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El (gran) valor del Día Mundial de la Filosofía Opinión

El (gran) valor del Día Mundial de la Filosofía

Juan López, Magíster en Filosofía y profesor de la Facultad Humanidades y Arte. Universidad de Concepción.


La Unesco nos invita a celebrar el tercer jueves de noviembre de cada año el Día Mundial de la Filosofía. Probablemente, la manera más auténtica de responder a esa invitación sea recordar que la filosofía halla su lugar natural menos en los libros que en el acto de filosofar. Paradojalmente, si desapareciesen todos los textos de filosofía no se extinguiría con tal pérdida ni un ápice de su esencia. Sin duda alguna, si nos viéramos privados de una sola página de La República de Platón, por ejemplo, lo lamentaríamos infinitamente, tal como ocurriría con la pérdida de una obra de arte altamente apreciada. Sin embargo, lo propio de la filosofía perduraría pese a todo.

Y así ocurriría, porque si en los libros de los grandes maestros se encuentran los denodados esfuerzos por hacer claridad en torno a la verdad, el bien y el ser, es en el acto de filosofar donde realmente se manifiesta plenamente y con toda su riqueza lo propio y lo esencial de la filosofía.

Es muy interesante observar, además, que cuando una persona reflexiona y se interroga sobre los fundamentos últimos de algún asunto, es decir, cuando filosofa, la filosofía tiene lugar plenamente, ya sea que quien reflexione sea Aristóteles o un joven que por primera vez se interroga por el sentido de su existencia o por la naturaleza de Dios, por ejemplo. ¿Qué es lo que nos mueve a afirmar esto? La respuesta es sencilla y terrible, como todo aquello que es esencial: en el acto de reflexionar filosóficamente tiene lugar un hecho que nos revela la dignidad de todo ser humano, pues cuando alguien se interroga genuinamente por alguna de las grandes cuestiones que acucian nuestra inteligencia, se enfrenta desprovisto de toda certeza a la humilde búsqueda de algo que responda a nuestra urgente aspiración a la verdad.

Es posible que de tal búsqueda surja una obra maestra, como La Metafísica de Aristóteles. Pero, también es posible que simplemente surja una larga conversación o una efímera inquietud que pronto es borrada por las ocupaciones cotidianas. Poco importa, en este aspecto, que quien  filosofa sea uno de los intelectos más preclaros que ha conocido la historia o que lo haga un hombre iletrado.

¿Qué valor tienen entonces los innumerables textos que nos han legado los filósofos? Un extraordinario esfuerzo, por cierto, pero seguramente no el valor que en otras disciplinas poseen los bancos de datos que atesoran ingentes cantidades de información. Esos textos nos muestran la poderosa presencia de una tradición filosófica que habita en nosotros, pues en ellos se nos hace visible cuánto de esa tradición se encuentra presente en nuestra palabras, en los argumentos que oponemos a la violencia, en las razones a las que apelamos para defender el derecho.

Por ello es una noble ocupación asumir el patrimonio de este legado y pensar desde allí, para apropiarnos de un pasado que en el fondo permanece inapropiable, puesto que es más antiguo y más esencial. Por ello invito no sólo aceptar dicha herencia, sino a reactivarla y mantenerla con vida. No invito a escogerla, porque lo que caracteriza la herencia es ante todo que no se la elige, sino que ella nos elige. Precisamente en estos términos se expresa el filósofo Jacques Derrida en una entrevista, cuando sostiene que si la herencia nos asigna tareas contradictorias como acoger lo que nos precede y reinterpretarlo, es porque ella da fe de nuestra finitud, pues únicamente un ser finito hereda y tal finitud “lo obliga a recibir lo que es más grande y más viejo y más poderoso y duradero que él”, tal como ocurre con las obras que nos han legado los filósofos y con la tarea de pensar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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