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Crítica de cine: Película “An”, hacer el amor con el silencio La película fue exhibida en la inauguración de Femcine

Crítica de cine: Película “An”, hacer el amor con el silencio

El largometraje de la directora japonesa Naomi Kawase, es uno de los estelares de la sexta versión del Festival de Cine de Mujeres, que se realiza por estos días en diversas comunas de Santiago. Exhibida en Cannes del año pasado –donde obtuvo elogiosas reseñas- la obra establece una subjetiva aproximación a la melancólica cotidianidad (en los suburbios de la capital nipona), y la expresión de una plasticidad fílmica, moral y existencial, en torno a la influencia que tienen los pequeños gestos de una mujer mayor, sobre un par de anónimas vidas humanas.


“Buscar: No es un verbo sino un vértigo. No indica acción. No quiere decir ir al encuentro de alguien sino yacer porque alguien no viene”.

Alejandra Pizarnik, en Poemas 1962-1972

El nombre de Naomi Kawase (1969) corresponde a una marca registrada en las grandes ligas del séptimo arte internacional, y eso, aunque sus señas de identidad digan bastante poco para el público chileno: gracias al Femcine de esta temporada, sin embargo, esa vergüenza comienza a difuminarse. Así, el estreno de Una pastelería en Tokio (An, 2015) –su noveno largometraje de ficción- salda una deuda y abre la ventana a una nueva mirada fílmica: la de esta directora nipona, que propone una estética audiovisual que conjuga técnicas narrativas propias del acervo occidental, y la espiritualidad panteísta y mística del Japón antiguo.

En efecto, y en demasiados aspectos, la presente cinta asemeja un crédito producido en Francia: su minimalismo (dramático) “Rohmeriano”, los planos que centran su observancia en detalles pequeños y que podrían pasar fácilmente inadvertidos (una hipérbole de la cotidianeidad), y la afluencia del relato con una temática argumental superior, acerca del aprendizaje primario y fundamental de cara a la existencia, que en el arte galo, ya sea de cuño cinematográfico o literario, se ha cultivado siempre: desde Chateaubriand y Flaubert en el siglo XIX, pasando por Francois Truffaut, en décadas cercanas.

Para manifestar esa realidad ficcional en secuencias, Kawase instala su propuesta en los códigos de una fotografía “perfecta”, tanto en su composición áurea, como tripartita (tres porciones del encuadre): tal preocupación en el cine japonés, ya era un eslabón creativo al que Akira Kurosawa, por ejemplo, le rendía especial consideración e impuesto.

Una pastelería en Tokio lleva, así, ese presupuesto “técnico” hacia alturas insospechadas, y lo convierte, de esa manera, en una máxima: los planos filmados en la panadería, y que retratan la interacción entre los tres roles principales, es enfocada con la parsimonia requerida, y la lentitud de movimientos necesaria, para recrear hechos íntimos y “superfluos” que acontecen a cada instante, con una sincronía ordinaria, y que por eso se alzan en vitales y preponderantes, aunque mentirosamente, parezcan fantasmagóricos y rescindibles.

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Tokue (la actriz Kirin Kiki) es una mujer anciana, en apariencia solitaria, pero que como todo enigma humano, esconde secretos esenciales acerca de su biografía. Un mañana aparece en la repostería de Sentaro (encarnado por Masatoshi Nagase), y le ofrece sus servicios a fin de ayudarle regularmente en las faenas propias de una pequeña fábrica de productos alimenticios. Este último, a regañadientas, la acepta, en un clímax que da comienzo al nacimiento de un vínculo laboral y también filial, entre ellos. El tercer papel estelar corresponde a la chiquilla Wakana (interpretada por Kyara Uchida).

A través de ese ejercicio dramático transcurre el filme, en la excusa de esa identificación afectiva que crece y aumenta, y en la iniciación emocional que ese lazo supone, para el huraño pastelero: los planos de Kawase, entonces, adquieren los contornos de ese pensamiento audiovisual que mencionábamos más arriba: la cinética (los movimientos en la imagen) son casi inexistentes, minúsculos, empero, esa cocina se transforma en un escenario del cambio y de la transformación anímica, que nace y germina en cada uno de los personajes del reparto.

Presenciamos, en otras palabras, un travelling “existencial”, y la cámara transita por ángulos y acercamientos que desnudan el alma, para decirlo de una forma clara, de ese estrecho y pequeño espacio, y también, las claves psicológicas de los protagonistas. Tal éxito narrativo y fílmico se debe al guión (basado en la novela de Durian Sukegawa), a la idea de montaje que subyace gracias al texto “madre”, y a la intuición artística y fotográfica de la autora y de su equipo específico en el área de la “cinematografía”: Shigeki Akiyama.

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Los detalles en los que se hace hincapié y las luces utilizadas por la producción, rememoran a un pintor en particular, y a una obra plástica que constituye un clásico y una cita para varios cineastas que optan por una estética de lo simple, y por desarrollar en sus títulos las variantes que ofrece y posibilitan la belleza de la cotidianidad y del silencio: el maestro holandés del Barroco, Johannes Vermeer.

Parsimonia, música incidental y trasmutación sentimental, son motivos estéticos y de libreto que se dirigen hacia un solo sentido con el propósito de conquistar una pieza que en su estructura simbólica apela a la sensibilidad, y a la reflexión contemplativa ante el fenómeno incomprensible de la existencia (en los conceptos analizados por la realizadora). Con esa finalidad, la voz en off parece un recurso apropiado y para nada mal conseguido en esta oportunidad

Kawase, apuesta, igualmente, por la fragilidad emotiva que proporcionan los paisajes nevados, los atardeceres nostálgicos, y los jardines y los bosques cercanos a un potrero, donde se siembran y cosechan frijoles (nuestros porotos); y esa detención, asimismo, evoca un meditar audiovisual en torno al transcurrir del tiempo, a la infinitud de la naturaleza (para nosotros), en contraposición a las limitantes que contiene cada vida humana: para empezar, el hecho primero de la muerte segura que nos aguarda en algún instante del camino.

Ante la búsqueda hermenéutica que persiguen esos encuadres, pienso, por ejemplo en otro artista plástico y visual: en la ambientación sombría, personal y apocalíptica, de un Joseph Mallord William Turner, y en la versión cinematográfica de su trayectoria, efectuada recientemente por su compatriota Mike Leigh. Lejos del capricho erudito, el parentesco de una directora como Kawase con Leigh, para nada es casual, sino que una relación profunda y sintomática.

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Ambos creen que la si la espacialidad ofrece una explicación de las cosas, aquella se encuentra en la evolución del cielo, en la nubosidad variable de los chubascos, en el reflejo de un campo agrícola y en su metáfora de un ciclo que debe cumplirse, nacer, y acabarse. Una pastelería en Tokio dista de ser un largometraje descollante, pero sus expectativas artísticas son altas, y los resultados concluyentes tampoco son malos: se conforman dignos, loables y lo que es mejor, recordables en esa metrópolis moderna y bullente, enmarcada acá en sus barrios y suburbios más desconocidos,

Puede, quizás, haber mejores películas, francesas, sin ir más lejos, que sean insuperables -bajo idénticos matices cinematográficos-, que el trabajo de Kawase. Anoto los apellidos de Rohmer, de Olivier Assayas, y de Jean Becker (se me vienen a la mente sus notables Mis tardes con Margueritte y Conversaciones con mi jardinero).

Sin embargo, Kawase es una artista japonesa que sin transar en sus inquietudes filosóficas, religiosas y metafísicas, delinea una maniobra fílmica clara, de procedimientos estéticos europeos (en una aspiración de internacionalización legítima y aplaudible); donde además, trasluce situaciones temáticas que sólo son comprensibles bajo la influencia de una mentalidad propia del lenguaje antropológico, sociológico, e histórico, de la nación del sol naciente. Pienso en el genial Yukio Mishima y en su admiración por Marcel Proust, y su intento de trasladar literariamente, los tópicos de En busca del tiempo perdido, hacia una creación simbólica, escrita con la sangre de coordenadas e intenciones personalísimas y autóctonas: ahí tienen su magnífica “Tetralogía de la fertilidad”, sin extendernos demasiado.

Una pastelería en Tokio corporiza el equivalente a un descubrimiento audiovisual, más allá de que ciertos giros en el tratamiento narrativo, podrían parecernos absurdos e increíbles, dentro de una lógica racionalista (y materialista), filosóficamente hablando. Pero la intuición artística que subyace “escondida” en sus imágenes, resulta un tesoro: la influencia que tienen las generaciones anteriores sobre las nuevas camadas, en cualquier aventura y aprendizaje de los asuntos humanos, en toda época; y, también, la imperiosa necesidad que tenemos de una interpretación fantástica de lo “real”, en el sentido de que desprovistos de un elemento misterioso (azares llenos de significación, los definía Nietzsche), los días iguales, superpuestos rítmicamente, jamás guardarían la relevancia, y la profunda resonancia que, finalmente, cobijan para nosotros.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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