fuerte apoyo a la escena chilena, por parte de la casa de estudios privada.

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Es dentro de este marco que se presenta la obra Palo Rosa, escrita por Juan Andrés Rivera (uno de los directores/dramaturgos de Los Contadores Auditores) y bajo la dirección de Alexandra Von Hummel (La María), con el diseño a manos de Rocío Hernández.

El texto desarrolla una historia que puede seguirse, una anécdota a contar si se quiere. No es un teatro hermético ni extraordinariamente simbólico al punto que su lenguaje se haga incomprensible, por el contrario, hay una serie de acciones organizadas en virtud de comprenderlas como un proceso que el espectador puede seguir y organizar, y aunque la temporalidad de la obra no esté ordenada en un sentido estrictamente cronológico, sino en función de una intención estética, la obra puede seguirse de manera causal.

La obra está centrada en una historia sencilla e interesante, porque dos mujeres mayores, en el sur de Chile, tratan –de algún modo– de llevar a cabo un plan lleno de amor y cuidado (de sanación) para uno de sus parientes cercanos, pues son la abuela y “tía” (tía como solo decimos en Chile, para nombrar a alguien que no es de la familia, pero sí cercana y respetada) de un muchacho, tan sureño como ellas dos y que está definiendo y buscando su identidad.

El mentado plan, motivado por el amor y la dedicación, es al mismo tiempo feroz, cruel y designa un orden social conservador, atávico si se quiere, animalezco y desdichado. No quisiera desarrollar muchos detalles de lo que sucede, pues la obra intenta jugar (no siempre lo logra) a la ambigüedad en este sentido.

El montaje desarrolla varios tópicos, de los cuales podemos anotar dos que llaman la atención. Por una parte, hay una conciencia de la puesta en escena bastante clara, los códigos teatrales son jugados aquí de modo pertinente, pues se sostienen en un doble sentido, la obra aparenta –discursiva y estéticamente- un estilo realista, es decir, se imita el estilo y no el mundo cotidiano. Así se actúa, escenifica y habla en el montaje como si el “realismo” -en tanto estilo- se tomara como el mundo real, natural, no estetizado, para ponerlo sobre las tablas, como en un juego de espejos largo, ambivalente y lleno de matices. El resultado es una propuesta doblemente teatralizada, este efecto no solo es interesante, sino que también político en sí mismo, pues articula una opinión sobre propio lenguaje teatral y su función como sistema comunicativo en nuestra sociedad.

En segundo término, la obra deja espacios abiertos a la lectura propia del espectador, tanto el texto como la dirección son de buena factura en este sentido, pues tienen la conciencia densa -que solo gente de teatro con experiencia posee- de ese tercer actor de todo espectáculo teatral que valga la pena: el público. Los espacios en blanco están ahí para ser reorganizados o leídos por el receptor, quién está llamado a completar lo que no se dice directamente en escena, tal vez, hay un emplazamiento implícito sobre el público, este no puede ser un espectador pasivo, porque aunque educada y burguesamente permanezca cómodo y tranquilo en su butaca, son el artificio elegido para poner al (i)respetable en la situación de componer, junto con lo que sucede en el escenario, la obra final que se llevará a casa o adónde sea que vaya. En este sentido, sin embargo, hay una pequeña grieta en el montaje, porque si bien la idea es pertinente y en varios momentos interesante, bien trabajada y, efectivamente produce un lugar de lo no-dicho que obliga a reflexionar, en varios otros instantes, se hace un tanto predecible y pedagógica.

Lo predecible, tal vez, sea el punto más débil de la obra; un cierto aire de moralización demasiado masticada ya, antes de ser entregada al público. Sería más interesante que los polos discursivos del texto fuesen más ambiguos y menos en blanco y negro. Creo (esto es una total y absoluta especulación, lo reconozco) que la intención era esa, insisto, no lo sé, pero sospecho que la intención era la de desarrollar un discurso más matizado, con toma de posición, pero con más grises, porque los personajes mismos (y esto es un notable acierto) no son buenos ni malos de manera absoluta, al contrario, hay personajes que con acciones detestables son cercanos, comprensibles y (ojo) el mal que hacen, sus crímenes, los hacen por “amor”, un punto brillante de la obra, pero la discursividad que ellos poseen, se convierte en algo un poco evidente, un tanto excesivamente explícito. Tal vez esto implique que la dramaturgia de Rivera se juegue por un cierto tipo de construcción de personajes que son prototípicos, modélicos y que funcionan solo cuando se lleva al extremo la caracterización de ellos, cuando son jugados al máximo, cosa que en mi opinión (como lo es toda esta idiota crítica), no logran del todo los actores.

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Por su parte, Von Hummel, construye la tensión dramática del texto con precisión, en tanto sabe cómo generar un proceso que va creciendo y que aunque uno como espectador sabe lo que va a suceder o, al menos, puede llegar a intuirlo, nos interesa saber cómo va a ocurrir eso que debe ocurrir (porque debe ocurrir) y bajo qué modos se articulará la acción para desarrollar el conflicto. En este ámbito, la obra tiene un aire trágico, porque lo que aquí se juega no es la pregunta de ¿qué va a suceder?, sino, la mucho más ideológica y política pregunta de ¿por qué sucede eso que sucede?

Un buen amigo, literato, profesor, escritor, entre vaso y vaso de vodka, me hizo ver que, precisamente, la función de la tragedia era política y terapéutica, cosas que bien podían estar ligadas, porque la sanación de una sociedad era, efectivamente una cosa política, una cosa vinculada a la administración de la polis, a la organización vital del mundo, aunque en su opinión, mi relación entre esta obra y la tragedia clásica era más bien el producto enfermo de mi afición a las drogas que algo sostenible argumentativamente.

Así, siguiendo con este símil (porfiaré), podemos decir que Palo Rosa es una obra ideológica, una obra política que sostiene una tesis de organización de mundo, que además promueve la inserción del público en esta problemática y la necesidad de que éste tome partido.

Vale la pena detenerse en el diseño de Rocío Hernández, un trabajo pulcro, bien pensado y organizado en la ambigüedad que la puesta en escena intenta plasmar, con una serie de imágenes, colores y objetos que juegan con lo naif,  al tiempo que lleno de matices permiten una doble lectura de casi todo lo que hay sobre las tablas. Esta ambigüedad juega un papel importante porque captura la esencia de las ideas que se ponen en juego, dado que los personajes van a sostener sus posiciones desde un lugar a la par que ingenuo y brutal, ya que el mundo propuesto se mueve en estos dos extremos, es un acierto total que la escenografía y la iluminación capturen esta tensión.

Las actuaciones son, por cierto, correctas, aunque ninguna de ellas es lo que puede llamarse sobresaliente, no hay un desarrollo de personajes con la fuerza (profundización, energía, corporalidad) y poder (discursividad y sostén de las ideas) que el texto y la puesta en escena sugieren, tampoco son construidos desde el ideario de un arquetipo, ni siquiera caricaturesco, sino que permanecen a medio camino entre el lugar común y un suerte verosímil realista deslavado, aunque la “vecina” escapa a este juicio, pues logra un tono más álgido en la caracterización que no en todo montaje es pertinente, pero si le viene a la perfección a esta obra. Son competentes, correctos, sin duda, pero parecen no estar definidos hacia un estilo que asegure que el lenguaje de la obra, en tanto totalidad, se vea bien ensamblado, de modo que aunque su trabajo se lleva a cabo con corrección y llega a puerto, deja una sensación de falta al final de la obra.

Sin duda, Palo Rosa es una obra que vale la pena ser vista, es un montaje interesante y que permite poner en discusión temas pertinentes a nuestro Chile querido, especialmente aquellos que dicen relación con la identidad y la cultura, entre los discursos monológicos e imperantes, frente a los lenguajes del margen y su lugar en la red ambigua, movediza y dinámica que es la sociedad capitalista tardía en la que estamos inmersos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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